“Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para
anunciar el evangelio de Dios”. Con estos términos el apóstol san Pablo escribió
a los cristianos de Roma, preparando su visita a aquella ciudad. Fariseo, hijo
de fariseos, es decir, perteneciente al grupo más observante de la religión
judía, se opuso enérgicamente a la primera predicación de los seguidores de
Jesús y al mensaje que proponían. Pero, como él mismo recuerda, Dios le salió
al encuentro y de perseguidor de Jesús se convirtió en su apóstol decidido,
hasta llegar a entregar incluso su propia vida. Desde aquel momento, para Pablo
lo único importante es la figura de Jesús, nacido, según la carne, de la
estirpe de David, y constituído, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, por su
resurrección de la muerte. Y esta es la buena nueva, el evangelio que predicó
infatigablemente y que llega aún hoy a todos los hombres de todos los tiempos,
de todos los países.
Este mensaje de Pablo abre
la liturgia de este cuarto domingo de adviento, como preparación inmediata a la
solemnidad de la Navidad del Señor. La celebración de Navidad fue instituída
para que los cristianos tuviésemos siempre presente lo que significa que Dios
se haya hecho hombre y haya asumido la realidad de nuestra carne, excepto en el pecado. Pero cuando se entiende
esta realidad hasta el fondo, no puede aceptarse sin producir un cambio en
nuestra propia existencia. En efecto, aterra pensar que este Dios quiso nacer
como nosotros hemos nacido, porque, se quiera o no, todo nacimiento supone
muerte. Asusta admitir que Dios nazca y muera, como nosotros nacemos y morimos.
Quien acepta que Dios ha nacido y ha muerto, y que lo ha hecho para salvarnos,
no puede seguir viviendo guiándose sólo por su egoísmo, por su ambición, por su
sensualidad. Quien acepta la Navidad en su sentido profundo debe iniciar una
vida nueva, con todas las consecuencias que esto entraña.
Esto explica que, sin
darnos cuenta o queriéndolo a sabiendas, hemos ido transformando el contenido
fundamental de la Navidad cristiana, convirtiéndola en una fiesta pagana de
luces de vivos colores, olvidando a los que viven en tinieblas de muerte; de
regalos y dones para los que ya tienen de todo, sin pensar en aquellos a los
que les falta lo más esencial para la vida; disfrutando en banquetes y
comilonas, sin acordarse de los que cada día mueren de hambre en algún rincón
del planeta; gozando con familiares y amigos, ignorando a los millones de
emigrantes, prófugos y refugiados, que malviven sin esperanza, por culpa de los
que se consideran garantes del orden y de la justicia del mundo en que vivimos.
Por esto, si queremos celebrar la Navidad como cristianos, hemos de abrir el
corazón para entender el mensaje del apóstol y tomarnos en serio a Jesús,
Salvador del mundo, y asumir en plenitud el don y la misión de vivir la
realidad de la fe, no reduciéndola a palabras vacías, a gestos de pura fórmula,
sino siguiendo la pauta que Jesús nos enseñó con sus palabras, y sobre todo con
su vida, fiel a Dios hasta la muerte de cruz.
Pero el Apóstol recalca
también cómo Jesús no llega de modo inesperado sino que es el término de una
historia de salvación hecha de sufrimiento, caídas y levantamientos, que
trataba de hacer comprender con insistencia el amor que Dios tiene hacia los
hombres, hasta llegar al gesto de la aparición de su Hijo, nacido, según la
carne, de la estirpe de David. La primera lectura de hoy recordaba una antigua
profecía en la que estaban en juego un niño prometido y esperado, junto a la
doncella que fue su madre. Este texto de Isaías sirve a Mateo en el evangelio
para recordar detalles del nacimiento de Jesús, el que salvará a su pueblo de
sus pecados, el Hijo de María, la virgen de Nazaret.
Pero las intervenciones de
Dios en la historia de los hombres no son fáciles de entender y de asumir.
Mateo propone el ejemplo de José, el prometido esposo de María, -hombre justo,
lo llama-, y las dudas y zozobras que experimentó ante el embarazo de María.
Como José, dejando de lado nuestros criterios, aceptemos el plan de Dios,
disponiéndonos a colaborar generosamente con Jesús, para la salvación del
mundo.