“Dile
a mi siervo David: Así dice el Señor: ¿Eres tú quien me va a construir una casa
para que habite en ella? Te haré grande y te daré una dinastía”. El rey David,
después de vencer a sus enemigos, reunificar a Israel y establecer la capital
en Jerusalén, deseaba construir un templo para el Señor, su Dios. Pero el Dios
de Israel, que es nuestro Dios, no tiene necesidad de templos materiales, pues
está presente en todo el universo. Nuestro Dios es el Dios del éxodo, de la
salida de toda instalación que no esté cimentada en Dios. Nuestro Dios no puede
aceptar iniciativas humanas que tiendan a servirse de Dios para sus propios
fines en lugar de servir a Dios y cumplir con generosidad su voluntad.
El
mensaje que contienen las palabras del profeta Natán a David continúa siendo
válido para nosotros. Lo que interesa no es tratar de construir estructuras o
ideologías, sean religiosas o socio-políticas. Lo que Dios quiere es una casa,
una familia, un pueblo de hombres libres que vivan en la justicia, en el
derecho y en la paz. Para realizar este proyecto, Dios promete a David una
casa, una dinastía perpetua. Que esta promesa no se refería a un reino terreno
lo demostró la historia, pues se hundió el estado fundado por David,
permitiendo así al pueblo escogido y después a los cristianos ver en esta
promesa el anuncio del Mesías, del Hijo de Dios hecho hombre, Jesús, el hijo de
María, a quien confesamos Señor y Rey.
Pero
Dios, en su obra salvadora, cuenta siempre y en todo lugar con la humanidad
para que colabore libremente a su llamada. El evangelio de hoy ha recordado el
anuncio del ángel a María, evocando cómo Dios pedía a toda la humanidad,
representada por la doncella de Nazaret, su consentimiento a la obra de
salvación. El amor, la plenitud y la fidelidad de Dios se encuentran con el
amor, la humildad y la disponibilidad de María, haciendo posible la salvación,
que, a decir verdad, aún no ha mostrado para todos toda su real dimensión.
María
es imagen de la Iglesia, formada por todos los creyentes, la verdadera casa de
Dios. Pero es necesario que también nosotros, como María, sepamos responder con
un si generoso, hecho no sólo de palabras sino sobre todo de acción, de obra.
Abrámonos a la solicitud de Dios, acojamos con la misma generosidad de María el
misterio del Hijo de Dios hecho hombre, que el apóstol Pablo, en la segunda
lectura ha definido revelación del designio divino, mantenido secreto durante
siglos eternos y manifestado ahora para atraer a todas las naciones a la
obediencia de la fe.
La
cercana celebración de la Navidad del Señor, a la luz de la revelación
cristiana, ha de hacernos sentir que somos en verdad casa de Dios y, a la vez
ha de hacernos sensibles al valor de la dignidad de todos y cada uno de los
hombres, que son en definitiva nuestros hermanos. La realidad del misterio de
la Navidad ha de hacernos más humanos, y ha de romper las murallas que nos
encierran en el reducto triste de nuestro egoísmo y nos impiden ver y amar en
los hermanos a aquellos a quien Dios ama, y por los cuales ha querido ser el
Emmanuel, el Dios con nosotros.
Un
día nuestra existencia llegará a su fin y nos encontraremos cara a cara con
Dios, principio y fin de nuestra existencia. Pero este encuentro no ha de ser
motivo de temor o de angustia, precisamente porque, hace más de dos mil años,
este mismo Dios quiso hacerse hombre, quiso participar de nuestro vivir, para
ayudarnos a dar un sentido a nuestra existencia que pasa. Celebremos la Navidad
ofreciéndonos a Dios como una casa abierta y acogedora, viviendo esta
solemnidad como una anticipación de nuestro encuentro definitivo con Dios, con
este Dios que, llevado por su amor, ha querido ser hombre como uno de nosotros.
No quedaremos defraudados si decimos si como lo dijo María.