Es difícil elegir uno
de los instrumentos de las buenas obras que S. Benito enumera en el capítulo cuarto
de su Regla, pues de todos se puede sacar mucho provecho, incluso en nuestro
siglo XXI tan alejado al siglo que S. Benito vivió. Pero es quizás este
“instrumento” que he elegido el que sin duda puede contener en sí todos los
demás, pues sin este amor al Señor, ninguno de los demás instrumentos tendría
valor alguno; sin Cristo, el monacato no tiene sentido, sin este amor a
Cristo, la Regla no tendría razón de existir.
Sobre este capítulo
cuarto, podemos realizar una brevísima presentación: Además de observar los
diez Mandamientos –incumbencia de todo hombre y con los que S. Benito comienza
este capítulo-, los monjes deben practicar los otros “instrumentos de las buenas
obras”. Como S. Benito dice, debemos en primer lugar, amar a Dios sobre todas
las cosas, y amar después al prójimo como a nosotros mismos.
Se ha de manifestar esta misma
medida de amor y respeto mutuo entre los miembros de una misma comunidad, es decir,
se han de respetar los derechos de cada uno de los demás hermanos.
Pero para poder realizarlo, se
debe hacer uso constante de todos los “instrumentos de las buenas obras”,
evitando todo lo que pueda disminuir o perjudicar el buen nombre del “otro”.
Por tanto, se debe crear un hábito de caridad en las relaciones interpersonales,
aprovechando las oportunidades que ofrece la vida en común, olvidando el
chismorrear, la detracción causar daño a través de la murmuración o la falta de
cooperación.
Asimismo, mediante un genuino
interés por las necesidades de los demás en lugar de preocuparnos por las
nuestras en exclusiva, creceremos en el propio conocimiento, que desarrolla
aquella humildad, base de toda virtud.
Entre otros medios de perfeccionamiento
espiritual, también S. Benito tiene en cuenta pequeños consejos que matizan la
vida del monasterio, los deferentes aspectos de renuncia, abnegación y sujeción
de la carne al espíritu, dominando las tendencias inherentes a la naturaleza
humana, los pensamientos y verdades profundas que rebasan los límites el tiempo
y que introducen al monje en un ambiente de eternidad, y una serie de otros
medios de santificación más específicos de la vida monacal.
Se ha interpretado de
varias maneras la frase instrumenta bonorum operum. Pero dando de
mano a sutilezas inútiles y teniendo presente el final del capítulo (v. 75-78),
resulta evidente que aquí se trata de “instrumentos” de trabajo, naturalmente
en sentido metafórico, que el monje debe emplear constantemente en la obra de
su perfección espiritual.
Como S. Benito no sigue un orden
lógico se podrían agrupar estos instrumentos según un esquema que facilita la
comprensión de este capítulo:
1-9: El decálogo.
10-13.: Abnegación y renuncia.
14-19: obras de misericordia.
20-21: Absolutismo por Cristo
22-23: Dominio de las malas
tendencias espirituales y corporales.
44-47: Novísimos.
48-73: Otros medios de
santificación:
48-49: guarda de sí mismo;
50: manifestación de la
conciencia;
51-54: silencio y seriedad;
55-56: lectura y oración;
57-58: compunción;
59-64: superación del orgullo y
de la sensualidad;
65-73: ejercicio de la caridad.
74: Abandono en las manos de
Dios.
75-78: Exhortación conclusiva.
La mayor parte de estas
sentencias proceden de la Sagrada Escritura, y el resto, de una tradición
difícil de precisar, aunque es posible hallarlas en escritos anteriores a S.
Benito y al Maestro[2].
“Éstos son los instrumentos del
arte espiritual”[3]. A primera vista, la
forma de las sentencias aparece como un sermón de moral, pero cuando la
consideramos más detenidamente, descubrimos que se trata de nuestra relación
con Cristo; Él es el principio y el fin de estas prescripciones. Él es su
cumplimiento. Él es la vida eterna, el gozo profundo, la incesante oración, la
alegre penitencia. ¿Cómo podríamos, por ejemplo, tener sin Cristo
constantemente ante la vista, la amenazadora muerte? Con Él, ya no es la destrucción
inútil de la vida. Y ¿cómo podríamos llorar cada día nuestras culpas pasadas?
S. Benito no exige que estemos constantemente mirándonos y analizándonos, sólo
quiere que expongamos a la luz radiante de Cristo todo nuestro ser y la dejemos
penetrar en él, precisamente porque somos tan pobres y débiles. En Él nuestras
más sencillas acciones quedan transfiguradas.
Estos instrumentos son llamados
del arte “espiritual”. Porque, entendiendo esta palabra en su sentido pleno, se
refiere al Espíritu Santo que obra en nosotros y purifica nuestro corazón. El
Espíritu que habita en nosotros disuelve la aparente contradicción entre
alegría y renuncia. Por esto, según la intención y la praxis de la
Iglesia, oración y ayuno son inseparables. Toda ascesis cristiana es amor y
conduce al amor.
La última frase tenemos que
leerla con atención: “La oficina donde hemos de practicar con diligencia todas
estas cosas, es el recinto del monasterio…”[4]. Donde y
con diligencia. Aquí, en el monasterio, con diligente amor, pues el
monasterio es el lugar donde se aprende y ejercita la caridad en toda su
plenitud.
Presentados los instrumentos, S.
Benito invita –y se invita- a poner manos a la obra. Vale la pena, dice: ¡Es
tan grande el premio!
“Si los usamos día y noche, sin cesar, y
los devolvemos el día del juicio, nos recompensará el Señor con aquel galardón
que tiene prometido: Que ni ojo vio, ni oído oyó, ni el hombre entendió
lo que Dios tiene preparado para los que le aman
1- No anteponer nada al amor de Cristo
“Nihil amori Christi praeponere”. Esto es lo que S. Benito nos propone como uno de los instrumentos de las buenas obras que él cita. Esta idea es básica en la Regla y con palabras casi iguales, la repite varias veces[5].
Que nada se ha de
anteponer al amor de Cristo. Es una idea medular en la
Regla. Es la ciencia de las ciencias, que el monje ha de aprender y
ha de llevar a la práctica en la escuela del servicio divino, que
es el monasterio[6].
El amor tiende
instintivamente a crear una jerarquía entre las personas a las que se ha de
amar. Lo supone este instrumento. Por eso, pide, de manera tajante, que la
parte más alta de la pirámide de todo lo que nosotros podamos amar, la ocupe
Cristo. Por encima y antes del amor a Cristo, no ha de haber nada –nihil
praeponere-. Algo muy fácil de comprender y aceptar, pero no tan fácil de
llevar a la práctica.
Este instrumento
proclama el absolutismo por Cristo; no puede existir para el monje la
neutralidad entre los dos reinos que se oponen mutuamente: el de Jesucristo y
el mundano. Las costumbres monásticas llevan consigo todo un acervo de formas
totalmente opuestas y a menudo, incomprendidas por el mundo. Tiene éste sus
principios y de ellos arranca su vida y su actuación, con normas y puntos de
vista que le son propios y que el monje ha abandonado en absoluto, Cuando el
monje quiere acortar las distancias que le separan del mundo, corre el riesgo
de ser arrastrado por su fuerza atractiva y deleitosa que le privará de
acercarse a Dios. Y por lo mismo, su vida no tendrá razón de ser si no es
abandonando el mundo totalmente, para no tener otro amor, ideal y objetivo que
Cristo. Éste es el centro de sus ilusiones y aspiraciones todas, el centro de
gravedad de toda su vida espiritual.
Este instrumento es,
en realidad, una formulación sólo verbalmente diferente del primero y mayor de
todos los mandamientos (y que aparece también como primer instrumento que S.
Benito cita): Amarás al Señor con todo el corazón… Se nos
dice con todo. Pero este todo no es exclusivista,
sino complexito: a Dios y en Dios, a todo. Esta jerarquización de nuestro amor
(de la que ya hemos hablado), no supone una disminución del amor hacia nadie.
Todo lo contrario: es una potenciación de nuestro amor a todos los niveles.
Cuando, del horizonte de nuestro amor, desaparece el amor a Dios, o simplemente
el amor a Dios es suplantado de hecho por toros amores, nuestra capacidad de
amar se debilita y trastorna, tiende fatalmente a convertirse en egoísmo, en un
amarse a sí en los demás, para terminar, casi irremediablemente, en una
utilización de los demás o en un falso amor a sí mismo; y es falso, porque, en
definitiva, el amor desordenado a sí mismo es autodestructivo.
La santa Regla, claro
eco, como siempre del Evangelio -que es su fuente suprema, pues S. Benito
escribe: “…sigamos sus caminos, tomando por guía el Evangelio”[7], nos pide, de forma
contundente, que no antepongamos nada al amor de Cristo. Pues bien, si somos
sinceros y, sobre todo, si tenemos suficiente clarividencia, habremos de
confesar que, por desgracia, en la práctica, aún anteponemos no pocas cosas al
amor de Cristo. Suele suceder que, por atolondramiento, o por deformación
inconsciente de la conciencia, o por otras causas, pensamos que nuestra vida
espiritual no va mal en este punto, que hacemos todo lo que podemos. Esto no es
verdad nunca. Siempre nos queda no poco camino por recorrer. ¿Quién no antepone
algo al amor de Cristo?
Descubrir esto es una
gracia de Dios. Verse pobre, pero saberse, al mismo tiempo, capaz, con la ayuda
de Dios, de superar esa pobreza, es la mejor prueba de una buena salud
espiritual.
La actitud de S.
Pedro, antes y después de la Resurrección, es modélica. Antes, Pedro se
creía capaz de todo… y sucumbe vergonzosamente; se fiaba de sí. Luego, cuando
ha experimentado su miseria y ha contemplado el triunfo del Maestro, Pedro se
sitúa correctamente: Tú sabes que te amo… que te amo yo, Pedro. El
que hace sólo unos días te traicioné, el que dijo que no te conocía, el que te
abandonó cobardemente. Pedro ha palpado con toda crudeza su miseria, y ha
palpado también la misericordia sin límites de Dios. Ahora sí está dispuesto de
verdad a no anteponer nada al amor de su Maestro, ahora que conoce y acepta
sus limitaciones.
¡Ojalá se diera en
nosotros la madurez del Pedro de después de la Resurrección! Que
pudiéramos decir de corazón siempre, conscientes de nuestro negro pasado,
humildemente, pero seguros que el Señor nos sigue amando aún: Señor Tú
sabes que te amo…
El secreto de una
vida espiritual sana y con futuro, es un amor sincero y humilde. El que ama
sinceramente es incombustible, porque el amor es una fuerza que tira
incansablemente de uno hacia el objeto amado. Es como un imán que arrastra y es
arrastrado. El peligro está ñeque el amor se desvirtúe. Y el amor se desvirtúa,
cuando el orgullo se abre paso, entra en uno. Y del amor hace egoísmo. El
humilde soslaya instintivamente este escollo, porque la humildad es luz y es
alarma que permite ver las cosas como son y ver los riesgos que pueden
presentarse.
El Pedro de antes
de la Resurrección ama sinceramente, pero a su modo: seguro de sí,
infravalorando a sus compañeros, plus his. El Pedro de después
de la Resurrección es ya otro: Tú sabes que te amo… que
te amo a pesar de ser quien soy.
A la luz de los
textos del Nuevo Testamento que nos hablan de Cristo, comprendemos cómo S.
Benito, cuya regla está completamente sometida a la luz de la caridad”[8], tiene razón en
exhortar a sus discípulos a “no anteponer nada al amor de Cristo[9]. El amor es el único
medio que tiene el hombre para entrar en una verdadera relación con Dios y con
sus hermanos. Hablamos del amor que procede de una fe viva. Es la ilusión de la
vida del monje. El ideal que le hace avanzar en el camino de la perfección. S.
Benito, parece no saber terminar sin recordarlo una vez más. La adaptación y
configuración perfecta con Cristo es la obsesión del alma del Patriarca, y
quiere dejarla en herencia a sus hijos. Es un amor exclusivo (que no
exclusivista, como ya apuntamos), absorbente, intenso y perenne que envuelve al
alma y la arrastra, desprendida de todo, en pos de Aquel que la nutre cada día
con su propia sustancia, la eleva con Su gracia y ha de saciarla un día con la
visión de Su esencia.
Tal vez la proximidad
del precepto contenido en el instrumento 21 con los que inmediatamente le
preceden le fue sugerida a S. Benito por el testo de Santiago: La
religión pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar a los
huérfanos y las viudas en la tribulación y no dejarse contaminar por el mundo [10]. Lo cierto es que los
instrumentos 20 y 21 son de carácter general, que ambos están estrechamente
ligados entre sí y se complementan mutuamente, y que tienen como meta orientar
la vida, señalando la dirección que hay que evitar y el camino que conviene
seguir. Nos encontramos nuevamente con la alternativa ya señalada desde el
Prólogo: el mundo o Jesucristo en su absoluto antagonismo; no es posible
permanecer neutral: hay que pertenecer por entero a uno o a otro.
Pero si nos alejamos del mundo no
es sino para acercarnos más a Dios. Ningún amor creado por una hermosura creada
podrá superar el amor que nos une a Cristo. Esta sentencia era del agrado de S.
Benito que la repite en el capítulo 72 de su Regla[11]. Los comentaristas
indican Mt 10, 37-38 como fuente de este texto, pero parece más bien de
inspiración patrística. En la Vida de S. Antonio leemos: Su
palabra, llena de encanto, consolaba a los afligidos, enseñaba a los ignorantes
y reconciliaba a los desunidos: exhortando a todos a no anteponer nada al amor
de Cristo[12]. Y S. Cipriano había
escrito también en su tratado del Padrenuestro: No anteponer nada
absolutamente a Cristo[13], porque Él no antepuso
nada a nosotros.
Este “no anteponer
nada”, debe ser enérgico, rotundo, con la fuerza de lo irrevocable. Una vez por
todas, el monje ha colocado el amor a Cristo por encima de cualquier otro amor.
Y es que un monje, se
propone sacar de sí un Cristo. Lo primero que tiene que hacer es tomárselo en
serio, resolverse: La vida no es broma, ni se resuelve con paños calientes:
“Ante todo, amar a Dios Señor de todo corazón, con toda el alma, con
todas las fuerzas” (primer instrumento citado). Los siguientes hasta el noveno,
le dicen que no se puede amar a Dios de pico: hay que ser honrado y bueno de
verdad. Pues si su meta va a ser resultar un Cristo, necesita conocerle,
estimarle hasta ser capaz de todo lo que sea preciso: No anteponer nada
al amor de Cristo[14]. Esto es vital.
2- Catena Christi: El
cristocentrismo de S. Benito
Si existe una Regla
monástica cristiana, ésta es la de S. Benito; Su Regla empieza
con Cristo[15] termina con
Cristo[16]. Pero entre el
principio y el fin de la Regla el nombre de Cristo reaparece a
menudo, y el recuerdo de la doctrina, del ejemplo, del amor de Cristo, se
adivina constantemente en todos los textos legislativos del Código.
Comparando la Regla de S. Benito con las Colaciones
(Colationes) de Juan Casiano, se percibe que S. benito ha procurado
unificarlo todo –lo legislativo y lo espiritual-, en la presencia y vivencia
cristocéntrica. Mientras Casiano prefiere exponer los caminos y modos de
alcanzar la perfección[17], S. Benito repite que
nada debe preferir el monje al amor de Cristo[18] y que nada
antepongan absolutamente a Su divina Persona[19] pues sólo
Él puede conducirnos a la vida eterna.
Pocas fórmulas en
efecto, suenan en el Código con tanto vigor preceptivo y exhortatorio
como nihil amori Christo praeponere[20], “Christo omnino
nihil praeponant”[21]. Este absolutismo por
Cristo es para el monje de la escuela benedictina la
meta convergencia de toda sus ilusiones y aspiraciones, y el centro
de gravedad de toda su vida espiritual tal y como nos dice Colombás. El crisitocentrismo
de S. Benito en su Regla es prueba fehaciente de su particular carisma
monástico.
Realmente, el
abandono de la casa paterna y de todo por parte de S. Benito, nos recuerda
también las vocaciones apostólicas[22] las
condiciones de la renuncia absoluta que Jesús exige a los invitados a
seguirle [23].
En efecto, es posible
descubrir en la vocación de S. Benito una reproducción de las vocaciones
apostólicas. Su vocación es una vocación de raíz evangélica y recuerda asimismo
el prototipo de la vocación monástica, igualmente evangélica: La de S. Antonio
Abad, según la describe S. Atanasio (Vita Antonii, 2). Es, sin duda, el
dejarlo todo (familia, casa, bienes, estudios, un futuro prometedor, la
posibilidad de formar una familia, etc.), con el único objetivo de buscar a
solo Dios y por el único motivo del puro amor absoluto de Dios. Si tenemos
además presente el cristocentrismo que S. Benito imprime a su Regla y que cifra
esplendorosamente en el axioma nihil amorem Christi praeponere, no
anteponer nada al amor de Cristo y casi idéntico en[24], no nos
quedará duda alguna ya que la propia vocación del patriarca de los
monjes de Occidente ha sido tal como la expresaría en su obra: una auténtica
vocación evangélica, es decir, del seguimiento de Cristo, de la búsqueda de
Dios en Cristo, del amor total a Cristo. Y es que en la Regla no hay
nada que se salga del Evangelio; este mismo instrumento que comentamos es un
claro exponente de que la Regla está basada en el Evangelio, en
Cristo.
En este instrumento,
S. Benito da una llamada de renuncia al mundo y todo lo que lleva consigo Su
amor. En este instrumento ofrece la motivación de esta renuncia: para seguir a
Cristo. El seguimiento lo expresa aquí, de un modo radical, y que siempre será
actual.
No preferir nada al amor de Cristo. Lo más radical está en el “nada”. Y la
finalidad es llegar al amor total a Cristo.
3- Vida litúrgica y “no anteponer nada al amor de Cristo”
S. Benito describe largamente el Oficio Divino –el Opus Dei-, al cual no se
ha de anteponer cosa alguna[25] -ada, pues, se
anteponga a la Obra de Dios- ero esta expresión de Opus
Dei revestía para los antiguos una significación más extensa,
abarcando la totalidad de la vida ofrecida a Dios. S. Benito, sin embargo, le
da un sentido más restringido: para él, el Opus Dei es el
Oficio Divino. Además, en la Regla, S. Benito da algunas notas sobrias
sobre la oración personal, en el capítulo 20, que trata de las disposiciones
interiores del que ora, y más genéricamente en el capítulo 4 sobre “los
instrumentos de las buenas obras”.
La vocación del monje, como la de todo cristiano, es la unión con Dios y
para éso es necesario no anteponer nada a Cristo o como dice también el
capítulo 72, 11: No anteponer absolutamente nada al amor de Cristo;
sin esto, no pensemos en lograr dicha unión íntima y personal con Cristo; tal
unión, el monje busca realizarla, en la fidelidad a los impulsos de la gracia,
ya en esta vida, y en ella tal unión sólo puede darse en la oración. La Regla dirige
los actos del monje, ordena su vida, establece sus trabajos, de modo que le sea
posible mantener esa orientación hacia Dios en un clima de oración
que es donde encontraremos que solo Dios es el Único que llena nuestra vida y
al que no es lícito anteponerle nada. Toda la vida del monje es Obra de Dios,
pero hay un sector privilegiado de ella que lo es de manera particular, hasta
acaparar la denominación.
S. Benito usa la misma expresión, con el verbo praeponere, para
referirse una vez a la Obra de Dios: Nada, pues, se anteponga
a la Obra de Dios[26], y dos veces a Cristo y
Su amor. “No anteponer nada al amor de Cristo[27]; no anteponer
absolutamente nada a Cristo[28]. Es significativa esta
aproximación, que confirma el sentido totalizante, por su representatividad,
de la Obra de Dios, acercada ahora al mismo Cristo. En la oración, el
amor a Cristo encuentra su expresión, se vuelca el deseo de Dios y se realiza
lo que es central para la vida monástica. Cristo, modelo y maestro, así es
constantemente presentado en la Regla, es cercano y asequible, y está en
una relación continua con el monje que nada debe anteponer a Su amor.
CONCLUSIÓN
Este capítulo cuarto no es más que una colección de preceptos, consejos, sentencias y normas de vida cristiana y monástica, redactados en forma breve que facilita su memoria. Por lo común proceden de la Sagrada Escritura o son principios de moral cristiana ya existentes en otros autores.
Este capítulo de la
Regla, a nadie se le hubiera ocurrido, ni hoy ni en los siglos próximos
pasados, incluirla en una regla destinada a personas consagradas. En este
capítulo, en efecto, aparecen los grandes principios de iniciación a la vida
cristiana, como los mandamientos, las obras de misericordia, los pecados
capitales, los novísimos, etc; junto, es verdad, a otros principios de alta
espiritualidad. Es que S. Benito como todos los maestros del monacato antiguo,
tenían muy claro lo que hoy, tal vez, no lo tenemos tanto: que la vida
espiritual ha de regenerar al hombre desde sus raíces, y que, si esto no se
hace, se construye sobre arena. Claro que S. Benito se apresura a abrir
horizontes muy amplios y muy altos y a urgir al monje a lanzarse hacia ellos[29].
Como hemos podido
ver, este instrumento de “no anteponer nada al amor de Cristo”, es quizás uno
de los más importantes, sin excluir a los demás, pues como ya apuntamos, el
monje se hace monje por amor a Cristo y todo lo hace por él. Ningún sentido
podrían tener la mayoría de estos instrumentos, si no están referidos a crecer
en Cristo, este es el sentido último de todos estos instrumentos. Si Cristo no
está presente en ellos, muchos se quedarían en simples preceptos morales; pero
S. Benito, en este capítulo, por activa y por pasiva introduce siempre a Dios y
a Cristo para que no olvidemos el por qué de estos instrumentos y así, ya el
primero que cita es el más importante y es el primero también dentro de los
Mandamientos: “Ante todo, amar al Señor Dios de todo corazón, con toda el alma
y con todas las fuerzas”: In primis Dominum Deum diligere es toto corde,
tota anima, tota virtute[30].
No me quiero extender
en esta conclusión, pues ya hemos comentado este instrumento, pero quiero
terminar con una frase del Santo Pontífice, Benedicto XVI que nos recuerda que
el monje no debe anteponer nada al primer trabajo que le debe ocupar (la
alabanza divina, la oración), es decir, que no debe anteponer nada al amor de
Cristo.
Soy un joven que ha descubierto este mensaje hace poco tiempo y le he dado mi sentido personal, ya que mi cristiandad es aún pequeña, que paso a comentarle: "no anteponer nada al amor de Dios". Para mi ese amor viene primero hacia mi, en forma de misericordia, y espero que me ayude en mi humildad, ya que se que será difícil corresponder a tal amor, prefiero sentir que Dios me ama, y es el sentido de mi vida. ¿que piensan de esta interpretación?
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