13 de octubre de 2017

Meditando la Palabra de Dios. Domingo XXVIII, A


            “El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo”. Jesús, en su actividad de predicador itinerante, preocupado en transmitir a los hombres el mensaje del amor de Dios, que quiere salvar a todos y hacerles participar en su vida, tuvo que se enfrentarse con la falta de interés, e incluso con la oposición. En el evangelio  numerosos textos dejan entrever como Jesús tuvo conciencia del aparente fracaso que suponía la actitud de su pueblo, y de ahí estas severas advertencias, para ver si lograba hacerles reaccionar. Israel, en su condición de pueblo elegido, era el invitado por excelencia a participar en la nueva comunión de vida que Dios ofrece a los hombres, sin embargo, rechaza las constantes invitaciones de Dios a la conversión, e incluso reacciona violentamente, como demuestra el trato que da a los enviados del rey, que recuerda como han sido tratados los profetas, primero y después Jesús mismo. Esta actitud negativa de los primeros invitados hacia los siervos del rey, entraña la consecuencia de dejar su puesto en la mesa a otros comensales.
         Pero además de esta realidad, la parábola evoca varios temas bíblicos, cargados de significado. El primero es el del banquete preparado por Dios al final de los tiempos, banquete que reunirá alrededor de la misma mesa a todos los fieles servidores de Dios. Este tema ha sido evocado con la primera lectura. El hecho de reunirse alrededor de una mesa para comer y beber juntos permite establecer entre los comensales una relación más intensa y la posibilidad de mayor amistad. Dios, por medio de los autores de la Biblia, haya utilizado esta imagen para recordar a los hombres su proyecto de reunir a toda la humanidad y hacerla partícipe de su amor y de su vida.
         El segundo tema es el de las bodas. La Biblia, para evocar el gesto de Dios, que en su designio de salvación, busca al hombre para introducirlo en su amor y en su vida, ha utilizado a menudo la imagen nupcial en la que Dios actua como esposo y el pueblo com esposa. Así se quiere indicar la relación estrecha que Dios quiere establecer con nosotros.
         Otro tema que la parábola nos recuerda es la gratuidad del amor de Dios para con nostros. El gesto del rey, que ante la negativa de los convidados de la primera hora a participar en el festín, hace salir a los criados por los caminos, para llamar a todos, buenos y malos como precisa el evangelio, gratuitamente, sin limitaciones, muestra la fuerza de su amor: la llamada es general y no presupone ningún requisito: malos y buenos son llamados e introducidos en la sala del banquete, indicando así que basta acoger la invitación.
         Pero no podemos pasar por alto otro tema insinuado en la parábola por la escena del invitado que no se ha vestido de fiesta para participar en el festín. Es cierto que Dios llama a todos, sin distinción, sin preferencias, pero quien ha acogido la invitación para participar en el festín de Dios, ha de demostrar un mínimo de respeto, y no desmerecer la llamada recibida. Hay que revestirse de Jesús para producir los frutos del Espíritu.
         Jesús en su parábola ha recogido estos temas y les ha dado un significado muy concreto. Todos nosotros hemos sido llamados por Dios para participar en su vida que no tiene fin. La vida cotidiana, llena de angustias, tristezas, trabajos y pruebas, ha de quedar iluminada por esta llamada a participar en el festín que Dios nos ha preparado. Todo lo puedo en aquel que me conforta, ha dicho Pablo en la segunda lectura. Esforcémonos también nosotros para responder debidamente y revestirnos con el hábito nupcial que nos permita gozar con plenitud cuanto Dios nos ofrece.






8 de octubre de 2017

meditando la Palabra de Dios. Domingo XXVII , A


               “Todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta. Y lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis y visteis en mí, ponedlo por obra. Y el Dios de la paz estará con vosotros”. El apóstol Pablo invita así a sus discípulos de Filipos a comportarse como verdaderos seguidores de Jesús. Porque en efecto, no son las palabras sino las obras las que muestran la disposición real de cada una de las personas. Es en este sentido que hay que entender las palabras de Jesús: “Por sus frutos los conoceréis”. No por sus palabras, por elegantes y rebuscadas que sean, sino por sus frutos, por sus obras. Y este criterio es válido tanto para quienes ocupan los puestos más elevados de la Iglesia y de la sociedad como para los que pasan desapercibidos, dedicados a hacer el bien en la humildad de la existencia de cada día. El mundo, los hombres, estamos cansados de discursos y de teorías: queremos actitudes claras, que no dejen lugar a dudas, obras y acciones que convenzan. Ahí radica la importancia del programa delineado por Pablo a los cristianos de Filipos.
         “Por sus frutos los conoceréis”. En la primera lectura ha sido leído el célebre canto de la viña del profeta Isaías. Se trata de un antiguo canto popular, que expresa el amargo lamento de un hombre enamorado ante la infidelidad de la mujer amada. El texto habla de los esfuerzos redoblados de un hombre hacia su viña, deseoso de obtener de ella frutos óptimos y abundantes. Pero la espera anhelante de los frutos como respuesta a sus desvelos, termina en el fracaso, pues la viña sólo saber dar agraces. Isaías se sirve del poema para reprochar a los habitantes de Jerusalén su infidelidad hacia Dios. La viña del Señor de los ejércitos, dice el profeta, es la casa de Israel. Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia y ahí tanéis: lamentos. Israel, el pueblo escogido por Dios, no se mantuvo fiel al Dios que lo había amado.
         La parábola que Jesús cuenta en el evangelio es muy afín al poema de Isaías. El texto evangélico describe con más realismo si cabe las torpezas de los hombres que no quieren someterse a Dios, más aún que casi intentan corregir el mismo plan de salvación. La falta de fruto en el momento de la cosecha queda subrayada de modo patente con el comportamiento desacertado de los labradores hacia los enviados por el amo de la viña, y sobre todo hacia su propio hijo. Si sabemos interpretar las palabras de Jesús, nos recuerda la suerte corrida por los profetas del antiguo testamento, así como lo que estaba por sucederle a él mismo.
         Pero no sería justo criticar al pueblo judío, echándole en cara su infidelidad. Si somos sinceros hemos de reconocer que nosotros, los cristianos que formamos la Iglesia, el nuevo Israel de Dios, tampoco hemos sido siempre fieles, y que a menudo hemos actuado en contra de la voluntad de Dios. Las palabras del profeta insinuando que el amor decepcionado puede abandonar, aún con pesar, a la viña a su propia suerte, lo que supone la ruina, valen también para nosotros. La alianza que Dios ofrece a su pueblo exige hacer de la vida un servicio constante a Dios. La alianza de Dios con Israel no dió el fruto que se esperaba. La alianza de Dios con el nuevo Israel, la Iglesia, que tiene como piedra angular al mismo Jesús, debería dar el fruto esperado, pero también puede decepcionar, puede ser infiel a la llamada recibida.

         Si no damos fruto, podemos perder lo que tenemos. No se puede vivir de renta en el campo del espíritu. La historia de la salvación, personal o comunitaria, es una delicada, larga, difícil y trágica contienda entre el amor de Dios, siempre fiel a sus promesas, y la veleidad de los hombres, siempre fáciles a dejarnos llevar por el capricho, por los propios criterios y principios, hijos de nuestra poca disponibilidad en reconcernos criaturas de Dios. Urge pues disponer nuestro espíritu para poner en obra, según la palabra del apóstol, todo lo que aprendimos, recibimos, oímos y vimos en aquellos que nos iniciaron a la fe. Con oración incesante, supliquemos a Dios que nos conceda que nuestra vida responda a sus cuidados y podamos dar el fruto que espera de nosotros.

29 de septiembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios. Domingo XVI - A


             “Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios”. Publicanos y meretrices eran para los piadosos judíos el escalón más bajo de la degradación moral, y por esta razón las palabras de Jesús debieron resonar como un trallazo en plena cara, una provocación, un insulto difícil de aceptar. El talante bueno de Jesús, siempre dispuesto a perdonar a los pecadores capaces de reconocer sus errores, se muestra duro e intransigente ante la hipocresía mostrada por los hombres de la ley, escribas, fariseos, sacerdotes y ancianos, que no dudaban en rechazar a Jesús y a sus enseñanzas, escandalizándose cada vez que, según sus criterios, el Maestro de Nazaret obraba con excesiva libertad en lo referente a normas y prescripciones, y no perdían ocasión para acusarlo ante el pueblo sencillo y desprestigiarle. Jesús simplemente buscaba hacerles reflexionar para conducirlos a la luz y la verdad en su caminar por la vida.

         La parábola de los dos hijos del propietario de la viña va dirigida directamente a los responsables de Israel, que, por su apego a las costumbres tradicionales y su miedo a perder su identidad religiosa y nacional, se cerraban ante el mensaje de Jesús, dejando pasar la oportunidad que Dios les ofrecía de convertirse y alcanzar la vida. Pero este breve apólogo encierra unos valores que superan aquella circunstancia histórica y mantienen su validez también para nosotros. Los dos hijos primero con su modo de responder al padre y, después, con su actitud a la hora de actuar, personifican a todo el género humano. ¿Quien de nosotros, alguna vez en la vida, no ha dado una respuesta negativa a la voluntad divina que ha conocido? Y también, ¿cuantas veces con los labios expresamos una adhesión a la fe que profesamos, pero después nuestro modo de actuar desmiente sin lugar a dudas nuestras palabras anteriores?

         Todos los hombres somos una contradicción contínua: decimos Si y no lo cumplimos; decimos NO y luego lo llevamos a cabo. Como cristianos, hemos dicho SI al Señor con nuestro bautismo, y luego en nuestra vida cotidiana, con nuestras actitudes, nuestros miedos, nuestras debil-dades, decimos NO. La parábola de Jesús pone de manifiesto que las palabras no tienen valor si no brotan de un corazón amante de la verdad y de la responsabilidad propia. La responsabilidad de la palabra que un día dimos a Dios ha de traducirse cada mañana en una renovación a la fidelidad que reclama el SI del bautismo. Y no sólo del bautismo, sino también de todos los demás compromisos adquiridos libre y espontaneamente.

         No podemos engañarnos: lo que espera Dios de nosotros no son las palabras que se lleva el viento, sino el hacer con seriedad y responsabilidad la voluntad del Padre, como Jesús hizo y enseñó. En efecto, él dijo SI al Padre, aceptando libre y responsablemente todas las consecuencias, no dudando en su fidelidad terminar en la cruz. Por esto, hoy en la segunda lectura, Pablo nos exhortaba a tener en nosotros los mismos sentimientos de Jesíus, manteniéndonos unáni-mes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. Y el Apóstol recordaba cómo, a pesar de su condición divina, Jesús se despojó de su rango, tomando la condición de esclavo, actuando como un hombre cualquiera, rebajándose hasta someterse incluso a la muerte. La cruz que preside siempre nuestras asambleas debería recordarnos que la fidelidad de Jesús no fue un juego de cara a la galería, sino que supuso una tremenda realidad en aquel hombre de profundos sentimientos, que siempre actuó llevado por el amor más puro y desinteresado.


         Jesús nos invita hoy a ser responsables, coherentes con la pa-labra dada, de modo que, con la fidelidad de nuestra vida, podamos dar al mundo en que vivimos, agitado y destrozado por la ambición, la mentira, la violencia, y toda clase de injusticia, un mensaje de esperanza y de optimismo.