8 de marzo de 2025

VERDAD Y VERDADES CATÓLICAS (SÍNTESIS TEOLÓGICA)



INTRODUCCIÓN

         Voy a realizar un trabajo de síntesis exponiendo el orden y la relación de las verdades reveladas que la Iglesia a lo largo de los siglos ha ido presentando. Para ello, recurriré a la enseñanza de la Iglesia Católica que encontramos en el Catecismo de la Iglesia Católica y en los diferentes documentos del Magisterio. Al libro El orden de las verdades católicas y sus preámbulos. También consultaré los distintos Manuales que he estudiado en los tres cursos de Ciencias Religiosas y otros.

         Primero hablaré de: La Verdad de los misterios cristianos, donde sintetizaré en los subtítulos: Nuestro conocimiento y nuestro lenguaje pueden llegar a Dios. La revelación de los misterios cristianos y la respuesta de, ¿Cómo y dónde encontrar la revelación? Segundo: El misterio de Cristo: Testimonios sobre Jesús. La persona del Hijo en dos naturalezas. ¿Cómo nos ha salvado Cristo? María, Madre de Dios y nueva Eva. Tercero: El Misterio de Dios: Los nombres de ser y amor resumen el misterio de Dios. El misterio de la Santísima Trinidad. Cuarto: La creación y el fin de las criaturas. Creación y origen de las cosas. Creación invisible y creación visible. Lo que ni ojo vio ni vino a la mente del hombre. De la situación de pecado a la justificación. Quinto: El misterio de la Iglesia. La relación esencial entre Cristo y la Iglesia. La liturgia y el régimen sacramental de la salvación. La vida del mundo futuro.

I. LAVERDAD DE LOS MISTERIOS CRISTIANOS

Para darse a conocer de modo más explícito Dios se reveló para que el hombre, que podía conocerlo por la razón a partir de las cosas creadas, pudiera llegar a un conocimiento más profundo mediante la fe. La revelación ilumina incluso aquello a lo que la razón puede llegar por sí sola. “Por una decisión enteramente libre, Dios se revela y se da al hombre. Lo hace revelando su misterio, su designio benevolente que estableció desde la eternidad en Cristo en favor de todos los hombres”[1]. Y el Concilio Vaticano II dice: “Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina”[2].

1. Nuestro conocimiento y nuestro lenguaje pueden llegar a Dios

El Catecismo comienza la exposición de la profesión de fe con el título: el hombre es “capaz” de Dios (CEC 27-49), donde trata el deseo de Dios (CEC 27-30), el acceso al conocimiento de Dios (CEC 31-38), y el lenguaje sobre Dios (CEC 39-43).

La capacidad natural del hombre de acceder a Dios conlleva que el hombre tiene una estructura que le hace posible llegar a Dios a través de su razón, entendiendo por esta dimensión humana abierta a la trascendencia que le permite acoger con el entendimiento y desear con la voluntad la plenitud divina. “La Santa Madre Iglesia, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas”[3].

La criatura participa del ser de Dios, aunque de una manera muy lejana de su plenitud, por eso podemos conocerle a Él a partir de la creación pero de una forma limitada, analógica. La analogía es el modo más adecuado para hablar de Dios, contando con los límites del lenguaje humano. A través de la analogía podemos llegar desde una realidad conocida a otra realidad más lejana que nos resulta difícil de conocer. Esto, “quiere decir que sobre Dios podemos hacer afirmaciones verdaderas, pero muy limitadas, por ejemplo, podemos decir de Dios que es bueno, pero su bondad es muy superior a cualquier bondad que encontramos en las criaturas”[4].

2. La revelación de los misterios cristianos y la respuesta de fe

Dios ha querido revelarse y por eso dispuso en el hombre la capacidad de la razón y la posibilidad de la fe, como dos instancias distintas pero unidas. El hombre, que fue creado con la capacidad natural de acoger el don divino, recibe en la revelación la comunicación de Dios que se da a conocer y le comunica que su fin último es la salvación[5]. Para realizar este plan salvífico Dios ha hecho al hombre partícipe de sus dones. Así, el hombre está dotado de una razón capaz de acoger la  revelación por la fe[6].

El Concilio Vaticano I en su constitución Dei Filius subrayó de manera especial el carácter sobrenatural de la Revelación. Cristo Jesús, «mediador y plenitud de toda la Revelación» (DV 2). Dios nos ha dicho todo en su Verbo y no habrá otra revelación (cf. CEC 65-67. Y en la Carta a los Hebreos: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo”[7].

Ante la revelación divina la respuesta adecuada es la fe, que es, la libre adhesión a Dios y a lo que Él ha revelado[8]. La fe es la virtud teologal por la que creemos en algo fiados en quien nos lo revela o manifiesta. Para que el hombre llegue a Dios «la puerta es la fe»[9], que lo introduce en la vida de comunión con Dios y le permite la entrada en su Iglesia, que está siempre abierta para nosotros. Cruzar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida, y ese camino comienza con el Bautismo[10], con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre. Profesar la fe en la Santísima Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) equivale a creer en un solo Dios que es Amor[11].

Frente a las propuestas del racionalismo, que intentaba someter todo a la razón humana el Concilio Vaticano I en la Constitución Dei Filius, recordó los límites de conocimiento humano acerca de Dios. Él mismo quiere revelarse a nosotros de una manera que sobrepasa nuestras fuerzas y nuestras mismas expectativas de relacionarnos con Dios[12].

3. ¿Cómo y dónde encontrar la revelación?

La Dei Verbum subraya que la Tradición y la Escritura, están indisolublemente unidas: brotan de la misma fuente, de la revelación (ambas son de hecho “tradición en sí misma”), corren por el mismo caudal (viven en la misma Iglesia), tienden al mismo fin (transmitir la revelación). La Biblia no es la revelación, sino testigo de la misma. Ha nacido de la Iglesia y sólo en ella puede cumplir su función de ser transmisora en el presente de la revelación de Dios, su autodonación. Por ello, está en absoluta armonía con la tradición, pues de hecho la Biblia también es un fenómeno de tradición eclesial, pero con la peculiaridad de estar divinamente inspirada[13].

La Biblia es el testigo divinamente inspirado del acontecimiento histórico de la revelación, que inició desde antiguo con los patriarcas, preparando durante siglos la plenitud alcanzada en la Encarnación, y especialmente en el Misterio Pascual. Por este motivo, la Biblia es inseparable de la Iglesia. Es un elemento más de la vida de la Iglesia, con un papel fundamental en su única misión de hacer presente y accesible hoy la revelación (la autodonación de Dios) a los hombres[14]. Y, “Mediante la revelación divina quiso Dios manifestarse a Sí mismo y los eternos decretos de su voluntad acerca de la salvación de los hombres, “para comunicarles los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión de la inteligencia humana”[15].

II. EL MISTERIO DE CRISTO

De Cristo afirmó san Juan: “En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios... y el Verbo se hizo carne”[16]. La vida de Jesús es toda ella una realidad misteriosa; su existencia entera, que arranca de la eternidad, discurre en el tiempo y refluye en la eternidad, constituye un único gran misterio. Porque nos son únicamente misterios los acontecimientos más relevantes de esta existencia, sino todos sus momentos, incluso los que en apariencia son insignificantes. “En Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la salvación en favor de los hombres”[17].

El misterio queda constituido por una larga serie de acontecimientos concatenados entre sí, mediante los cuales Dios nos salva, y que culminan en Jesús, el salvador del hombre. Incluso, en esta perspectiva, el misterio por excelencia es Jesús en persona, si bien todos los momentos de su vida son realidades misteriosas o misterios, aunque en sentido derivado[18].

1. Testimonios sobre Jesús

A la luz de los escritos del Nuevo Testamento, vemos que Jesús compartió la vida de sus contemporáneos, y que fue verdadero hombre sin dejar de ser verdadero Dios.

         La investigación histórica y teológica sobre la vida de Jesús que desde el siglo pasado suscitó diversas y encontradas posturas ha recogido sus puntos en la afirmación comúnmente admitida hoy de una continuidad entre el Jesús predicador y el Jesús de la historia.

         Jesús de Nazaret es el Mesías prometido y esperado, quien realiza todas las expectativas como Hijo de Dios y Salvador del hombre, el salvador que vence a la muerte como último obstáculo que atenaza y elimina al hombre a través de su entrega en la cruz y su resurrección.

         Toda la vida, obras, palabras del salvador desvela la salvación de Dios ofrecida al hombre. Asumiendo nuestra condición humana como instrumento de salvación. Por eso, todos los misterios de la vida de Jesús son los misterios de salvación, cuya recapitulación podemos encontrarla en el misterio pascual: su muerte, resurrección, ascensión y envío del Espíritu[19].

         La Iglesia, animada por el Espíritu y a la luz de la experiencia pascual, relee la persona de Jesús desde los “títulos” que habían servido ya en el Antiguo Testamento para delinear la esperanza mesiánica, y a su vez emplea categorías como recapitulación, primogénito, imagen con las que expresa su fe cristológica.

2. La persona del Hijo en dos naturalezas

Partiendo de las enseñanzas de la Escritura los cristianos expresaron con la mayor exactitud posible la armonía de los aspectos humanos y divinos de Cristo.

En los primeros siglos la Iglesia vivió intensamente la formulación del dogma cristológico. Un sin fin de autores, herejías (Docetismo, Adopcionismo, Arrianismo, etc.) y concilios fueron desgranando y ajustando las definiciones conciliares, todas ellas encaminadas a la proclamación de la doble naturaleza de Jesús, humana y divina, verdadero hombre y verdadero Dios.

Los Concilios de Nicea (325) y Éfeso (431) prepararán la definición dogmática de Calcedonia (451), momento cumbre del dogma cristológico: “Jesucristo, el Hijo del Padre hecho hombre, es una existencia concreta, una persona concreta, en la indivisa e inconfusa realidad de dos naturalezas perfectas”. «[…]. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo, Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de Él nos enseñaron los profetas, y el mismo Jesucristo, y nos lo ha transmitido el Símbolo de los Padres»[20].

El clima teológico y la interpretación del Concilio de Calcedonia servirán de base para nuevas profundizaciones del dogma cristológico expresadas en los concilios Constantinopolitanos II y III.

3. ¿Cómo nos ha salvado Cristo?

El centro del designio salvador del Padre es Cristo, verdadero protagonista de la historia salvífica; verdad que se encuentra en todo el Nuevo Testamento y de una forma particular en los himnos de Efesios y Colosenses y en el mismo prólogo de san Juan[21].

El Hijo realiza el plan de Dios. En el momento culminante en que se hace hombre, el Padre nos da a conocer y nos comunica el misterio eterno de nuestra vida: elegidos “en El”, redimidos de nuestros pecados “por su sangre” para hacernos una familia de hijos, destinados a “reunirnos” en Cristo y a comprender que Cristo es el corazón y la cumbre, el principio y el fin del plan amoroso de Dios sobre todos y cada uno de los hombres “me amó y se entregó por mí”[22].

Toda la vida de Cristo es misterio de Redención, que nos viene ante todo por la sangre de la cruz[23], pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo: en su Encarnación porque haciéndose pobre nos enriquece con su pobreza[24]; en su vida oculta donde repara nuestra insumisión mediante su sometimiento[25]; en su palabra que purifica a sus oyentes[26]; en sus curaciones y en sus exorcismos, por las cuales “él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades”[27]; en su Resurrección, por medio de la cual nos justifica[28].

El principio soteriológico afirma que únicamente lo que el Verbo asume puede ser salvado. Si Cristo no hubiese poseído una voluntad humana, no hubiese podido redimir la nuestra. Es en ella que Cristo funda su capacidad de merecer nuestra salvación. La Iglesia siempre ha pensado y lo explicitó en Trento, que Jesús mereció nuestra justificación lo que supone la existencia de una voluntad humana libre. Y el Concilio de Constantinopla III afirmó que la voluntad humana está sometida a su voluntad divina[29].

4. María, Madre de Dios y nueva Eva

“El dogma de la maternidad de María es el tema central de toda la Mariología. El da sentido y hace comprensible todas las verdades que la teología cristiana afirma de María. María es inmaculada para ser digna madre de Dios; virgen para realizar con toda plenitud su consagración a la obra y la persona de su Hijo”[30]

San Cirilo de Alejandría explica el título de Madre de Dios en la segunda carta escrita a Nestorio, y que fue aprobada por el concilio de Éfeso (431). “No nació primeramente un hombre cualquiera de la santa Virgen y luego descendió sobre él el Verbo, sino que, unido desde el seno materno se dice que se sometió a un nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne [...] De esta manera ellos [los santos Padres] no tuvieron inconveniente en llamar Madre de Dios a la santa Virgen…” (DH 251).

Para ser la Madre del Salvador, María fue “dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante”[31].

El tema paulino del nuevo Adán ha llevado a los Padres de la Iglesia a descubrir el de la nueva Eva. De María se puede afirmar que es la restauración mejorada de Eva. Y en cuanto a la nueva Eva, María se integra, subordinadamente en el misterio de Cristo, nuevo Adán, como socia, madre y mujer. María ejerce en relación a la mujer una salvación de la Eva seducida, llevando el sexo femenino a su imagen primordial[32].

III. EL MISTERIO DE DIOS

Hablar de Dios como misterio incluye el significado general de misterio (realidad incomprensible y secreta), así como el sentido paulino de plan divino de salvación. Estas perspectivas convergen en Jesucristo, que siendo verdad oculta y escondida se ha manifestado en la historia.

         El Padre tiene la iniciativa. Desde siempre, por su libre determinación, Dios jamás ha vivido sin referencia a los hombres. Por Cristo y en Cristo hemos sido elegidos para ser hijos suyos. Comportarnos como tales en el mundo y recibir la plenitud de esa filiación en la gloria[33].

1. Los nombres de ser y amor resumen el misterio de Cristo

         “Él es el que es”, así se reveló a Moisés; “él es Amor”, como nos enseñó el apóstol Juan[34]; de tal manera que estos nombres Ser y Amor expresan inefablemente la misma divina esencia de aquel que quiso manifestarse a sí mismo a nosotros y que, habitando la luz inaccesible[35] está en sí mismo sobre todo nombre y sobre todas las cosas e inteligencias creadas. “Sólo Dios puede otorgarnos un conocimiento recto y pleno de sí mismo como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de cuya vida estamos por la gracia a participar, aquí en la tierra, en la oscuridad de la fe, y, después de la muerte, en la luz sempiterna”[36].

         La Iglesia enseñó siempre el monoteísmo oponiéndose a las explicaciones que no salvaban la trascendencia divina, y la garantía más profunda con la que contaba la Iglesia era la enseñanza de la creación, ya que, sin conocer que Dios es la causa del ser de todas las criaturas era muy sencillo que el pensamiento se deslizara hacia posiciones monistas o panteístas[37].

2. El misterio de la Santísima Trinidad

Desde la concepción de misterio como realidad incomprensible, es claro que si ya Dios es misterio, la “Trinidad” lo es, si cabe, aún más. Por ello el misterio del Dios cristiano es aun más grande que el de las otras religiones monoteístas porque no solo se trata del Dios uno, sino también de su ser Trino[38].

El misterio de Dios trino, siguiendo la jerarquía de verdades, es el misterio central de la fe que ilumina los demás, como afirma el Catecismo: “El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la “jerarquía de las verdades de fe”[39].

El misterio esencial de la fe no se reduce a Dios considerado en su unidad, sino también en su trinidad de personas, porque la unidad última de Dios es en sí mismo plural y no podemos desligar unidad y trinidad. No hay unidad sin trinidad ni trinidad sin unidad[40].

IV. LA CREACIÓN Y EL FIN DE LAS CRIATURAS

         Desde la fe cristiana la creación, en su origen y en su fin, se comprende desde el misterio de la encarnación. Cristo es el que revela el misterio del mundo y de la historia. Creación y alianza nueva o salvación no sólo no se contraponen, sino que están íntimamente relacionadas. La creación es sí misma camina hacia Cristo. La salvación es el término de la creación[41].

1. Creación y origen de las cosas

         La revelación divina en el Antiguo Testamento manifiesta a un Dios con características personales. Aparece como alguien con inteligencia y voluntad libre, que se comunica con el hombre, le muestra su amor y es siempre fiel. La inteligencia y sabiduría divinas se manifiestan en sus obras poderosas. Solo un Dios personal, inteligente y libre, puede ordenar el mundo haciendo de él un cosmos: “Él hizo la tierra con poder, cimentó el orbe con sabiduría, extendió los cielos con inteligencia” (Jr 10,12). Su sabiduría va más allá del acto creador: “Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida” (Sal 146,5). Se trata de un poder personal y concreto que ha hecho todo y conduce la historia, y no de una fuerza impersonal ni un argumento especulativo para explicar el funcionamiento del mundo[42].

2. Creación invisible y creación visible

         Los ángeles son criaturas incorpóreas, pero poseen un cierto dominio sobre los elementos materiales, permitiendo que a veces aparezcan con cuerpos pero sin asumirlos de forma vital. Poseen un conocimiento, pero meramente intelectual, es decir, no conocen a partir de la sensibilidad (I, 54-58).

La Sagrada Escritura presenta al ser humano, hombre y mujer, de igual dignidad y complementarios, creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26), como culminación de la creación material. El hombre es naturaleza, pero con capacidad para superar una mera captación sensible, de modo que puede conocer de manera universal (I,78-79). Análogamente su deseo no se detiene en un bien particular marcado por el instinto, aunque tienda también a bienes particulares, sino que se abre al bien en general; de este modo cabe una elección libre, sin que esto ni elimine ni se vea eliminado por las condiciones materiales (I, 80-83).

En el Magisterio de la Iglesia estos temas también se detallaron en el Concilio de Vienne (1312) que planteó la expresión de que el alma racional es la forma inmediata del cuerpo y el Lateranense V (1513) recordó la inmortalidad de esta alma, y la posibilidad de demostración racional de dicha inmortalidad[43]. Si el hombre tiene, entre otras características, el conocimiento intelectual y la voluntad libre, no se puede pretender que aparezca por mero desarrollo a partir de la naturaleza material.

3. Lo que ni el ojo vio ni vino a la mente del hombre

Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni mente humana concibió” es “lo que Dios preparó para los que le aman” (1 Co 2,9). No podemos, por eso, pretender una descripción del cielo. Pero nos basta con saber que es el estado de completa comunión con el Amor mismo, el Dios trino y creador, con todos los miembros del cuerpo de Cristo, nuestros hermanos (singularmente con nuestros seres queridos), y con toda la creación glorificada. De esa comunión goza plenamente ya quien muere en amistad con Dios, aunque a la espera misteriosa del “último día” (Jn 6,40), cuando el Señor “venga con gloria” y, junto con la resurrección de la carne, acontezca la transformación gloriosa de toda la creación en el Reino de Dios consumado[44].

4. De la situación de pecado a la justificación

La realidad del pecado, sólo se esclarece a la luz de la Revelación divina, pues sin el conocimiento que ésta nos da de Dios no se puede reconocer el pecado, y con el desarrollo dicha Revelación se va iluminando la realidad del pecado. La doctrina del pecado original es el “el reverso” de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, y de que todos necesitan salvación y que ésta es ofrecida a todos gracias a Cristo (cf. CEC 387-389).

El Concilio de Letrán IV (1215) enseña: “el diablo y los demás demonios fueron creados ciertamente buenos en su naturaleza por Dios, pero ellos por sí mismos se hicieron malos. El hombre, en cambio, pecó por sugestión del diablo” (DH 800).

El pecado original pone de manifiesto que el origen del mal está en la libre voluntad de las criaturas y no en Dios: “No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes [...] por envidia del diablo entró la muerte en el mundo”[45]. Las consecuencias que padecemos explican la situación de la humanidad para realizar el bien, su debilidad, ignorancia y malicia, que se pueden dominar gracias a la Redención de Cristo.

El hombre no “puede justificarse delante de Dios por sus obras que se realizan por las fuerzas de la humana naturaleza o por la doctrina de la ley, sin la gracia divina por Cristo Jesús” (DH 1551). Y nadie puede ser justo sino al que se comunican los méritos de la pasión de Jesucristo; la justificación del impío, se hace por el mérito de la pasión, y la caridad de Dios es derramada por del Espíritu Santo en los corazones (Rm 5,5) de los que son justificados.

V. EL MISTERIO DE LA IGLESIA

         La realidad de la Iglesia como misterio de fe tiene un claro fundamento en la Sagrada Escritura, que explica los orígenes, el desarrollo y la vida de una sociedad visible como es la Iglesia, como consecuencia de un eterno designio del Padre de hacernos partícipes de su vida divina, llevado a cabo mediante la encarnación del Hijo y la misión vivificadora del Espíritu[46].

1. La relación esencial entre Cristo y la Iglesia

La Iglesia no tiene su origen simplemente en el mandato de Jesús, sino en toda la acción de Dios en Jesucristo, desde su nacimiento, su predicación y la elección de los discípulos hasta su muerte, su resurrección y el envío del Espíritu[47].

“Dándose a sí misma el nombre de “Iglesia”, la primera comunidad de los que creían en Cristo se reconoce heredera de aquella asamblea” (CEC 751). La presencia actual de Jesucristo en la Iglesia es real en el corazón de cada creyente, en la Palabra, en el sacramento y en la comunión de fe y de vida que la constituyen.

La doctrina tradicional afirma que la Iglesia es cuerpo, puesto que los creyentes constituyen en Cristo único organismo, que es invisible, indiviso, diversamente estructurado y cuenta con los sacramentos como medios de santificación. Entre el Cristo glorioso y la Iglesia hay una íntima unión. Y el vínculo que une a los cristianos con Él, a los miembros con la cabeza, es muy hondo: es la vida misma de Jesús, que “se comunica a los creyentes, quienes están unidos a Cristo paciente y glorioso por medio de los sacramentos, de un modo arcano pero real” (LG 7). Esta unión tiene una eficacia extraordinaria, pues sitúa a los creyentes en la más profunda relación contristo que cabe imaginar[48].

2. La liturgia y el régimen sacramental de la salvación

         La liturgia es un misterio, una presencia y una acción de Dios y de Jesucristo en la vida de los hombres. “En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual” (CEC 1085). La salvación y la gracia que santifican al hombre no son algo inconcreto y difuso, sino que están ligadas eficazmente a unos actos y a unos gestos que tienen lugar aquí y ahora para nosotros, como acontecimientos reales y actuales. A través de estos actos “Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados”[49].

         La liturgia de la Iglesia es una de las expresiones de la fe. Este carácter invita a considerar siempre en continuidad y nunca como ruptura las distintas formas de la liturgia. “Así, Cristo resucitado, dando el Espíritu Santo a los Apóstoles, les confía su poder de santificación[50]; se convierten en signos sacramentales de Cristo” (CEC 1087). La Iglesia ofrece en esta tierra con palabras y gestos diversos, en el espacio y tiempo, una alabanza común con la del cielo, en la que participan todos los fieles conforme a su vocación. Al edificar día a día a los que están dentro la liturgia robustece admirablemente sus fuerzas para predicar a Cristo y presenta así a la Iglesia, a los que están fuera, como signo levantado en medio de las naciones[51], para que debajo de él se congreguen en la unidad los hijos de Dios que están dispersos[52], hasta que haya un solo rebaño y un solo pastor[53].

         La parte fundamental de la liturgia son los sacramentos. “Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia… por los cuales nos es dispensada la vida divina. Los ritos visibles bajo los cuales los sacramentos son celebrados significan y realizan las gracias propias de cada sacramento. Dan fruto en quienes los reciben con las disposiciones requeridas” (CEC 1131).

Uno de los aspectos esenciales de los sacramentos, y que muestra con más fuerza que la Redención de Cristo continúa y se aplica en la Iglesia, es su eficacia santificadora, que proviene del mismo Cristo (III, 62). Sólo Él pudo instituir los sacramentos, en cuanto que en ellos se hace presente su Muerte y Resurrección que nos salva. La Iglesia, dotada por el Espíritu Santo, ha podido intervenir en precisar algunos elementos que no son esenciales, pero en lo esencial los sacramentos dependen de Cristo.



3. La vida del mundo futuro

         El hombre no puede vivir sin esperanza y sin futuro. Lo dice la experiencia de siempre, y lo atestigua la historia de las costumbres, del pensamiento y de las religiones[54].

La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquél que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección” (CEC 992)

La parte final del Credo del pueblo de Dios de Pablo VI, resume las grandes enseñanzas de escatología, las verdades últimas subrayando la dimensión comunitaria y eclesial, como podemos ver en el capítulo VII de Lumen gentium. Y Benedicto XII desarrolla más la cuestión de la retribución inmediata después de la muerte, presente también en el texto de Pablo VI.

El CEC en el número 989 dice: “Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día”[55]. Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad.

La fe en Cristo resucitado, nos otorga una esperanza que, lejos de negar la creación, busca renovarla desde su interior. Dicha esperanza fecunda la creación y la historia llevando a plenitud lo que en ellas es todavía presente. El futuro, representado por Cristo “Omega”, que polariza el acontecer cósmico y humano, no conduce a evadirse de la historia y a descuidar el compromiso temporal, sino que indica el telos, el fin al que dicho compromiso debe tender para la realización del reino de Dios[56].

El creyente está llamado a “dar razón de su esperanza” al que se lo pida (1 Pe 3,15). Pues bien, el que desde siempre amenaza con hacer naufragar toda esperanza es la muerte. La esperanza cristiana, que se apoya en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, se presenta justamente como victoria sobre la muerte, no como simple exorcismo de su espectro[57].

Paraíso, cielo y vida eterna son términos que expresan la realización absoluta del hombre en Cristo. La felicidad definitiva, sueño primordial y perenne de la humanidad, encuentra su plena realización en la comunión celeste con Dios en Cristo. Sin embargo, el hombre no puede rechazar esa comunión que Dios le ofrece gratuitamente. Ese rechazo significa su fracaso, la instauración de una existencia absurda en este mundo y en la eternidad. El infierno hace referencia a la posibilidad real de un desenlace frustrado de la existencia humana[58].

CONCLUSIÓN

         En este pequeño recorrido que hemos realizado, vemos el orden y la relación que muestran las distintas realidades de la Iglesia, así como el carácter de misterio que las rodea. La fe cristiana es un conjunto enlazado, coherente, y ninguna afirmación está aislada, sino que todo logra su importancia, significación e explicación a partir de la relación contextual con todas las demás.

         El motivo por el cual el hombre puede entrar en comunicación con Dios es el querer divino, que por un designio de amor ha querido asociar al hombre a su misma vida. Si Dios ha querido revelarse, por eso dispuso en el hombre la capacidad de la razón y de la fe, como dos instancias distintas pero unidas. Pero a causa del uso de su libertad el hombre puede negarle.

         Hemos visto la relación fundamental que hay de la Biblia con la revelación, con la Iglesia, con la tradición y el Magisterio. Por eso, la Iglesia tiene la misión de custodiarla y mantener siempre fiel el mensaje a los orígenes del Magisterio, el único con la capacidad de realizar tal misión, con la autoridad recibida de Jesucristo.

         María, la Madre de Dios y “nueva Eva” es inseparable de la persona de Jesucristo, porque en ella se desarrolla de forma plena la salvación que nos viene de Cristo. El que quiera conocer los beneficios que el cristianismo ha aportado al hombre debe mirar a María, la perfecta redimida. Podemos decir que el Verbo se encarnó para restablecer una relación de proximidad, de familiaridad entre Dios y el hombre. A la luz de la encarnación del Verbo se ilumina el misterio de la salvación del hombre y del mundo, siendo Cristo el “punto omega” al que tiende para ser recapitulado y sometido a Dios.

         El misterio del Dios trino, siguiendo la jerarquía de verdades, es el misterio central de la fe que ilumina los demás, como afirma el Catecismo en el número 234.

         El Magisterio de la Iglesia ha sido fiel a lo largo de la historia a la doctrina heredada de la Escritura. Frente a todo sistema dualista ha defendido y proclamado siempre la unicidad de Dios creador, la exclusión de toda materia persistente, la distinción entre Dios y el mundo, la absoluta libertad de Dios al crear, y ha condenado todo monismo, determinismo y panteísmo. La Iglesia fiel a Cristo, “alfa y omega” (Ap 22,12), está llamada a ser fiel al pasado (memoria), al presente (compromiso) y al futuro histórico y eterno (esperanza); a ser una Iglesia que cultiva en el tiempo el germen de la eternidad, del que es sacramento histórico[59].

Sabemos que nadie se condena sin culpa propia, y que Dios no determina a nadie al mal de la culpa, pues la libertad de las criaturas intelectuales es un verdadero don. Por parte de Dios queda suficientemente claro el ofrecimiento de su salvación a todos los hombres.

Hna. Florinda Panizo


 [1] CEC 50.

[2] Cf. DV 2.

[3] Cf. Concilio Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, c.2: DS 3004; De revelatione, canon 2: DS 3026; Concilio Vaticano II, DV 6; CEC 36.

[4] Cf. E. Vadillo, El orden de las verdades católicas y sus preámbulos (Instituto Teológico San Ildefonso Toledo 2019) 14.

[5] Cf. DV 6.

[6] Cf. E. Toraño, Dios uno y Trino (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 2017) 40.

[7] Cf. Hb 1,1-2.

[8] Cf. DV 5.

[9] Cf. Hch 14,27.

[10] Cf. Rm 6,4.

[11] Cf. 1 Jn 4,8.

[12] Cf. DH 3027-3028; 3041.

[13] Cf. A. Giménez, Introducción a la Sagrada Escritura (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 2015) 15.

[14] Ibid., 57.

[15] Cf. DV 6.

[16] Cf. Jn 1,1-14.

[17] Cf. CEC 430. Cf. también, C. Porro - J. L. Bravo Sánchez, Cristología (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 2017) 125.

[18] Cf. C. Porro - J. L. Bravo Sánchez, Cristología (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 2017) 126.

[19] Cf. Ibid., 147.

[20] Cf. DH 300-302.

[21] Cf. Ef 1,3-14; Col 1,15-20; Jn 1,1-18.

[22] Cf. Gal 2,20. Cf. también, Comisión Episcopal de Enseñanza, Biblia para la iniciación cristiana, NT 2 (Secretariado Nacional de Catequesis, Madrid 1977) 459.

[23] Cf. Ef 1,7; Col 1, 13-14; 1 P 1,18-19.

[24] Cf. 2 Co 8, 9.

[25] Cf. Lc 2, 51.

[26] Cf. Jn 15,3.

[27] Cf. Mt 8, 17; Is 53, 4.

[28] Cf. Rm 4, 25; CEC 517.

[29] Cf. C. Porro - J. L. Bravo Sánchez, Cristología (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 2017) 206.

[30] Cf. A. Martínez Sierra - J. L. Bravo Sánchez, Mariología (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 2015) 139.

[31] Cf. LG 56; CEC 490.

[32] Cf. A. Martínez Sierra - J. L. Bravo Sánchez, Mariología (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 2015) 184-185.

[33] Cf. Comisión Episcopal de Enseñanza, Biblia para la iniciación cristiana, NT 2 (Secretariado Nacional de Catequesis, Madrid 1977) 459.

[34] Cf. Ex 3,14; 1 Jn 4,8.

[35] Cf. 1Tm 6,16.

[36] Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios 9; Cf. también, E. Vadillo, El orden de las verdades católicas y sus preámbulos (Instituto Teológico San Ildefonso, Toledo 2019) 33.

[37] Cf. E. Vadillo, El orden de las verdades católicas y sus preámbulos (Instituto Teológico San Ildefonso Toledo 2019) 34.

[38] Cf. E. Toraño, Dios uno y Trino (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 2017) 17.

[39] DCG 43; CEC 234.

[40] Concilio de Letrán 649; (DH 501).

[41] A. Martínez, Antropología teológica fundamental (BAC, Madrid 2015) 26.

[42] Cf. E. Toraño, Dios uno y Trino (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 2017) 71.

[43] Cf. DH 1440.

[44] Cf. Rm 8,19-23; 1 Co 15,23; Tit 2,13; LG 48-51. Cf. también, Conferencia Episcopal para la Doctrina de la Fe, Esperamos la resurrección y la vida eterna (Madrid 26-11-1995) 5.

[45] Cf. Sb 1,13; 2,24; CEC 413.

[46] Cf. J. Luis Bravo, Eclesiología (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 2017) 59.

[47] Ibid., 28.

[48] Ibid., 127.

[49] Cf. SC 7. 10. Cf. también, J. López, Liturgia (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 2015) 29.

[50] Cf. Jn 20, 21-23.

[51] Cf. Is 11,12.

[52] Cf. Jn 11,52.

[53] Cf. Jn 10,16; SC 2. Cf. también, J. López, Liturgia (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 2015) 29.

[54] Cf. A. Revilla., Escatología (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 1997) 7.

[55] Cf. Jn 6, 39-40.

[56] Cf. A. Revilla, Escatología (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 1997) 68.

[57] A. Revilla, Escatología (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 1997) 112.

[58] Ibid.

[59] Ibid., 7.

1 de febrero de 2025

LOS HEREJES EN LA PRIMERA CARTA DE SAN JUAN


INTRODUCCIÓN

Herejía es una doctrina contraria a los dogmas de la Iglesia, sostenida con pertinencia por un hombre bautizado. Cisma y herejía designan una división grave y duradera del pueblo cristiano, pero a diferentes niveles de profundidad; el cisma es una ruptura en la comunión jerárquica y la herejía, una ruptura en la fe misma.

            En el Antiguo Testamento el contenido intelectual de la fe era demasiado restringido y estaba demasiado poco elaborado para dejar lugar a la herejía. El sentido fuerte de la palabra “herejía” no aparece sino en ciertos escritos tardíos del Nuevo Testamento. La Iglesia conoció, pues, con respecto a los errores doctrinales, dos situaciones diferentes; su unidad fue primero amenazada por la crisis judaizante; más tarde, algunos se apartaron de la fe de Cristo[1]. “Algunos que no son verdaderamente de los nuestros”[2], a la manera de los discípulos que en Cafarnaúm se habían negado a creer en Jesús, y se habían alejado.

            En la región de Éfeso un grupo de cristianos vive bajo la autoridad del apóstol del Señor: reflexionan, contemplan, predican, muestran un interés cada vez más fuerte por la persona de Jesús. Pero junto a la alegría de estos hombres aparece dolorosamente la herejía; algunos cristianos influyentes, separados de la comunidad, comienzan a predicar una doctrina que turba a los miembros fieles.

            Estos falsos profetas deshacen a Jesús, porque no admiten el misterio de la Encarnación: “todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios, y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios: es del Anticristo”[3]. Estos anticristos desestiman la obra de Jesús y niegan su calidad de Hijo de Dios: se bastan para comunicarse con Dios, “directamente le conocen bien”, le “aman en lo más profundo de su Espíritu”, pero abandonan la práctica de los mandamientos, especialmente el del amor fraterno; son los privilegiados que no tienen pecado: no se manchan con la tierra para poder mantener la unión con Dios. San Juan afirma: negar el pecado en la propia existencia es pretender no necesitar de la misericordia de Dios y cerrarse, por consiguiente a una revelación fundamental sobre Dios, hecha por Jesucristo. Esto es engañarse y alejarse de la comunión con Dios.

“DESCONFIAR DE LOS ANTICRISTOS”: 2,18-19.26; 3,7.

El apóstol exhorta a los cristianos a permanecer en la comunión cristiana ante el peligro que les amenaza, porque los anticristos ya están en el mundo (v.18). Son los herejes que se esfuerzan por apartar a los fieles de Cristo. La aparición de estos seductores y anticristos es señal de que la hora de la parusía está próxima, pues el tema de la proximidad de la parusía era una doctrina enseñada en toda la Iglesia primitiva.

            San Juan es el único escritor del Nuevo Testamento que emplea el nombre de anticristo; con este término quiere designar a los falsos cristos y falsos profetas que, según la enseñanza de Cristo y de los apóstoles, habían de aparecer como precursores de la parusía y del fin del mundo. San Pablo nos habla del hombre de pecado, del hijo de la perdición, pero no usa el término anticristo; por eso no podemos determinar si esta expresión es anterior o posterior a San Pablo; San Juan considera al anticristo como un adversario de Cristo, como un enemigo de Dios, como un usurpador, que trata de embaucar a los hombres presentándose como mesías.

San Juan advierte a sus lectores que en el mundo existen ya muchos conforme a la predicación de Nuestro Señor: son los impostores, los falsos profetas y los falsos mesías, que circulan por un lado y por otro difundiendo falsas doctrinas contra la divinidad de Jesucristo. De la existencia de muchos anticristos, los fieles han de concluir que ésta es la hora postrera (v. 18). Nuestro Señor había anunciado que el fin del mundo sería precedido por la aparición de pseudocristos y pseudoprofetas[4]. Un falso profeta o pseudoprofeta en la creencia religiosa, es aquel individuo que ilegítimamente finge cualidades de profecía o se proclama poseedor o receptor de determinados dones divinos, sin realmente poseerlos.

El término anticristo de San Juan recapitula estos diferentes personajes que se oponen al reino mesiánico; el apóstol parece designar con el nombre de anticristos (en plural) una colectividad; si bien en 2 Tes 2,1-12 el adversario aparece bajo los rasgos de un individuo, y en 1 Juan es más bien un grupo de herejes, de adversarios de Cristo. El texto de 1 Juan muestra con bastante claridad que San Juan piensa en una colectividad; la frase: os digo ahora que muchos se han hecho anticristos (v. 18) entendida en sentido colectivo, adquiere claridad insospechada.

El anticristo es personificación de las fuerzas enemigas de Cristo que en todas las edades está ya obrando en el mundo mediante ciertos individuos, que se pueden llamar también anticristos. Por consiguiente, el anticristo colectivo lo constituyen todas las fuerzas humanas opuestas a Jesucristo, y que se han manifestado en las persecuciones desencadenadas contra la Iglesia, en las doctrinas y en los escándalos esparcidos por los herejes y apóstatas.

Los anticristos, de los que habla el apóstol eran falsos doctores, que antes habían pertenecido a la comunidad a la cual se dirige San Juan. Forman parte de ella sólo exteriormente, porque no le pertenecían interiormente, no poseían su fe ni su espíritu, eran falsos hermanos, lobos con piel de oveja; y la prueba de que no eran verdaderos cristianos está en que no han permanecido con nosotros (2,19). Su espíritu de hipocresía no era compatible con el Espíritu de verdad que mora en los cristianos. Como miembros muertos del Cuerpo Místico de Cristo, se separaron del resto de los cristianos: de los nuestros han salido. San Juan escribe a los fieles porque sabe que no están apegados al error (v. 21). Ellos, que han sido ungidos por el Espíritu de la verdad, no pueden ignorar la verdad; la verdad es la fe cristiana; la mentira por excelencia es la doctrina de los anticristos, los que son de la verdad y han sido iluminados por Su luz interior saben que los errores de los anticristos se oponen a la verdad.

La mentira que esparcen los anticristos es la afirmación de que Jesús no es Cristo (2,22), niegan, por tanto, la divinidad de Jesucristo, la filiación divina de Cristo. San Juan ha escrito muchas cosas a los herejes para que estén siempre en guardia contra las insidias y los engaños de los falsos maestros (v. 26). Porque si bien están fuera de la Iglesia, permanecen siendo un peligro continuo, ya que tratan de hacer prosélitos.

En el capítulo 3,7, el apóstol dirige a sus lectores una vibrante exhortación: Hijitos, que nadie os extravíe diciendo que el pecado puede coexistir con la comunión divina; tal era la enseñanza de los anticristos, de los falsos doctores, con lo cual, tanto en 1 Juan como en las epístolas de Judas y en 2 Pedro tratan de seducir a los fieles. San Juan les advierte que podrán saber si son buenos o malos cristianos fijándose en los frutos que dan.

“DESCONFIAR DE LOS FALSOS PROFETAS O ANTICRISTOS”: (2,18; 4,2)

El tema de los espíritus de la verdad y del error, sometidos al ángel de las tinieblas respectivamente, y que dividen al mundo en dos partes antagónicas, era bien conocido del judaísmo y San Juan se sirve también de esta doctrina, cristianizándola para poner en guardia a los fieles contra los falsos profetas o anticristos que surgían por todas partes, conforme lo había predicho el Señor. Los espíritus que San Juan aconseja examinar son simplemente hombres movidos por Dios o por el demonio. El apóstol exhorta a los fieles a no fiarse de ninguno hasta que hayan comprobado si son de Dios (4,1), pues los falsos profetas abundan y constituían un gran peligro para los fieles, y esto preocupaba vivamente a los apóstoles y a las primitivas comunidades cristianas, sobre todo, cuando se trataba de distinguir los verdaderos profetas de los falsos.

Los falsos profetas combatidos por San Juan negaban la dignidad trascendente de Jesús; por eso nos dice el apóstol que el que no confiese a Jesús, según la enseñanza apostólica, ese no es de Dios, sino del anticristo que ya se halla presente en el mundo. Los herejes participan del espíritu del anticristo, como los fieles del Espíritu de Dios. A los fieles que se dirige San Juan nada tienen de común con los falsos doctores o anticristo, sino que los han vencido, resistiendo a la atracción del error. La victoria de los cristianos no procede de sus propias fuerzas, antes bien provienen de la fuerza divina que obra en ellos, la cual es más poderosa que el príncipe de este mundo (4,1).

Dios está en los cristianos: mora y obra en ellos con un influjo inmediato y directo. La seguridad que tenía San Juan sobre la victoria que los cristianos habían de obtener sobre los herejes provenía de su fe profunda y de la solidez de su concepción teológica.

GUARDARSE DEL MUNDO (4,5-6)

En los versículos 5-6, el apóstol presenta en una antítesis perfecta, a los pseudoprofetas y a los fieles; los pseudoprofetas son del mundo porque le pertenecen, porque participan de su espíritu y siguen sus inspiraciones; a los falsos doctores la inspiración para proponer sus falsas doctrinas les viene del mundo, no de Dios; por eso mismo obtienen fáciles éxitos ante aquellos que pertenecen al mundo. A los mundanos les gusta oír la sabiduría del mundo, por eso escuchan a los falsos doctores, porque creen encontrar en ellos esa sabiduría mundana. La propaganda de estos herejes debía de hacer prosélitos entre los cristianos poco afianzados en la fe, tal vez formaran ya un grupo aparte, una especie de secta separada de la verdadera Iglesia de Cristo.

Los jefes de la Iglesia, entre los que se encuentra San Juan, son de Dios (v. 6), es decir, hablan según Dios, según la verdad; y los fieles que conocen a Dios escuchan la palabra de sus apóstoles, reconociendo la verdad de su enseñanza. El criterio que permite discernir los buenos espíritus es la sumisión al magisterio Jerárquico; Jesucristo ya había dicho el que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros rechaza, a mí me rechaza[5]. La actitud ante la doctrina enseñada por los apóstoles es un criterio que permite discernir los espíritus. San Ignacio mártir decía a principios del siglo II que la manera de librarse de los herejes es el mantenerse unidos a Dios, a Jesucristo, al obispo y a los preceptos de los apóstoles.

OBSERVAR LOS MANDAMIENTOS (2,4; 4,8)

El que pretende conocer a Dios sin observar sus mandamientos es un mentiroso (v. 4). Es de la misma calaña que aquel que camina en las tinieblas y, sin embargo, se cree en comunión con Dios: el apóstol parece referirse a los falsos doctores que se gloriaban de su ciencia, pero descuidaban los deberes más sagrados de la vida cristiana.

El cristiano obediente a los preceptos divinos posee en toda su autenticidad la verdadera caridad; el fin ha de manifestarse con sus obraras que posee realmente la caridad, el amor de Dios; Jesucristo, nuestro modelo, ha cumplido también la voluntad de su Padre, ha guardado sus mandamientos y nos ha dado ejemplo para que nosotros le imitásemos; el cristiano que quiere permanecer en Dios ha de imitar a Cristo, si esto hace, conocerá que está en Dios. El que no ama divinamente demuestra que no ha llegado al verdadero conocimiento de Dios (v. 8), le conoce íntima y realmente.

El conocimiento del que habla San Juan presupone una relación íntima y personal con Dios fundada en una experiencia viva y amorosa; sólo el que ama puede llegar a conocer bien esas realidades íntimas; sin la caridad fraterna no puede existir auténtico conocimiento de Dios, porque Dios es amor; esta es la mejor definición de Dios y la que resume todo lo que el cristiano puede saber de su Creador; el amor es el atributo divino que mejor da a conocer la naturaleza de Dios; el amor, el ágape, es la revelación más prodigiosa y constante de Dios a los hombres; ya desde el sermón de la montaña, Jesús evoca el amor del Padre celestial, generoso incluso para con los enemigos y pecadores.

ROMPER CON EL PECADO (1,8.10)

El que realmente pretende no tener pecado, se engañará a sí mismo y la verdad no estará en él (v. 8). La autosuficiencia lleva también al autoengaño; al pretender ser impecables, nos seducimos, nos engañamos a nosotros mismos; y al obcecarnos no podremos ver la verdad; en lugar de negar los pecados hay que reconocerlos y confesarlos¸ todos somos pecadores e incurrimos continuamente en pecados aún después de la justificación; decir lo contrario sería tratar a Dios de mentiroso (v. 10), pues repetidas veces se afirma en la Sagrada Escritura que el hombre es pecador; el hombre que no se reconoce culpable se priva de la luz que le comunicaría la palabra de Dios, la enseñanza divina del Evangelio, que es la que confiere al alma la verdad y la hace verdaderamente libre. El apóstol se refiere a toda clase de pecados actuales.

AMAR A DIOS Y VIVIR EN COMUNIÓN CON ÉL (4,20; 1,6; 2,6.9)

Pero que nadie se engañe creyendo presuntuosamente poseer la caridad perfecta; por eso San Juan recuerda el criterio infalible del amor perfecto: el que no ama a su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve (v. 20). La caridad fraterna es, además un abandono en el amor de Dios; el amor de Dios es inseparable del amor al prójimo; pretender que el primero pueda existir sin el segundo es una mentira. El que afirma que ama a Dios, ha de amar también al prójimo, porque de lo contrario se equivoca: no se puede amar a Dios sin amar al prójimo.

San Juan, seguramente se refiere a los falsos doctores, que pretendían amar a Dios y aborrecían a sus hermanos; obrando así se equivocan, porque nadie puede amar verdaderamente al divino Redentor si odia a los que Él redimió con su  sangre. El pecado de mentira tiene para el apóstol una gravedad especial; es ésta, según San Juan una de las notas características de los herejes que él combate, el castigo de éstos será el de ser precipitados en el estanque de fuego.

Si en Dios no puede haber tinieblas por ser la luz y la verdad misma, el que vive en comunión con Él (v. 6), no puede caminar al mismo tiempo en tinieblas, pues es un contrasentido, una cosa imposible; y el que se atreva a decirlo, miente: porque la verdad no está unida jamás a las tinieblas. Una vida de pecado no puede conducir, de ninguna manera a la unión con Dios.

A caminar en las tinieblas opone el apóstol el andar en la luz; caminar en la luz es llevar una vida buena y santa. Dios es luz y está siempre en la luz; por eso nosotros debemos caminar también en la luz por el hecho de ser Dios luz y amor, y el que está unido a Él no podrá menos de llevar una vida de luz y de amor, guardando sus preceptos, especialmente el del amor fraterno: la imitación de Cristo es la más alta norma de vida cristiana (v. 6).

La caridad en la epístola, es una realidad sobrenatural que Dios ha dado al hombre; es una verdadera participación del amor increado de Dios. Así también la caridad, con la cual formalmente amamos al prójimo, es cierta participación de la divina caridad; el cristiano obediente a los preceptos divinos posee en toda su autenticidad la verdadera caridad; el fiel ha de manifestar con sus obras que posee realmente la caridad, el amor de Dios; Jesucristo, nuestro modelo, ha cumplido también la voluntad de su Padre, ha guardado sus mandamientos y nos ha dado ejemplo para que nosotros le imitásemos.

El cristiano que quiera permanecer en Dios ha de imitar a Cristo; por eso, faltar a la caridad es faltar a la obligación principal impuesta por la fe cristiana; el que odia a su hermano está todavía en las tinieblas aunque pretenda estar en la luz (v. 9). No ha comprendido el proyecto nuevo del amor al prójimo, porque el que odia al hermano muestra que no se mueve por motivos de fe y de caridad, sino por puro egoísmo, como los que viven en las tinieblas del paganismo: el precepto de la caridad que se inspira en el amor de Jesús, rige principalmente las relaciones entre los cristianos, entre los hermanos en la fe.

San Juan considera la práctica del amor fraterno como condición indispensable para permanecer en la comunión con Dios. El conocimiento de Dios y caminar en la luz son inseparables y solamente Jesucristo, venido en la carne, ha traído el amor de Dos que borra los pecados; y todos estos principios, eran exactamente los que negaban los herejes contra los que se dirige el autor de la carta.

Hna. Ana María Panizo



[1] 1 Jn 4,3.

[2] 2,19.

[3] 1 Jn 4,3.

[4] Un falso profeta o pseudoprofeta en la creencia religiosa, es aquel individuo que ilegítimamente finge cualidades de profecía o se proclama poseedor o receptor de determinados dones divinos, sin realmente poseerlos.

[5] Lucas 10,16.