18 de agosto de 2017

Meditando la Palabra de Dios - Domingo XX, a


“A los extranjeros que se han dado al Señor para servirlo, para amar el nombre del Señor, los traeré a mi monte santo”. Esta advertencia del profeta iba dirigida a Israel en el momento en que comenzaba a superar el desastre que supuso el destierro al que le había conducido su infidelidad a Dios. Pero el resurgir nacional iba acompañado de un rechazo de los extranjeros que permanecían afincados en su tierra. Y Dios, por medio de su profeta, recuerda que para participar en la salvación lo que cuenta en verdad es la observancia del derecho y de la justicia. Encerrarse en los límites estrechos de las propias tradiciones, por venerables que sean, es un peligro, pues conduce a olvidar que nuestro Dios quiere salvar a todos los hombres, sin limitaciones, sin distinciones de raza, color y lengua: todos tienen derecho a amar y servir al Señor, a ser miembros de su pueblo, a participar en el culto y en la plegaria.
Este aviso del profeta dirige nuestra atención hacia la realidad  de nuestra historia espiritual. Somos cristianos porque creemos en Jesús, profeta poderoso en obras y palabras, que proclamó el amor de Dios para con los hombres, concretado en el perdón de los pecados y la promesa de una vida más allá de la muerte. Jesús llevó a cabo su misión en medio de su pueblo judío, atendiendo tanto a dirigentes como a pobres, enfermos, pecadores y marginados, sin excluir a personajes no pertenecientes a Israel, cuando se dio el caso. Pero el resultado fue que Jesús acabó crucificado por quienes veían en él un peligro para la estructura religiosa del judaísmo, prefiriendo su propia concepción de Dios al mensaje de salvación que proponía Dios mismo por medio de su Hijo Jesús. Y, después de Pascua, cuando los discípulos iniciaron la predicación del mensaje de Jesús, hubieron de superar el dilema de quedarse dentro de los límites de Israel o abrirse al mundo entero. La apertura al universalismo no fue fácil e hubo de superar graves dificultades para imponerse. El mismo Pablo, en la segunda lectura, recordaba su sufrimiento ante la contraposición existente en su tiempo entre judíos y paganos, pero expresa su convicción de que todos, al final, rotas todas las barreras, podrán participar en la salvación ofrecida por Jesús.
Es en esta perspectiva del contraste entre judíos y paganos que  el texto de Mateo que leemos hoy encuentra su lugar, evocando el encuentro de Jesús con una mujer cananea. Una mujer cananea, es decir es no judía, se acerca a Jesús y le dice: “Ten compasión de mí Señor, Hijo de David”. Pero Jesús la ignora, no le responde. Sus discípulos intervienen fastidiados por la insistencia de la mujer. “Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”, es la respuesta que obtienen. La mujer sigue insistiendo y entonces Jesús dice: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Lo que podía parecer un cruel insulto, es aprovechado por la mujer. Su sufrimiento, la necesidad de ser escuchada la empuja a agarrarse al tímido resquicio de esperanza que las palabras de Jesús dejan entrever: “Tienes razón, Señor, pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Jesús responde: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. La fe de aquella mujer la ha equiparado al pueblo escogido y le permite tener parte en la salvación de Jesús.

Ciertamente la rivalidad entre judíos y gentiles ya no existe, pero continúan existiendo en el espíritu humano aquellas tendencias que la originaron y la mantuvieron. La Iglesia, fundada por Jesús, no deja de ser una institución formada por hombres, que, a menudo, prefiere la seguridad y teme el riesgo de cambios, que se encierra en estructuras jurídicas que, a veces, impiden dejarse llevar por la fuerza del Espíritu, para buscar fórmulas nuevas que permitan vivir el mensaje de Jesús y hacerlo llegar a todos los hombres. El episodio de la cananea ha de ponernos en guardia contra cualquier tipo de exclusivismo, de particularismo, que conducen a sectarismos que pueden poner en peligro la saslvación universal que Jesús ha proclamado con su vida y su muerte.

14 de agosto de 2017

La Asunción de María Patrona del Cister


            En efecto, desde las primeras páginas de la Biblia, se recuerda cómo Dios, con su Palabra, dio vida y existencia al universo entero, colocando en él como centro de su atención al hombre y a la mujer, principio de toda la familia humana. Pero esta obra de Dios se vio frustrada por la desobediencia del hombre que pretendió ser como Dios. Y desde aquel momento se ha ido entretejiendo la historia de la humanidad, como un continuo esfuerzo de Dios para atraerse a los humanos, y las repeti-das caídas de estos, que no lograban recuperar la primitiva situación. Finalmente la Palabra de Dios, la misma con la que había creado el universo, decidió hacerse hombre y campartir con los humanos todo menos el pecado, y así el Hijo de Dios hecho Hijo del Hombre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo hasta el extremo, fue clavado en el madero de la Cruz y obtuvo así la salvación de todos.
            Pero la Palabra de Dios para hacerse hombre tomó carne en el seno de María, una virgen de Nazaret. Pero esta mujer no fue forzada para ser madre, sino que fue interpelada, se le propuso colaborar libremente con Dios, para bien del pueblo. Y Lucas, en su evangelio, afirma que aquella doncella consintió a la misión que se le proponía, diciendo: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. María creyó a la promesa de Dios, se fió de él, aunque no pudiese entender en aquel primer momento en toda su realidad, en todos sus detalles, lo que Dios pretendía de ella. Y por esto se dice: “María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”. María vivió en plenitud el misterio de la fe en Dios. Es en virtud de esta fe vivida y asumida con amor, que María acompaña a su Hijo en la obra de la Redención. Es en virtud de esta fe renovada y actualizada, incluso en la oscuridad y en la incertidumbre, que María pudo participar desde el momento mismo en que terminaba su existencia mortal de la victoria de su Hijo sobre la muerte, siendo, después de Jesús, la primicia de la resurrección, prometida generosamente a todos los que son de Cristo, como enseña san Pablo en la segunda lectura.
            En efecto, todos los que hemos sido bautizados en la muerte y la resurrección de Jesús, estamos llamados a compartir con él la gloria de la resurrección y entrar en una vida nueva, superior a la existencia que trabajosamente vamos recorriendo día a día. Esta es la fe de la Iglesia, y san Pablo llega a afirmar que si no creemos en Cristo resucitado, que nos promete resucitar con él, nuestra fe es vana y no sólo no tiene sentido llamarnos cristianos, sino que somos los más desgraciados de los hombres. Y para confirmar nuestra en el misterio de la resurrección Dios nos ha dado un signo. Lo que se nos promete en Jesús para el final de los tiempos ha empezado a ser realidad en María, la primera de la Iglesia de los creyentes, la primera en creer en la Palabra de Dios hasta hacerla vida en si misma. Hoy, al proclamar la asunción de María, la Madre de Jesús, en cuerpo y al-ma al cielo, confesamos nuestra convicción de que un día participaremos también con Jesús, con María, con todos los santos, con todos los que duermen ya el sueño de la paz, de la gloria de la vida nueva, obtenida por Jesús, con su muerte y su resurrección.

J.G.

12 de agosto de 2017

Meditando...Domingo XIX -Ciclo A



“Los discípulos viendo a Jesús andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo: Animo, soy yo, no tengáis miedo”. La página del evangelio de san Mateo que acabamos de escuchar ha evocado un episodio de la vida de Jesús que sorprende por el hecho de afirmar que caminaba  sobre las aguas del lago. Más que interrogarnos acerca de la historicidad del hecho, conviene preguntar sobre el sentido que tiene este relato y sobre el mensaje que el evangelista quiere transmitirnos.
Una atenta lectura del texto muestra el deseo de ayudar a los apóstoles a comprender quién era en realidad el Maestro a quien seguían, en el que habían puesto su esperanza. Mientras los apóstoles estaban solos en la barca, zarandeados por las olas del lago, Jesús se hizo presente caminando sobre las aguas. La sorpresa y el espanto hacen presa de los discípulos, pero Jesús se da a conocer con sus palabras e invita a desechar cualquier temor. La escena concluye con el reconocimiento pleno de Jesús, expresado por una confesión de fe: “Realmente eres el Hijo de Dios”. En la vida, experimentamos a menudo momentos de zozobra e incluso de miedo ante situaciones defíciles, que se nos escapan, sintiéndonos pobres y abandonados. En estas circunstancia conviene tener presente que Jesús permanece cerca de nosotros, que a veces puede hacerse presente de forma insolita, suscitando temor y desasosiego. Pero su palabra no da siempre confianza: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!”.
Pero el apóstol Pedro pide a Jesús poder andar sobre el agua: “Si eres tú, mándame ir hacia ti sobre el agua”. Antes de la pasión, este mis moPedro manifestará su voluntad de acompañar a Jesús hasta la muerte, pero, a la primera dificultad, no dudará en negarle. Ahora, invitado por Jesús a  caminar sobre el agua, en el momento crucial le falta fe, y empieza a hundirse. “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?” le echa en cara Jesús. La lección es muy clara: Hay que aferrarse a la Palabra de Dios hecha hombre en Jesús, con una fe total y decidida, si queremos dar sentido a nuestra vida y, después, tener parte en la salvación que Jesús ha venido a anunciar. En el compromiso con Jesús no caben dudas o vacilaciones.
Quizá es fácil criticar a Pedro por su atrevimiento. Pero  el gesto de Pedro, por su osadía, que tiene como fundamento su fe en Jesús: “Si eres tú, mándame venir hacia ti andando sobre el agua”, merece más admiración que la actitud de los demás apóstoles, que permanecen cómodamente instalados en la precaria seguridad de las maderas que forman la barca. A esos les falta la fe en Jesús, para lanzarse con atrevimiento e iniciativa a emprender nuevas esperiencias.
Esta escena del lago ha de entenderse como una manifestación más de Dios de las muchas que recuerda la Biblia. La primera lectura ha recordado la manifestación de Dios al profeta Elías en la montaña del Horeb. Elías, perseguido a muerte por su fidelidad a Dios, superando el desánimo que lo atenazaba, peregrina hasta la montaña santa. Y allí Elías puede gozar de la intimidad de Dios, no en el estruendo de huracanes, terremotos o incendios, sino en el susurro ligero de la brisa. Dios se insinúa en el espíritu de Elías con la suavidad enérgica del Espíritu, para hacer de él el testigo ardiente e invencible de los derechos del Señor entre su pueblo.
En la segunda lectura, san Pablo ha recordado el drama  del pueblo de Israel, adoptado por Dios como hijo, pero que cuando vino Jesús los suyos no le recibieron. Esta realidad es una advertencia a cuantos hemos aceptado creer en Jesús, los cristianos, para apreciar el don recibido de la fe y conservarlo, no sea que nos pase lo que a Pedro, que, a pesar de caminar sobre el agua, por haber dudado se hundió en el mar. La fe en Jesús es la única seguridad que los hombres podemos tener si queremos atravesar la vida tratando de dar un sentido a la misma. Pero si en algún momento nuestra fe decae, si sentimos que nos hundimos, no olvidemos de gritar al Señor, que nos ayudará, que extenderá su mano y nos dará la posibilidad de llegar a puerto.
J.G.