Introducción
Una regla monástica no es un
tratado de teología ascético-mística. No hay que buscar, pues, en la
RB grandes
disquisiciones sobre los vicios, las virtudes, la oración, la contemplación;
para todo ello remite san Benito a la
Escritura , a los Padres y a las obras
propiamente monásticas (cf. 73, 2-6). Sin embargo, de forma más o menos
aparente, más o menos soterrada, recorre y vivifica todo el código benedictino
una savia espiritual de gran riqueza, como se puede comprobar no sólo en el prólogo
que ya es una , catequesis preciosa, también en los capítulos que a primera
vista parecen tan ajenos a las cosas del espíritu, como el relativo al
mayordomo. Pero el corpus ascético
propiamente dicho, considerado por la tradición como la base y fundamento de la
espiritualidad benedictina, lo forma un grupo de cuatro capítulos dedicados
enteramente a exponer una serie de directrices ascéticas, una doctrina sobre
algunas virtudes consideradas, a no dudarlo, como básicas para la vida del
monje: el capítulo IV, que trata de “los instrumentos de la buenas obras”; el
V, sobre la obediencia; el VI, sobre la taciturnidad; el VII, sobre la humildad.
El capítulo IV, simple
catálogo de máximas morales que, salvo excepción, no ocupan más de una línea,
tiene apariencia de bloque errante. Con todo, un examen detenido prueba no sólo
que buena parte de su terminología y su contenido doctrinal se hallan en los
capítulos V, VI y VII, sino que forma con ellos una unidad literaria, los
prepara y, hasta cierto punto, anticipa su doctrina, de manera que ha podido
escribirse: “Los capítulos sobre la obediencia, el silencio y la humildad no
hacen más que desarrollar y elaborar ciertos instrumentos de las buenas obras.
En cuanto a estos capítulos, hay que decir que las virtudes que tratan están,
conforme nos las presenta el autor, muy relacionadas entre sí.
El capítulo IV de la
RB es
un capítulo muy valioso sobre el que merece la pena detenerse para analizarlo y
meditarlo en profundidad.
Tal y como se ha dicho
anteriormente, el grupo de capítulos que van desde el IV al VII han sido
considerados como la base y fundamento de la espiritualidad benedictina. Así se
puede entender en función de su contenido doctrinal, que unifica a todos ellos siguiendo un mismo hilo conductor.
Así, al principio del capítulo IV, san Benito dice que hay que amar a Dios ante
todo, siendo esta idea reiterada al final del capítulo VII, enmarcando así, en
este grupo de capítulos, al amor como principio y fin.
La fuente del capítulo IV es,
esencialmente, la
Sagrada Escritura,
pero también la enseñanza ética de la
Iglesia antigua, la espiritualidad del
martirio, del bautismo… Toda esta enseñanza de la
Iglesia antigua aparece en este capítulo
con esa expectativa, además escatológica, de la
Iglesia antigua, pero la fuente
inmediata es, substancialmente, la
Regla del Maestro.
San Benito solo dedica un
capítulo al Arte
espiritual; en cambio, en la RM[1] hay
cuatro dedicados al arte espiritual (RM, 3-6). Es interesante comprobar que san
Benito no habla de arte santo sino de arte espiritual; esto constituye una
diferencia con la
RM. Ya en
el título habla de las herramientas, instrumentos de las buenas obras, y esta
expresión es mucho más práctica, tiene que ver con la praxis, con cómo aplicar
estos instrumentos. Esta es otra gran diferencia entre san Benito y el Maestro,
y es que san Benito dice que el abad también debe emplear estos instrumentos.
No se trata solamente de un compendio para la enseñanza del abad -como dice la
RM-, sino que también el abad tiene que
emplear estos mismos instrumentos. Asimismo, hay otra diferencia al final del
capítulo relativo a estos instrumentos: san Benito omite la descripción del
paraíso, mientras que en la RM sí
aparece esta descripción. San Benito descarta esta descripción porque él quiere que
los monjes usen estos instrumentos en la tierra, que hagan las cosas aquí, en
la tierra
Este capítulo IV es una
colección de sentencias; se trata de palabras que hay que recordar, palabras
que se pueden repetir, frases breves al modo del libro de los Proverbios, o
como los catálogos de virtudes y vicios de la
Biblia. Tiene también cierta analogía con el capítulo XXXI que habla
sobre el mayordomo, en que se citan las cualidades que éste ha de tener. De
igual forma, el capítulo LXIV, sobre el abad, y el capítulo LXII, mantienen
esta semejanza con el capítulo que nos ocupa.
Este capítulo podríamos decir
que es un bautismo, una catequesis bautismal. El trasfondo es este y hay muchas
cosas que, en realidad, valen para todos los cristianos. No se trata de cosas
que valgan solo para los monjes, sino que se trata de una breve exhortación
moral sobre la vida cristiana, que es, por tanto, deber de todos los cristianos.
Los dos primeros versículos
podrían titular todo el capítulo IV: amar a Dios y amar al prójimo. Estos
mandamientos del amor contienen en sí mismos todos los demás mandamientos. Así,
el Evangelio indica que todo está incluido ahí: el que vive realmente esto,
este amor a Dios y al prójimo, cumple todos los mandamientos. Sin embargo, la
forma de demostrar este amor por Dios y por el prójimo, es respetando los
mandamientos de Dios, de ahí que los primeros preceptos de este capítulo se
tomen del Decálogo: no matar, no cometer adulterio, no robar…
El versículo 6 de este
capítulo habla de no codiciar. La codicia es, de por sí, algo negativo, algo
peligroso. Sin embargo, es interesante el hecho de que san Benito en su Regla
utiliza esta palabra en sentido positivo. También en el v. 46 de este mismo
capítulo IV habla que podemos tener un anhelo espiritual, un impulso del
espíritu: la codicia del espíritu es una dinámica que nos lleva a Dios. Por lo
tanto, y en este contexto, san Benito vuelve a usar la palabra codicia para
expresar esta idea de deseo espiritual fuerte, para impulsarnos hacia Dios. San
Benito es muy valiente a la hora de usar esta palabra ambivalente: el peligro
es que esta codicia también puede orientarse en contra de Dios.
San Benito exhorta a anhelar
la vida eterna con toda la codicia del espíritu (concupiscencia-codicia) La
concupiscencia puede ayudarnos a ir a Dios con todas nuestras fuerzas. De este
modo, el Espíritu de Dios puede actuar en nuestra vida.
El capítulo IV resume las obligaciones
de la vida cristiana en 72 preceptos a los que se denomina «instrumentos de las
buenas obras», y que están basados principalmente en la
Escritura , bien de forma indirecta o literal.
En la
Sagrada Escritura aparece
citada la «vida eterna» en los siguientes libros:
Salmo 133,3; Daniel 12, 2; Mt. 19,16;
Mt 19,29; Mt. 25,46; Mc. 10;17; Mc 10,30; Lc 10,25; Lc 18,18; Lc 18, 30; Jn 3,
15-16; Jn 3,36; Jn 4, 14; Jn 4,36; Jn 5,24; Jn 5,39; Jn 6, 7; Jn 6,40; Jn 6,47;
Jn 6,54; Jn 6,68; Jn 10,28; Jn 12,25; Jn 12, 50; Jn 17,2; Jn 17,3; Hch 3,46;
Hch 13,48; Rm 2,7; Rm 5,21; Rm 6,22; Rm 6,23; Gal 6,8; 1 Tim 1,16; 1 Tim 6, 2;
1 Tim 6, 19; 2 Tim 2,10; Tit 1,2; Tit 3,7; Heb 5,9; Heb 9,12; Heb 9,15; 1 Pe
5,10; 1Jn 2; 1Jn 3,15; 1 Jn 5,11; 1Jn 5,20; Jud 1,21.
En estas referencias bíblicas
aparece de manera literal; sin embargo, de forma indirecta, aparece en muchos
más fragmentos del texto bíblico.
En la misma Regla encontramos
también en más capítulos de forma literal las palabras «vida eterna». Es muy
importante conocer toda la
Regla en
su conjunto, porque con frecuencia se puede explicar el significado de un
capítulo con otro/s capítulo/s, haciendo exégesis.
En la
Regla aparece
las palabras «vida eterna» en:
Prólogo 43; RB IV,46; RB V,3; RB V,10;
RB VII,11; RB LXXII,2; RB LXXII,12.
Vida eterna. Estamos de paso en este mundo, y no
hay cosa más prudente para el hombre que tener fija la mirada en el término
adonde se dirige.
Esta visión le pone en la pista de la
realidad de la vida, que está ligada a una realidad trascendental, Dios, donde tiene su origen y adonde,
en definitiva, se orienta. El tiempo es breve, pero esta brevedad no le resta
nada de la importancia decisiva que tiene frente a la eternidad que se avecina.
San Benito explica bien en la
Regla las
postrimerías, aunque no conserva el orden cronológico.
El anhelo de lograr la meta
suspirada constituye la aspiración constante del monje. Esta meta será la unión
definitiva con Dios, su visión cara a cara en la beatitud eterna. San Benito la
hace objeto de una concupiscencia espiritual, a la que el monje debe darse por
completo, sin miedo ninguno y con todas las energías de su ser. El goce de
aquella unión con Dios lo prepara con el deseo ardiente de obtenerla,
manteniéndolo a través del tiempo. Este anhelo es el rayo de luz que, en medio
de las tinieblas de la vida, le envuelven; es como una ilusión que abriga en su
corazón y lo dilata, siendo para él vivo acicate que le impulsa a correr por
los caminos de la perfección. Nótese que, literalmente, el texto del patriarca es como sigue:
“Desear la vida eterna con toda la concupiscencia espiritual”.
Del versículo 44 al 47 del
capítulo IV, san Benito nos habla de los novísimos: temer
el día del juicio. Esta es una relativización que nos ayuda en la vida
monástica de hoy: temer el día del juicio. Con la realidad de la muerte frente
a nosotros, muchos pequeños problemas, muchas peleas, juegos de poder, muchas
discusiones y enfrentamientos en nuestra vida, pierden importancia y gravedad
porque sabemos perfectamente que hay algo más importante que todo esto. Cuando
fallece una hermana en nuestra comunidad, cuando asistimos a esta hermana,
realmente nos damos cuenta de que todas estas peleas y discusiones no son
importantes, porque lo importante no es sino aquello que nos trasciende.
En este versículo 46, «anhelar
la vida eterna con toda la concupiscencia del espíritu», San Benito usa la
palabra concupiscencia. Emplea esta palabra, más bien ambigua, en sentido
positivo; así, la concupiscencia podría ser también una fuerza que nos permite
ir hacia Dios. Esta palabra que utiliza san Benito, probablemente para el
Maestro sería una palabra infame.
Todos estos instrumentos
expuestos en el capítulo IV nos permiten abrirnos a la acción del Espíritu,
siendo así que la vida espiritual no es más que una apertura al Espíritu. Para
ayudarnos a esta apertura en nuestra vida espiritual, san Benito nos encomienda perseverar en los
siguientes aspectos: novísimos (v.
44-47); temer el día del juicio (v. 44); sentir terror del infierno (v. 45);
suspirar con todo el afán espiritual por la vida eterna (v. 46); tener cada día
presente ante los ojos la muerte (v. 47).
Pensar en el futuro y en la muerte
inspira el presente, y san Benito quiere que después de pensar en el día del
Juicio final volvamos a nuestras tareas del día a día, por lo que se ratifica
que la escatología en este capítulo IV no es una fuga de la realidad.
San Benito pone este
instrumento en nuestras manos, que es de mucha importancia en nuestra vida
ordinaria: desear el Cielo. Este deseo nace en nuestro corazón si tenemos la fe
despierta. El Cielo es la vida desprendida de los sentidos, en compañía de los
santos, de los ángeles, con Dios y en Dios.
Denota poca fe no desear el
Cielo y el monje tiene que ser un hombre que tenga sus ojos continuamente fijos
en el Cielo. Más o menos implícitamente, el deseo del Cielo ha estado presente
en su entrada en el monasterio, ya que la búsqueda de Dios verdadera lleva
implícita el deseo del Cielo.
Si llevamos una vida un tanto
austera para la carne, es para alcanzar la gracia para que todos nuestros
hermanos lleguen a la vida eterna, ya que el Cielo es la patria y esta vida es
el viaje hacia ella. El pensamiento del Cielo encierra fuerza y valor para
todo, y hace mirar al horizonte para ver si se descubren ya las montañas de la
Patria. Para el verdadero creyente, es un consuelo pensar que cada día
está más cerca del término, del día más hermoso de su vida, en el que se le
anuncia que ha llegado al fin de su carrera.
Pero no todo deseo del Cielo es
igualmente puro. Se puede desear el Cielo para escapar de los males presentes,
del fastidio de una vida sin sentido, por deseo del gozo. Este no es el deseo
impaciente que san Benito quiere ver en sus hijos cuando nos dice que deseemos
con todas las fuerzas, con toda la codicia espiritual, el Cielo.
El deseo que nos propone san
Benito es un deseo puro y sobrenatural. El Cielo para el monje es Dios. Dios
contemplado cara a cara. Dios amado, Dios poseído. La penosa búsqueda de Dios
en la vida de oración deja lugar a la visión beatífica, a la contemplación sin
esfuerzo. La unión velada e imperfecta que recibimos a través de la gracia
santificante, se trasforma en la posesión intima y perfecta de Dios. En una
palabra: el Cielo es la liberación definitiva del pecado y sus consecuencias,
el abrazo eterno de Dios y del alma.
He aquí por qué el monje, cuya
vocación es buscar a Dios, cuya vida entera está orientada a esta búsqueda, ha
de suspirar por este Cielo tan deseado que le permitirá gozar eternamente de
Dios.
Tal es el deseo del Cielo que
ha de tener un hijo de san Benito. Y, además, quiere que este deseo sea
ardiente. Y no como consecuencia de estar hastiado del mundo, pues el hastío
del mundo, si está solo, únicamente puede producir amargura e impaciencia, no
puede producir ese ardor que san Benito nos propone. El amor de Dios es el que
inflama este deseo. Cuanto más amemos a Dios, más desearemos verle, amarle,
poseerle.
Por otra parte, la meditación
del Cielo y nuestros suspiros por él, servirán no poco para aumentar el ardor
de nuestro amor. Mirando al Cielo, descubrimos allí un lugar que Dios, con todo
su amor, nos ha preparado desde toda la eternidad.
Y ante esta contemplación
exclamaremos: “¿Quién me dará a mí alas de paloma para volar y descansar? Dios
mío, por ti suspiro, mi alma tiene sed de ti. ¿Cuándo veré tu rostro?”Si amamos
ardientemente a Dios, desearemos también ardientemente el Cielo. Miremos al
Cielo y esta mirada acrecentará nuestro amor a Dios. Solo de este modo podremos
amar a los demás con un amor auténtico, con el mismo amor que nosotros
recibimos de Dios y al que deseamos entregarnos con toda la
concupiscencia-codicia de nuestro espíritu. Tendemos a hacer divisiones entre
la vida contemplativa y la activa; en cada individuo, en comunidad o en la
sociedad, podríamos ver este instrumento que nos propone san Benito en su
capítulo IV en el versículo 46, como un instrumento poco práctico, y demasiado
místico, que en nada nos compromete con respecto a nuestra entrega y amor a
cada hermano. Es una visión muy errónea y, por desgracia, muy extendida aún
entre los que nos decimos seguidores de Jesucristo, porque el único amor que
merece ser dado y recibido es el mismo amor que nosotros recibimos de Dios. Es
más: nosotros no podríamos amar si no recibiéramos antes el amor de Dios,
manantial del único amor verdadero y eterno, ya que Dios es amor (1
Jn 4, 8). Es decir, si yo, como monja cisterciense, anhelo la vida eterna con
toda la concupiscencia de mi alma, en tanto en cuanto este anhelo es auténtico,
tanto más auténtico será mi amor para con cada hermana/o. Porque este deseo no
me exime de vivir entregándome en la praxis, tal y como el Señor lo desea, tal
y como Él quiere ser amado en cada una de mis hermanas de comunidad y en cada
alma que el Señor quiera encomendarme de manera especial, y en todas las almas,
porque nuestra entrega unida a la de Cristo ha de ser universal, siempre.
Hay un aspecto de la vida
monástica que es sorprendente: el acento puesto en las postrimerías. Pronto se
descubre en ello una plenitud de paz y alegría porque todo va dirigido a la
visión de Dios. Parece que el hecho de poner tanto esfuerzo en practicar
virtudes y evitar vicios tiene que conducir a la dispersión; pero no es así,
todo está relacionado y unido en el vínculo del amor. Cuando éste crece, el
monje progresa, como naturalmente lo hace en todas las virtudes ejercitadas con
aquel anhelo de vida eterna a la que san Benito quiere conducirnos, al
orientarlo todo hacia el interior, hacia lo esencial. Por tanto, cuando estamos
tentados de vanidad, de pereza, del mal humor o de celos, pensemos que el campo
de batalla no está en la superficie. El combate se entabla en nuestro interior.
Es como si san Benito nos
preguntara: ¿quieres la vida eterna?, ¿vives en la presencia de Dios?, ¿te
alimentas de su Palabra?, ¿oras con frecuencia? Todas estas preguntas son
llamadas a la interiorización. Y sabemos que el combate interior por la vida eterna
se realiza en íntima unión con Dios, aquí y ahora; por eso se nos dice que
estrellemos contra Cristo los malos pensamientos, puesto que en este combate Él
ya ha vencido.
Tales son los instrumentos del
arte espiritual. No precisamente para que queden consignados por escrito en
este capítulo de la
Regla , sino para ser manejados –nótese con
qué vigor se indica la continuidad del trabajo ascético – “incesantemente, día
y noche”. Es una labor que no admite descanso ni vacaciones. Sólo la muerte
temporal pondrá fin a la misma. Entonces será el momento de retornarlos y
recibir la paga por el trabajo realizado. ¿Y cuál es la paga? En realidad, no
la conocemos exactamente, ni podemos conocerla. El Maestro, siempre dispuesto a
hacer alarde de sus dotes de escritor imaginativo, brillante y barroco,
intercala aquí una soberbia descripción de las delicias del paraíso
inspirándose en la apócrifa Visio Pauli[2]: tierra
resplandeciente, ríos, riberas cubiertas de arbolado, frutos de estos árboles,
órganos, voces que cantan, la ciudad rutilante donde resuena sin cesar el aleluya…
(RM 3,84-89). Con una sobriedad de la mejor ley, se limita san Benito a aducir
un texto paulino: “lo que ojo nunca vio, ni oído oyó, lo que Dios ha preparado
para los que le aman” (1 Cor 2,9). Esto es lo mejor que puede decirse de la
inconcebible, la inimaginable recompensa.
Arte –u oficio–, instrumentos,
taller, incluso la remuneración del amo para quien trabaja: todo queda
perfectamente claro. Sólo los obreros –que hacia el final del capítulo hablan
en primera persona del plural (v.76-78)– no se nombran explícitamente. Pero
nadie duda de que los obreros son los monjes. Ya vimos en el prólogo (v.14)
cómo el Señor buscaba a “su obrero” en medio del gentío. Y en el capítulo VII,
el monje se considera como “obrero” en medio del gentío así como “obrero
purificado ya de sus vicios y pecados” (v.70) cuando haya coronado todos los
grados de humildad.
Esta es, pues, la visión de la vida
monástica que se desprende claramente del catecismo en forma de máximas que es
el capítulo IV de la
RB. El monje
es el obrero de Dios, que en el taller del monasterio y en compañía y comunión
de otros obreros que forman su familia religiosa, trabaja día y noche en un
oficio enteramente espiritual, manejando unos instrumentos también
espirituales, que son las virtudes, y esperando de la gracia y la misericordia
de su Señor que, el día bendito en que éste le pida cuentas y él le devuelva
los instrumentos, pueda recibir al fin la recompensa de sus afanes. “lo que ojo
nunca vio ni oído oyó…”
San Benito, nos invita,
mediante este instrumento de las buenas obras, a anhelar con toda la
“concupiscencia” espiritual la vida eterna, a entregarnos totalmente a Dios, de
tal modo abiertos a la acción de su Espíritu en nosotros que lo transmitamos
tal como lo recibimos a los hermanos, a cada hermano.
Buscando información sobre
este instrumento del capítulo IV de la
Regla de
san Benito, me ha sorprendido la tendencia a separar este instrumento junto con
los llamados Novísimos, explicándolos
como instrumentos que el monje utiliza en su relación directa con Dios,
comprendo esta forma de pensar y catalogar estos instrumentos, pero corremos el
riesgo de no percatarnos que son el fundamento para que los demás instrumentos
que decimos más prácticos, o con más relación a los demás, se vivan con
autenticidad desde el mismo amor que nosotros recibimos de Dios. Es así como
podemos darnos a los demás, siendo Cristo para el hermano y amando a Cristo en
el hermano.
Si anhelamos con toda la
codicia de nuestro espíritu la vida eterna, si es auténtico este deseo, en
nuestra vida para con los demás se transmitirá este deseo de Dios, viviendo
abiertos a su acción, recibiendo y dando lo que de Él recibimos.
Me pregunto: ¿hay un instrumento de
las buenas obras más “práctico” que este? si de verdad anhelamos la vida eterna
con toda la concupiscencia de nuestro espíritu, si somos consecuentes
cumpliremos o más bien viviremos el resto de los instrumentos que san Benito
expone en este capítulo IV, amaremos a Dios con todo el corazón, con toda el
alma y con todas las fuerzas, y desde este mismo amor amaremos al prójimo como
a nosotros mismos.
Yo nunca catalogaría el
instrumento «anhelar la vida eterna con toda la concupiscencia del espíritu»
como un instrumento que únicamente se refiere a la relación del monje con Dios,
ya que esta relación si es auténtica, esta unión a Dios ha de influir
ineludiblemente en la entrega del monje a Dios en cada hermano.
Hna. María Anunciación Montoro (O.Cist)
Monasterio Cisterciense de Casarrubios
- San Benito. Su vida y su Regla. Dirección e introducciones de D. Colombás García M. Versiones de D. León M. Sansegundo y comentarios y notas de D. Odilón M. Cunill.
Ed. Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). Madrid MCMLIV.
- La Regla de San Benito. Introducción y comentario por Colombás García M. Traducción y notas por Iñaki Aranguren. Segunda edición Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). Madrid MCMXCIII.
- Regla del Maestro. Regla de san Benito. Ildefonso M. Gómez O.S.B. Zamora 1988. Ed. Monte Casino.
- Vida espiritual en clave monástica. D. Eufrasio Carretón, O.S.B. Madrid 1997. Ed. Covarrubias.
- Breve comentario espiritual sobre la Regla de San Benito. Denis Huerre. Zamora 1987. Ed. Monte Casino.
Ed. Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). Madrid MCMLIV.
- La Regla de San Benito. Introducción y comentario por Colombás García M. Traducción y notas por Iñaki Aranguren. Segunda edición Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). Madrid MCMXCIII.
- Regla del Maestro. Regla de san Benito. Ildefonso M. Gómez O.S.B. Zamora 1988. Ed. Monte Casino.
- Vida espiritual en clave monástica. D. Eufrasio Carretón, O.S.B. Madrid 1997. Ed. Covarrubias.
- Breve comentario espiritual sobre la Regla de San Benito. Denis Huerre. Zamora 1987. Ed. Monte Casino.
[1] Regla autor anterior a la de Regla de San Benito, que algunos historiadores se la atribuyen a él mismo, escrita en su juventud.
[2] El Visio Pauli: o Apocalipsis de Pablo , fue escrita en el siglo IV y pertenece al Nuevo Testamento Apócrifos .
Muchas gracias María. La verdad es que no había caído en ese detalle. Gracias por su comentario y por su información
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