“¿Dónde está
el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y
venimos a adorarlo”. San Mateo recuerda hoy el episodio curioso de una estrella que
apareció en el firmamento y despertó el entusiasmo de unos personajes de los
que se dice únicamente que eran unos Magos y que venían de Oriente, los cuales,
dejándolo todo, se pusieron en camino para adorar a un niño, que consideraban
Rey de los judíos, desconocido de todos. El texto de Mateo indica que los
mismos judíos, al oir la extraña noticia se inquietaron, y el rey Herodes pidió
consejo a las autoridades religiosas sobre el niño buscado. Los Magos,
siguiendo en su búsqueda, finalmente hallan el objeto de sus ansias, y se
postran adorando a aquel Rey anunciado. Una vez cumplida su misión, volvieron a
sus países de origen por otro camino. Contemplaron una estrella, pero no se
pararon en el esplendor de su magnificencia física: supieron entender su mensaje,
un mensaje que cambió su vida. La Iglesia de los cristianos ha entendido este
enigmático episodio como una profecía: Dios llama a todos los pueblos, a todos
los hombres a postrarse ante el Hijo de Dios hecho hombre, ante el Hijo de
María, Jesús, el Mesías, el Salvador.
Nosotros estamos llamados a ser una
respuesta concreta a aquel episodio de los Magos de Oriente. En efecto,
nosotros formamos parte de la multitud de pueblos no judíos, llamados por Dios
a adorar a su Hijo, que los Magos prefiguraron. Nosotros, por nuestro bautismo,
hemos sido hechos hijos de Dios, hemos alcanzado por gracia lo que aquellos
Magos sólo pudieron intuir en su inicial aceptación de la fe. Conviene insistir
en que la estrella que vieron los Magos supuso un cambio profundo en su vida.
Mateo apunta que los Magos, una vez adoraron a Jesús, volvieron a su país por
otro camino, para subrayar la nueva dimensión que se había introducido en su
vida. La celebración de la Epifanía ha de recordarnos la universalidad de la
llamada de Dios a la fe y al mismo tiempo su gratuidad.
Pero la solemnidad de la Epifanía
posee un aspecto folklórico que la tradición de nuestro pueblo ha cuidado con
cariño: todos somos sensibles a la imagen de los Reyes de Oriente, que pasan
repartiendo regalos y haciendo la felicidad de los niños. Pero este hecho tan
familiar y entrañable puede inducir a que muchos no entiendan debidamente la
dimensión del misterio de la Epifanía que celebramos, y que caiga así en el
olvido el tema importante de la vocación a la fe que Dios dispensa a todo
hombre, sea el que sea el color de su piel, su raza, su cultura. La celebración
de la Epifanía es una llamada más a tomarnos en serio la dimensión universal de
nuestra condición de cristianos, superando barreras, abriendo horizontes,
renovando nuestro modo de pensar y de actuar, tal como hicieron los Magos.
En la noche de nuestro mundo brillan
en el firmamento infinidad de estrellas. No es necesario entretenerse en enumerar
estas estrellas. Para nosotros cristianos continua brillando la estrella que
guió a los Magos, que es Jesús, el Salvador de los hombres, que ofrece a todos
con el don de la fe la posibilidad de trabajar para que en nuestro mundo reine
la justicia, la libertad y la paz, de las que tanto está necesitada nuestra
sociedad, torturada por el egoísmo, la ambición, el odio y la violencia. Cada
uno de nosotros conoce su propia historia y sabe qué señales Dios le ha
ofrecido para llamrlo a la fe. Pero es mucho más importante saber cómo hemos
respondido. Es de desear que hayamos sido imitadores de los Magos, capaces de
dejar su cómoda situación para seguir la estrella y llegar a Jesús, a pesar de
todas las dificultades que, sin duda, aparecerán. Y sobre todo, si hemos
llegado a Jesús, no volvamos sobre nuestros pasos sino iniciemos nuestro
regreso por caminos nuevos, por la senda que conduce a la vida.