22 de diciembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios - Adviento IV Domingo


“Dile a mi siervo David: Así dice el Señor: ¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Te haré grande y te daré una dinastía”. El rey David, después de vencer a sus enemigos, reunificar a Israel y establecer la capital en Jerusalén, deseaba construir un templo para el Señor, su Dios. Pero el Dios de Israel, que es nuestro Dios, no tiene necesidad de templos materiales, pues está presente en todo el universo. Nuestro Dios es el Dios del éxodo, de la salida de toda instalación que no esté cimentada en Dios. Nuestro Dios no puede aceptar iniciativas humanas que tiendan a servirse de Dios para sus propios fines en lugar de servir a Dios y cumplir con generosidad su voluntad.
El mensaje que contienen las palabras del profeta Natán a David continúa siendo válido para nosotros. Lo que interesa no es tratar de construir estructuras o ideologías, sean religiosas o socio-políticas. Lo que Dios quiere es una casa, una familia, un pueblo de hombres libres que vivan en la justicia, en el derecho y en la paz. Para realizar este proyecto, Dios promete a David una casa, una dinastía perpetua. Que esta promesa no se refería a un reino terreno lo demostró la historia, pues se hundió el estado fundado por David, permitiendo así al pueblo escogido y después a los cristianos ver en esta promesa el anuncio del Mesías, del Hijo de Dios hecho hombre, Jesús, el hijo de María, a quien confesamos Señor y Rey.
Pero Dios, en su obra salvadora, cuenta siempre y en todo lugar con la humanidad para que colabore libremente a su llamada. El evangelio de hoy ha recordado el anuncio del ángel a María, evocando cómo Dios pedía a toda la humanidad, representada por la doncella de Nazaret, su consentimiento a la obra de salvación. El amor, la plenitud y la fidelidad de Dios se encuentran con el amor, la humildad y la disponibilidad de María, haciendo posible la salvación, que, a decir verdad, aún no ha mostrado para todos toda su real dimensión.
María es imagen de la Iglesia, formada por todos los creyentes, la verdadera casa de Dios. Pero es necesario que también nosotros, como María, sepamos responder con un si generoso, hecho no sólo de palabras sino sobre todo de acción, de obra. Abrámonos a la solicitud de Dios, acojamos con la misma generosidad de María el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, que el apóstol Pablo, en la segunda lectura ha definido revelación del designio divino, mantenido secreto durante siglos eternos y manifestado ahora para atraer a todas las naciones a la obediencia de la fe.
La cercana celebración de la Navidad del Señor, a la luz de la revelación cristiana, ha de hacernos sentir que somos en verdad casa de Dios y, a la vez ha de hacernos sensibles al valor de la dignidad de todos y cada uno de los hombres, que son en definitiva nuestros hermanos. La realidad del misterio de la Navidad ha de hacernos más humanos, y ha de romper las murallas que nos encierran en el reducto triste de nuestro egoísmo y nos impiden ver y amar en los hermanos a aquellos a quien Dios ama, y por los cuales ha querido ser el Emmanuel, el Dios con nosotros.

Un día nuestra existencia llegará a su fin y nos encontraremos cara a cara con Dios, principio y fin de nuestra existencia. Pero este encuentro no ha de ser motivo de temor o de angustia, precisamente porque, hace más de dos mil años, este mismo Dios quiso hacerse hombre, quiso participar de nuestro vivir, para ayudarnos a dar un sentido a nuestra existencia que pasa. Celebremos la Navidad ofreciéndonos a Dios como una casa abierta y acogedora, viviendo esta solemnidad como una anticipación de nuestro encuentro definitivo con Dios, con este Dios que, llevado por su amor, ha querido ser hombre como uno de nosotros. No quedaremos defraudados si decimos si como lo dijo María.

9 de diciembre de 2017


Una voz grita en el desierto: Preparad el camino al Señor, allanad sus senderos”. Tanto el libro de Isaías como el evangelio de Marcos recuerdan hoy esa voz que grita en el desierto, invitando a preparar caminos. Para el mundo bíblico, el desierto, con todo lo que comporta, era una realidad cercana y fácil de comprender. Para nosotros, hombres del mundo técnico e industrializado, el concepto de desierto queda lejos. Pero si hacemos caso a los ecologistas, el peligro de desertización está amenazando nuestro mundo concreto. Pero además, existe una desertización que quema y agrieta la tierra de las relaciones humanas. Porque “desierto” es todo lugar en donde, si gritas, nadie te escucha, si yaces extenuado en tierra, nadie se te acerca; si estás alegre o triste, no tienes a nadie con quien compartir. Nuestros corazones pueden convertirse en desierto árido, sin esperanza, sin afectos, relleno de arena, que ahoga y mata.
Desde el desierto, Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, invitaba a los hombres de su tiempo a convertirse y a bautizarse para obtener el perdón de los pecados. Su actividad profética anunciaba a alguien que debía venir después de él, superior a él mismo, que bautizaría con el Espíritu de Dios. Ese alguien, como enseñan los evangelios, era su pariente, Jesús, el hijo de María, que confesamos como Señor y Mesías, en cuyo nombre hemos sido bautizados. Jesús vino, anunció la buena nueva, el evangelio, invitó a los hombres a hacer posible la manifestación del Reino de Dios. Pero lo que proponía no era fácil, pues fastidiaba tener que convertirse, no solucionaba los problemas de cada día de manera inmediata y material. Por todos estos motivos, fue rechazado, escarnecido, martirizado y clavado en la Cruz. Pero resucitó de entre los muertos, anunciando que vendría de nuevo, una segunda venida, para el final de los tiempos, que colmaría las esperanzas humanas.
En los primeros tiempos de la iglesia, la esperanza en la segunda venida del Señor y el cumplimiento de sus promesas era viva y animó a aquellos hombres y mujeres a superar las dificultades inherentes al anuncio y difusión del Evangelio, en medio de un mundo pagano y vuelto de espaldas a Dios. Pero sobrevino el desencanto pues todo seguía más o menos igual. Nada de fundamental había cambiado. El fragmento de la segunda carta atribuida a san Pedro que se ha leído recordaba la necesidad de no dejarnos llevar por el desanimo. El Dios de las promesas que es nuestro Dios no dejará de cumplir lo que ha anunciado, vendrá y llevará a término cuanto ha prometido. Esperad y apresurad la venida del Señor, se nos decía, y mientras esperáis, procurad vivir en paz, inmaculados e irreprochables.

Sin embargo, la esperanza cristiana ha sido objeto de críticas. Ha sido llamada opio de los pueblos, ha sido presentada como evasión del compromiso del hombre en la vida real que continua a correr día tras día. Pero esperar, desde la perspectiva del Evangelio, no quiere decir sentarse cómodamente hasta que Dios resuelva sin esfuerzo nuestro los problemas. Ni aceptar sin más las injusticias actuales, confiando obtener un premio en el más allá. Jesús ha hecho sus promesas e invita esperar activamente. La esperanza no es un empeño genérico y abstracto, sino que ha de estar encarnado en la situación presente teniendo en cuenta las promesas de Dios, las necesidades del hombre y la realidad del mundo en que vivimos. La esperanza ha de ser comienzo de una transformación y, bajo la luz del Evangelio, ha de ser pasión, esfuerzo decidido y activo. Al invitarnos a la esperanza, Dios nos invita a asumir nuestros deberes y riesgos para construir un mundo más justo, más humano, aunque cueste. Propone una aventura, nos invita a trabajar para edificar una historia nueva. He aquí la tarea que el adviento del Señor nos propone, para que poco a poco pueda ser una realidad las ansias y deseos que Dios ha puesto en el corazón del hombre.

2 de diciembre de 2017

MEDITANDO LA PALABRA DE DIOS


“Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: Velad”. Con estas palabras del evangelio de san Marcos, la liturgia de la Iglesia romana inicia el llamado tiempo de Adviento, que se acostumbra a presentar como una preparación a la celebración de la Navidad del Señor. Pero no se trata de una preparación más o menos folklórica de la fiesta popular que conocemos, ambientada con luces y regalos. El término “Adviento”, de una parte y, de otra,  la referencia a la segunda venida de Jesús al final de la historia que el evangelio de este primer domingo se entretiene en recordar, muestran que nos hallamos ante el misterio cristiano del Dios que, por amor, se hace hombre. Naturalmente esta dimensión teológica del tiempo de Adviento solamente puede entenderse desde el ámbito de la fe, que, a su vez, reclama una respuesta, una actitud de acogida para convertir en vida lo que proclamamos con palabras.
          En efecto, para nosotros, cristianos, el tiempo de Adviento quiere recordarnos que nuestro Dios, en el que creemos, del que afirmamos que ha creado el cielo y la tierra, el universo entero con todas las maravillas que encierra, así como a la entera humanidad, ha querido hacerse hombre, y habitar entre nosotros, y esto para ofrecer a todos nada menos que la salvación definitiva, una promesa de vida que abre horizontes no sólo en este momento fugaz, sino también para el más allá nebuloso y difuminado que nos está reservado para cuando llegue el momento de cerrar estos ojos de carne, que son luz en nuestra vida. Desde esta perspectiva es fácil entender porque la liturgia de la Iglesia lanza este grito de advertencia a velar, a esperar, a mantener viva la esperanza, de modo que dejemos espacio en nuestra existencia para este Dios que quiere ser el Emanuel, el Dios con nosotros.
          La vigilancia, la esperanza que la Iglesia, que Jesús mismo pide, quiere referirse a toda nuestra existencia, para que podamos vivirla con plenitud. Pero dificilmente alguien vivirá abierto a la esperanza si, de hecho, se vive satisfecho por tener cubiertas sus necesidades más urgentes. Pero esta no es la situación real de nuestro mundo. Si miramos con atención alrededor nuestro, nos daremos cuenta de que los humanos sentimos nuestra precariedad, miramos con temor el futuro, tenemos la sensación de que todo puede escapársenos de las manos. Y es en este clima que puede enraizar y crecer la esperanza que Jesús nos invita a cultivar.
Esta misma realidad la deja entrever la primera lectura que se proclama hoy. Un antiguo profeta expresa de alguna manera la angustia que atenazaba al pueblo de Israel, en medio de las pruebas que soportaba, pero al constatar su fragilidad, no dejaba de abrirse a la esperanza confiando en un futuro mejor, que sabían que solo podían esperar de Dios: “Todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento... Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre”.
          El Señor sabe muy bien que corremos el peligro de dormirnos, sobre todo espiritualmente. Y quien duerme, ni ve, ni oye, ni espera. Vigilar, velar quiere decir esforzarnos por oír en la oscuridad del tiempo presente el eco de los pasos de Jesús que se avecinan. Vigilar es apaciguar el fragor de las tormentas que en nuestro interior levantan el egoísmo, el orgullo, la ambición y todas las demás pasiones, para abrirnos a las necesidades de todos nuestros hermanos que comparten junto con nosotros el caminar sufrido de la vida. Vigilar es crear en nosotros un silencio capaz de acoger, como tierra abonada, la Palabra de Dios de modo que produzca frutos y no quede estéril. Vigilar es una actitud fundamental para que nuestra existencia sea de verdad humana, vital, no un simple pasar sin sentido.

          En este momento de la historia en que el hombre cree poder prescindir de Dios, a veces cuesta aceptar la invitación a esperar aún una venida del Señor. Ciertamente, el Señor no vendrá para resolver nuestros problemas y ahorrarnos así cualquier esfuerzo. El Señor vendrá, porque nos ama, para establecer con nosotros un diálogo portador de vida, de salvación. El anuncio de esta venida del Señor debe estimularnos a trabajar denodadamente para hacer más justo y humano el mundo en que vivimos. No cerremos pues nuestros oídos y ni nuestro corazón cuando el Señor repite: “Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento”.