Una voz grita en
el desierto: Preparad el camino al Señor, allanad sus senderos”. Tanto el libro
de Isaías como el evangelio de Marcos recuerdan hoy esa voz que grita en el
desierto, invitando a preparar caminos. Para el mundo bíblico, el desierto, con
todo lo que comporta, era una realidad cercana y fácil de comprender. Para
nosotros, hombres del mundo técnico e industrializado, el concepto de desierto
queda lejos. Pero si hacemos caso a los ecologistas, el peligro de
desertización está amenazando nuestro mundo concreto. Pero además, existe una
desertización que quema y agrieta la tierra de las relaciones humanas. Porque
“desierto” es todo lugar en donde, si gritas, nadie te escucha, si yaces
extenuado en tierra, nadie se te acerca; si estás alegre o triste, no tienes a
nadie con quien compartir. Nuestros corazones pueden convertirse en desierto
árido, sin esperanza, sin afectos, relleno de arena, que ahoga y mata.
Desde el desierto,
Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, invitaba a los hombres de su tiempo a convertirse
y a bautizarse para obtener el perdón de los pecados. Su actividad profética
anunciaba a alguien que debía venir después de él, superior a él mismo, que
bautizaría con el Espíritu de Dios. Ese alguien, como enseñan los evangelios,
era su pariente, Jesús, el hijo de María, que confesamos como Señor y Mesías,
en cuyo nombre hemos sido bautizados. Jesús vino, anunció la buena nueva, el
evangelio, invitó a los hombres a hacer posible la manifestación del Reino de
Dios. Pero lo que proponía no era fácil, pues fastidiaba tener que convertirse,
no solucionaba los problemas de cada día de manera inmediata y material. Por
todos estos motivos, fue rechazado, escarnecido, martirizado y clavado en la
Cruz. Pero resucitó de entre los muertos, anunciando que vendría de nuevo, una
segunda venida, para el final de los tiempos, que colmaría las esperanzas
humanas.
En los primeros
tiempos de la iglesia, la esperanza en la segunda venida del Señor y el
cumplimiento de sus promesas era viva y animó a aquellos hombres y mujeres a
superar las dificultades inherentes al anuncio y difusión del Evangelio, en
medio de un mundo pagano y vuelto de espaldas a Dios. Pero sobrevino el
desencanto pues todo seguía más o menos igual. Nada de fundamental había
cambiado. El fragmento de la segunda carta atribuida a san Pedro que se ha
leído recordaba la necesidad de no dejarnos llevar por el desanimo. El Dios de
las promesas que es nuestro Dios no dejará de cumplir lo que ha anunciado,
vendrá y llevará a término cuanto ha prometido. Esperad y apresurad la venida
del Señor, se nos decía, y mientras esperáis, procurad vivir en paz,
inmaculados e irreprochables.
Sin embargo, la
esperanza cristiana ha sido objeto de críticas. Ha sido llamada opio de los
pueblos, ha sido presentada como evasión del compromiso del hombre en la vida
real que continua a correr día tras día. Pero esperar, desde la perspectiva del
Evangelio, no quiere decir sentarse cómodamente hasta que Dios resuelva sin
esfuerzo nuestro los problemas. Ni aceptar sin más las injusticias actuales,
confiando obtener un premio en el más allá. Jesús ha hecho sus promesas e
invita esperar activamente. La esperanza no es un empeño genérico y abstracto,
sino que ha de estar encarnado en la situación presente teniendo en cuenta las
promesas de Dios, las necesidades del hombre y la realidad del mundo en que
vivimos. La esperanza ha de ser comienzo de una transformación y, bajo la luz
del Evangelio, ha de ser pasión, esfuerzo decidido y activo. Al invitarnos a la
esperanza, Dios nos invita a asumir nuestros deberes y riesgos para construir
un mundo más justo, más humano, aunque cueste. Propone una aventura, nos invita
a trabajar para edificar una historia nueva. He aquí la tarea que el adviento
del Señor nos propone, para que poco a poco pueda ser una realidad las ansias y
deseos que Dios ha puesto en el corazón del hombre.