Introducción
El sentido de la cuaresma es renuncia al
mundo y entrega al Señor. Coincide con el sentido de la vida del monje, la
mortificación, el abandono del mundo y de sus placeres, la lucha contra las pasiones
y el pecado. Algunos antiguos Padres de monjes se desazonaban pensando qué
mortificación especial podían hacer en el tiempo de la preparación pascual.
San Benito contempla asombrado las hazañas de
los antiguos Padres de monjes. Él no desdice las penitencias en modo alguno,
pero le importa más que nada la conversión interior. Durante la cuaresma el
monje debe aspirar ante todo a la “pureza de corazón, fuente de la oración
pura”. Y “la oración pura” implica el amor perfecto. El monje debe realizar en
su vida, y durante la cuaresma especialmente, el contenido de los capítulos 4
al 7 de la Santa Regla.
Durante este tiempo de preparación el monje
tiene presente el ejemplo del Señor sufriente, tan familiar en el antiguo
monacato.
“La vida del monje es seguimiento del
Crucificado. La Pascua
festiva sigue al tiempo litúrgico de la cuaresma. La gloria del día de Pascua
eterno junto a Cristo sigue a la cuaresma de la vida monástica aquí en la
tierra. El monje desea con ansia la
Pascua litúrgica, y luego la eterna, donde para siempre podrá
decir en la alegría del Espíritu Santo: “Abba, Padre”. El combate ascético, a
menudo tan duro, alcanza así su plenitud última. Toda la ascesis monástica sólo
tiene sentido si se mira la santa Pascua. La Cruz de la cuaresma y del Viernes Santo
resplandece en medio del resplandor pascual de la perfección”[1].
El capítulo 49 de la Regla benedictina es un
capítulo importante ya que nos habla de modo incisivo de las actitudes
existenciales del monje tal como San Benito lo querría para sus monjes durante
todo el año. Inspirado en la tradición de la Iglesia -en este caso expuesta por el papa San
León-[2]
y en el monacato antiguo describe en síntesis las actitudes y los medios que el
monje ha de adoptar para renovarse cada año durante el tiempo cuaresmal de cara
a la celebración de la Pascua.
“Dos cosas debemos anotar como indicaciones
de gran valor en este capítulo 49 de la
RB dedicado a la Cuaresma.
En primer lugar la mención del Espíritu Santo (en el v. 6)
que pone de relieve la dimensión trinitaria de la
Regla. Y en segundo lugar la visión de la Cuaresma como espera y preparación de la Santa Pascua (v. 8). De esa
manera la ascética queda centrada en el misterio pascual de Cristo”[3].
El ambiente del conjunto, respira todo él
benignidad, serenidad e incluso una invitación a la alegría. No es el lenguaje
habitual de un contestatario de los pecados de la Iglesia y del monacato,
duro, encrespado o trágico. “Encontramos más bien en él una constatación
benigna de la debilidad de los monjes y una invitación esperanzada a vivir, por
lo menos durante la cuaresma, lo que debería ser habitual para los monjes en
todo tiempo”[4].
1. Ideal de la cuaresma
Son muchos los puntos de contacto entre la
vida cristiana y las observancias monásticas. El ideal de la cuaresma se reduce
a llevar una vida íntegra en el presente, y a purificarse del pasado. Una vida
en que la perfección cristiana obtenga todo su esplendor. Esta es precisamente
la idea que tiene el monje al abandonar el mundo; y ésta es al mismo tiempo la
transformación y elevación que se propone la vida monástica. Pero no todo el
mundo es capaz de sostenerse constantemente en este estado de heroísmo. San
Benito se inclina siempre hacia los que son débiles. Los fuertes, al igual que
aquellos monjes antiguos que despiertan nuestra admiración, no necesitan
dedicar un tiempo especial a la propia perfección, porque constantemente,
durante todo el año, trabajan en ella con todas sus fuerzas, ingeniándose con
prácticas especiales por romper con las frecuentes tendencias del hombre imperfecto.
Todos los monjes desean llegar a este estado,
pero es cosa harto difícil. Por eso San Benito anima a todos a vivir la Cuaresma de modo que
aumente en ellos, paulatinamente, la pureza de vida. Para que la gracia de
Cristo obtenga plena eficacia, y el alma se adhiera cada día más a Dios, es
preciso que el monje lave con la penitencia las lágrimas de compunción, las
faltas cometidas durante todo el año.
2. Las prácticas cuaresmales
La santidad es incompatible con la
satisfacción de los propios apetitos. Es necesaria la mortificación moral y
física; pretender santificarse de otra manera es un absurdo. San Benito, Sin
embargo, se expresa sobre la penitencia con gran sobriedad. Nada de artificio,
ni exageración. En las prescripciones regurales, no deja entrever nunca que le
guíe el propósito de mortificar a los monjes: así en el comer, en el vestir, en
el dormir, o en cualquier otra observancia. No obstante, considera necesaria la
penitencia, y ésta se encauza preferentemente al orden moral. La austeridad de
vida y las exigencias espirituales son ya de suyo la mejor y más saludable
penitencia.
El pensamiento de San Benito es que estos
días manifieste el monje de alguna manera el deseo de purificación y liberación
de las flaquezas ordinarias. Ya que quien no procura hacer algo más de lo
estrictamente obligatorio, terminará por no cumplir ni siquiera aquello mismo
que está obligado a hacer. Es necesario, con todo, no dar un valor primario a
lo que no es más que un medio.
3.
Aprobación y bendición del
Abad
San Benito conoce el valor de las iniciativas
personales y las admite con benevolencia. Pero sabe también que en punto a la
virtud moral, puede haber excesos, por las ilusiones que fácilmente podemos
forjarnos. Por eso aun admitiendo la voluntad de elección del monje en materia
de mortificación, considera necesario el asentimiento del abad para que aquélla
pueda ser encauzada convenientemente y aceptada por Dios. Es una nueva
demostración del alcance de la obediencia.
En la mente de San Benito todos los actos del
monje, hasta los más íntimos y personales, deben ser regulados por la voluntad
del abad. Y si acepta la voluntad espontánea del monje, no es sino después que
la ha sometido a su bendición, que en también la de Dios. Evitándose de este modo
dos peligros a cuál más pernicioso: los excesos y el orgullo. Así, el monje
obtiene con la bendición de Dios y el mérito de la obediencia, pues de otra
forma, sus actos estarían minados por la presunción y vanagloria, y por
consiguiente ya habrían recibido la recompensa.
4.
Cinco características
decisivas
A continuación voy a describir cinco
características decisivas para el tiempo cuaresmal:
Primera: El monje deberá vivir
siempre por encima de las categorías de la obligación: la característica de su
vivencia ha de ser la gratuidad, la oblación espontánea, la ofrenda a Dios.
Segunda: La vida del monje no puede
ser una vida sumida en un presente mediocre, sin futuro. Ha de estar llena de
deseo, de anhelo espiritual, de esperanza gozosa. Pero no puede intentar
simplemente por un mero esfuerzo de la voluntad, sino acudiendo a la fuente de
todo deseo, de toda alegría auténtica: El Espíritu Santo, y caminando hacia la
única meta que puede llenar el corazón del hombre: la Pascua de Cristo
resucitado.
Tercera: La vida del monje ha de
ser una vida de constante conversión. A los ojos de San Benito los monjes
formamos una comunidad de pecadores que hemos de esforzarnos por convertirnos
cada día. Pero pecadores que no nos miramos a nosotros con amargura, sino con
benignidad, ya que cada día somos perdonados, cada día nos sentimos amados. Para
expresar esta conversión San Benito se sirve de unas palabras tradicionales que
ha encontrado en Casiano: La oración con lágrimas y la compunción del corazón;
y señala dos frutos de esta conversión: guardar
la propia vida en toda su pureza…, y todos juntos, borrar, en estos días
santos, todas las negligencias de otros tiempos (vv. 2-3).
Cuarta: El monje ha de expresar y
alimentar al mismo tiempo el espíritu de conversión con unos medios concretos,
asumidos libremente. San Benito menciona tres: la oración, la lectura y la austeridad de vida, o sea, la privación voluntaria de una parte de la
comida, de la bebida, del sueño, de la locuacidad, de las bromas (v. 7). Da
una importancia especial a la lectura divina[5].
Quinta: El monje ha de vivir con
libertad en medio de la comunidad y aceptar de buena gana la dirección del
padre espiritual. Según opinión de los críticos los versículos (8-10) fueron
añadidos en una segunda redacción de la Regla.
Pero es clarísimo que San Benito considera como fundamental
para el monje, lo mismo aquí que en los capítulos doctrinales, la aceptación
libre y generosa de las mediaciones humanas, aunque subrayando a la vez la
creatividad personal y la acción, principalmente, del Espíritu Santo.
Nos encontramos en este capítulo dedicado por
San Benito a la observancia de la cuaresma, ante una síntesis vivencial
penetrante y rica de sugerencias para los monjes del siglo XXI. Pero fijémonos en
las dificultades de comprensión que se nos presentan: hablar de pecado y de
conversión a nuestros contemporáneos, cuando la mayoría de ellos ha perdido no
sólo la vivencia de esas realidades, sino su misma noción! Las ciencias del
hombre cuentan hoy -así lo creen- con tantos medios para desenmascarar la
vivencia del pecado y destruirla como un tabú… Sien embargo, la realidad del
mal en el mundo continúa punzándonos cruelmente. En ciertos aspectos nuestra
mirada se ha agudizado para captar los males de la humanidad y los pecados de la Iglesia. Pero es necesario
anotar un hecho de más amplio alcance. Ya que precisamente cuando muchos creían
que se habían desembarazado de la visión pesimista del cristianismo, entonces
ha sido precisamente cuando se han visto más desamparados ante el misterio del
mal.
Pues cuando ignoramos la mirada del Dios
misericordioso que perdona y ama, el mal se nos presenta inexorable,
desesperante. Cuando no miramos al Padre que espera ansioso la vuelta del hijo
para empezar la fiesta, ya no podemos entender que todo colabora para el bien
de aquellos a quienes Dios ama.
San Benito, en contra de esta ceguera, nos
propone, todavía hoy la oración con lágrimas y la compunción del corazón[6].
Estas dos cosas significaban para los antiguos Padres del monaquismo, el don
más precioso del Espíritu de Jesús.
Las lágrimas y la compunción, San Benito las
presenta como una actitud característica de la oración y de la vida del monje
en general[7].
Con lo cual sigue la tradición que ya encontramos en algunos apotegmas: llorar ante la bondad de Dios.
A la luz de la fe, el monje descubre en su
propia vida que Dios es Amor, y que su presencia impregna de amor todas las
cosas, como en una nueva creación, donde la naturaleza, la vida y el mundo de
los hombres, todo está empapado de ese Amor que es hermosura y bondad
infinitas. Y esa misma luz de la fe le hace descubrir al monje que el pecado no
es más que un rechazo del Amor. Somos pecadores en tanto en cuanto hemos dado
la espalda al Amor, en tanto en cuanto carecemos de amor porque nos hemos
cerrado al Amor. El pecado se nos presenta como más grave y más claro a medida
que la fe nos va haciendo conocer mejor el amor que Dios nos tiene. Así es como
el monje, al avanzar progresivamente en el conocimiento de Dios y en el de su
propia resistencia al amor, se convierte en un hombre lleno de compunción.
El pecado no es más que dar la espalda al
amor. El amor es en realidad una entrega personal al otro en tal grado que se
olvida uno de sí mismo. El pecado, por el contrario, es un replegarse sobre sí
mismo para hacerse el centro de todo y de todos al servicio de los propios
deseos.
La luz de Dios, como dice San Benito en el
Prólogo[8],
es la que nos despier
ta, y a partir de ahí comienza ese largo itinerario de vuelta hacia Dios que nos ha descrito en el mismo Prólogo, y sobre todo en la subida de los grados de humildad hasta llegar a la caridad perfecta que aleja todo temor.
ta, y a partir de ahí comienza ese largo itinerario de vuelta hacia Dios que nos ha descrito en el mismo Prólogo, y sobre todo en la subida de los grados de humildad hasta llegar a la caridad perfecta que aleja todo temor.
Conclusión
En resumen, la cuaresma consiste en hacer
balance del tiempo, incluso del tiempo religioso, en ejercer el control que nos
permite decirnos “no” a nosotros mismos para que, cuando las cosas vengan mal
dadas, tengamos la energía necesaria para decir “si”, con fe y esperanza, a los
imprevistos giros de la vida. Quizá lo más interesante de todo sea el hecho de
que Benito quiera que hagamos “voluntariamente” algo que se salga de los
requerimientos normales de nuestra vida; algo no impuesto, no prescrito para
nosotros por otra persona; algo no exigido por el sistema, sino asumido por
nosotros por querer estar abiertos al Dios de la oscuridad, así como al Dios de
la luz.
Como cualquier otra cosa, la vida espiritual
puede convertirse en un elixir de novedades, una serie de modas pasajeras o una
incursión en lo caprichoso. Benito aconseja a los fervorosos someterse al
escrutinio de la sabiduría, para que los remedios espirituales que apetecen
tengan el mérito de lo probado y verdadero, lo sensato y lo mesurado. Es
facilísimo irse a los extremos y perder de vista el río de la tradición. El
capítulo 49 de la RB
dedicado a la Cuaresma ,
nos recuerda que el propósito del control personal es desarrollarnos, no acabar
con nuestras energías ni confundir nuestra perspectiva de la vida.
Nuestro retorno a Dios no consiste en volver
a darle algo que antes le habíamos negado, sino fundamentalmente es acoger
agradecidos el amor que nos brinda de nuevo al abandonarnos a él, sin pedirle
razones por su magnanimidad. En esta situación la oración queda liberada de
palabras inútiles y las lágrimas son la expresión significativa de la gratitud
y de la alegría humilde que llenan el corazón del monje.
Los monjes del siglo XXI hemos de aspirar a
encontrar con mayor intensidad esta actitud fundamental, inseparable del amor.
El amor y la compunción del corazón son como la piedra preciosa y el oro con el
que el orfebre la sujeta y la protege. Sin la compunción del corazón el amor no
es estable, no puede ser profundo. La compunción del corazón es el clima de la
fidelidad, a prueba de todo, es el alimento de una caridad fraterna que no se
da nunca por vencida, que no se cansa de esperar al otro, que está siempre
disponible. La compunción del corazón hace al monje capaz de mirar con ternura
y esperanza el mal del mundo y de la
Iglesia , sin echarse jamás atrás en su compromiso de comunión
y de servicio.
San Benito invita a cada uno de sus monjes a
hacerse un programa, a prever algunas renuncias, pero con la aprobación del
Padre espiritual. Y aunque sacrificio y penitencia se dejan hoy más bien a la
devoción y aceptación personales, pero hemos de aceptarlos y practicarlos, pues
el sacrificio es el pasaporte para el Reino de los cielos. Debemos desear la
cruz porque del amor a ella, es de donde brota el amor a Jesucristo
crucificado, el anhelo de superarnos para encontrarle, y la voluntad de unirnos
a él en la reparación.
Actualmente, estamos más provistos de
especulaciones que de observancias. Aquel que hiciera nuevamente la experiencia
del ayuno y la comunicara, contribuiría a promover el monacato de nuestro
tiempo, más que todos los autores que escriben sobre la teología de la vida
monástica.
Demos gracias a Dios por esta invitación que
nos hace S. Benito en el capítulo 49 de su Regla Monástica, a negarnos y a
dejarnos desapropiar de nosotros mismos. Cuanto más fieles seamos, más
descubriremos la verdadera felicidad.
Hna. Florinda Panizo
Bebliografía
Colombás M.
García, San Benito su vida y su
Regla, Editorial BAC, Madrid 1954.
Chittister Joan, La Regla de San Benito: vocación de eternidad,
Editorial Sal Terrae, Santander 2003.
Delatte Paul, Comentario
a la Regla de
San Benito, Ediciones Monte Casino, Zamora 2007.
Huerre Denis I., Comentario espiritual sobre la
Regla de San Benito, Ediciones Monte Casino, Zamora 1987.
Just M. Cassià, Regla
de San Benito, Ediciones Monte Casino, Zamora 1994.
León Muñoz Domingo, Perspectiva bíblico-hermenéutica de la Regla de San Benito, Cistercium 237 (2004) 844-881.
Steidle Basilius, La Regla de San Benito: comentada a la luz del
antiguo monacato, Col. Espiritualidad, Burgos 1998.
Vogüé de Adalbert, La Regla de San Benito: Comentario doctrinal y espiritual, Ediciones Monte Casino,
Zamora 1985.
[1] P. Basilius Steidle, La Regla de San Benito: comentada a la luz del
antiguo monacato, Col. Espiritualidad, Burgos 1998, pp. 313-314.
[2] Cf. San León Magno, Serm.
6 sobre la Cuaresma ,
1-2: PL 54, 285-287.
[3] Domingo Muñoz León, Perspectiva
bíblico-hermenéutica de la Regla
de San Benito, Cistercium 237 (2004) 844-881.
[4] Cassià M. Just, Regla de San
Benito, Ediciones Monte Casino, Zamora 1994, p. 229.
[5] Cf. RB cp. 48, 14-16.
[6] Cf.
RB cap. 52,4. el espíritu de compunción acompaña siempre al alma y la hace
consciente de su miseria, cuando se halla delante de Dios.
[7] Cf. RB 4,57-58; 7,62-66; 20,3;
52,4.
[8] Cf.
RB Pról. v. 9. El camino que lleva a Dios es concebido como una suerte de
iluminación constante. La
Palabra de Dios es la luz que penetra la inteligencia
inmunizándola contra el error, si el hombre la acepta por la fe. La Luz es también la riqueza y
esplendor de bienes con que Dios acompaña sus manifestaciones.