28 de julio de 2017

Meditando la Palabra de Dios -Domingo XVII A

           
           “Da a tu siervo un corazón dócil para discernir el mal del bien”. Según el primer libro de los Reyes, el joven rey Salomón, el hijo de David, al comienzo de su reinado, hizo esta la petición a Dios, y el autor del libro sagrado afirma que agradó a Dios. Es posible que para muchos, preocupados por alcanzar larga vida, riqueza, fama, placer o poder, la petición de Salomón aparecerá como algo fuera de lugar. El joven Salomón pide a Dios discernimiento para escuchar y gobernar, es decir para tratar a las personas como personas, ayudarles y facilitarles la vida, para construir junto con ellos algo positivo. Esta actitud de Salomón corresponde a lo que la Biblia acostumbra a llamar sabiduría, es decir aquella actitud necesaria para bien vivir. Y esta sabiduría corresponde al contenido de la predicación de Jesús acerca del Reino de Dios que está llegando. Con su anuncio del Reino de Dios, Jesús invita a vivir según la sabiduría, aceptando la soberanía de Dios, de modo que los hombres se esfuercen en actuar según el estilo de Dios, ejercitándose en la caridad frente al egoismo, buscando la sencillez frente a la soberbia, el espíritu de austeridad frente a la vida cómoda y despreocupada.
         Las dos primeras parábolas del evangelio de hoy, la del tesooro encontrado en un campo y la perla de gran valor, expresan la importancia que el mensaje del Reino tiene para Jesús. Jesús habla de de bienes materiales y caducos como pueden ser los tesoros y las perlas porque conoce el corazón humano. El tesoro, la perla fina despiertan un afan exigente de adquisición y, en consecuencia, aquellas personas no dudan en vender todo lo que poseen para alcanzar lo que para ellos supone su gran oportunidad, lo que puede cambiar su existencia, su modo habitual de ser y de actuar. Las dos parábolas reclaman la necesidad de gestos generosos, de decisiones radicales capaces de tranformar una vida, ante el don de Dios. En la historia ha habido muchos hombres y mujeres que han hecho opciones de este tipo, y no solo en ámbito religioso, sino también en otros niveles humanos: darlo todo para alcanzar el ideal. En la perspectiva del Reino, cuando alguien está convencido que Dios le ama, y que todo sirve para su bien, como recordaba san Pablo en la segunda lectura, sabe ser generoso. Y un gesto de este tipo será compensado por la gran magnificencia de Dios hacia quienes se le confían.
         La sabiduría que Salomón pide a Dios y Jesús recomienda en el evangelio no es un lujo superfluo. Es una necesidad si se tiene en cuenta el mundo en que vivimos. La tercera parábola de hoy describe la actividad de los pescadores: la red lanzada al agua, los peces apresados, la selección que se hace una vez terminada la jornada. Con esta parábola, Jesús evoca la realidad del mundo en que vivimos, un mundo que está muy lejos del ideal que el anuncio del Reino podría hacer pensar. La comunidad de santos que Jesús deseaba, mientras esté en este mundo, está sometida a la contrariedad y a la lucha, al error y a la injustia. Los apóstoles, los nuevos pes-cadores del Reino, tienen encomendada una tarea onerosa y, a la vez desalentadora. La evangelización supone lanzar la red, y no siempre los peces que caen en ella son los mejores. Pero Jesús advierte que no por eso hemos de desanimarnos, ni angustiarnos. Lo importante es no cansarse nunca, tirar una y otra vez la red, aceptar lo que se recoge e seguir adelante de nuevo con ilusión renovada.

         El evangelio de hoy deja un mensaje esperanzador. La suerte del Reino que Jesús anuncia, a pesar de las reales o aparentes contrariedaes o fracasos, está asegurada. La victoria será para Dios y su reino, Lo importante es aceptar la realidad de la sabiduría que viene del cielo, y abrazar con decisión el proyecto del Reino de Dios, sin buscar compromisos que reduzcan sus exigencias. Tengamos pre-sente que nuestro Dios, el Dios de Jesucristo, es algo más que un Dios frio y académico, hecho de definiciones abstractas. Nuestro Dios nos llama a actuar. Es el Dios que nos dice por Jesús: lo que hiciste con uno de esos pequeños, a mi me lo hiciste. Esta es la verdadera sabiduría, este es el tesoro, la perla valiosa que ha de movernos a dejarlo todo para adquirirla una vez por todas.

21 de julio de 2017

Meditando la Palabra de Dios -Domingo XVI


         “Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré lo secreto des-de la fundación del mundo”. Con esta cita del salmo 77, Jesús quiere justificar el uso de parábolas para exponer su mensaje. Enviado por Dios para anunciar la inminente llegada del reino de los cielos, ilustra los diversos aspectos del mensaje utilizando relatos e imágenes entresacadas de la vida cotidiana para que todos puedan entenderle. El evangelio de hoy  invita a considerar algunos aspectos de este reino de los cielos con tres parábolas: la de la zizaña que nace mezclada con el trigo, la del minúsculo grano de mostaza que se transforma en gran arbusto, y la de la levadura que trabaja silenciosa pero eficazmente. Tres aspectos complementarios de una misma realidad, que a veces  resulta difícil de comprender.
            La parábola de la zizaña sirve para evocar el aspecto dramático de la historia de los hombres. La antítesis entre la buena simiente y la zizaña recuerda que la llamada de Dios a menudo choca con la oposición de los que rechazan la salvación, permaneciendo sordos a la invita­ción de Dios hecha por Jesús. Se trata del drama de la presencia del mal en la historia humana, misterio que a menudo produce escándalo y que no es fácil de explicar. Considerando el ritmo divino de la salvación, es normal la impa­ciencia de aquellos que se les hace difícil aceptar una situación en la que coexisten el bien y el mal, y peor aún cuando el mal tiende a sobreponerse y a ahogar el bien, impidiéndole su plena manifesta­ción. Así surge la  tentación de querer arrancar el mal, para que el bien domine con todo su esplendor. Pero Jesús  invita a calmar esta impaciencia: no es ahora el momento de arrancar la zizaña, ya que existe el riesgo de arrancar también el trigo. Hay que dejarlos crecer juntos hasta el momento de la siega. Entonces tendrá lugar la definitiva y justa descriminación, con el triunfo del bien por encima del mal.
            El problema de la coexistencia del bien y del mal, de la justicia y de la injusticia es  una realidad constante en el espíritu del hombre y, a lo largo de la Biblia, aparecen muchos intentos de esclarecer esta  problemática. A eso se refería hoy la lectura del libro de la Sabiduría al describir a Dios como autor de todo lo creado y poderoso soberano que gobierna con justicia y equidad. Su bondad asegura la exclusión de arbitrariedades e imparcialidades en su modo de actuar; pues Dios juzga con gran moderación y no duda en perdonar con generosidad. Pero se dan situaciones que pueden aparecer ilógicas desde un sentido humano de la justicia, como puede ser el caso de la paciencia divina con los contumaces opositores a la voluntad de Dios. El autor amonesta a los paladines exagerados de la justicia recordando con énfasis que el justo debe ser humano y que Dios ofrece a sus hijos la dulce esperanza de que, incluso en el pecado, queda siempre ofrecida generosamente la posibilidad del arrepentimiento.
            Las otras dos parábolas del evangelio de hoy ilustran aspectos complementarios, pero no menos importantes. El grano de mostaza, la más pequeña de  las semillas, que al crecer se transforma en un arbusto capaz de cobijar a los pájaros, sirve a Jesús para recordar al pequeño grupo de sus seguidores, pobres e indefensos según el pensar humano, que les espera la actividad ingente de llevar el evangelio hasta los confines del orbe. Y para prevenir el peligro de preferir el éxito fugaz que pasa raudo sin dejar rastro, añade la parábola de la levadura, que, mezclada con la harina, silenciosa pero eficazmente transforma desde dentro toda la masa. Aparecen delineadas las dos coordenadas del reino de los cielos: la grandiosidad del resultado final, aunque por el momento se nos escape su dimensión, y la vitalidad y eficacia internas que dan al reino su consistencia, constatables ya desde ahora.

            Para entrar en esta perspectiva de la paciencia divina hace falta, como recordaba San Pablo, la fuerza del Espíritu que viene en ayuda de nuestra debilidad. El Espíritu, que hemos recibido en el bautismo y la confirmación, nos enseña a orar, o mejor aún, hace suya nuestra plegaria para conformarla según Dios, de modo que obtenga la gracia necesaria para caminar por la vida hasta llegar a poseer en plenitud la realidad a la que hemos  sido llamados.

J.G.

14 de julio de 2017

Meditando la Palabra de Dios - Domingo 15 -A


“Como bajan la lluvia y la nieve del cielo y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, así será mi palabra que sale de mi boca”. Un profeta profería estas palabras para suscitar en el corazón de los hombres la esperanza, para inculcar a los mortales que no son objetos inermes, zarandeados por las fuerzas incontroladas del universo, perdidos en el oleaje de la casualidad o de un sino impersonal y cruel, sino que son objeto del amor personal de Dios, que los ha llamado por nombre a la vida con su palabra, que los sostiene y dirige constantemente con su acción, en espera de acogerlos en aquella realidad nueva e indefectible que, para expresarla de alguna manera, llamamos Reino de Dios. Esta visión de la realidad que nos propone la Escritura y que aparece teñida de esperanza y optimismo choca irremediablemente con el panorama que cada día se presenta ante nuestra mirada al contemplar el mundo concreto en que vivimos. Hoy san Pablo recordará que la creación entera está sometida a la frustración, que gime toda ella con dolores de parto en la esperanza de verse liberada de la esclavitud de la corrupción y poder gozar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
         Pero no es fácil escuchar esta llamada a la esperanza que se nos comunica en nombre de Dios. La sociedad en que vivimos con el progreso que la caracteriza a todos los niveles, puede llevarnos a pensar que una visión religiosa del cosmos es algo ya superado, que el hombre tiene motivos suficientes para considerarse adulto, y por tanto desligado de toda dependencia a instancias superiores, como en el fondo propone todo discurso religioso, con la idea de un Dios creador y juez, con un sistema de preceptos y normas que tratan de regular el comportamiento humano, y en consecuencia limitar su libertad, su independencia. Pero los humanos, entre sus derechos y privilegios conservan la posibilidad de examinar la realidad de la existencia desde el ángulo de Dios y de su revelación.
         En la medida en que somos creyentes y sin olvidar las angustias de la creación que nos recordaba san Pablo, la lectura del evangelio propone un mensaje sumamente sugestivo: la parábola del sembrador, como se acostumbra a llamara: “Salió el sembrador a sembrar”. Una lectura atenta de este texto invitaría a proponerle un nuevo título: la parábola de la simiente, porque de hecho es ella la  protagonista del relato. El sembrador que esparce la semilla no es más que simple instrumento. Pero instrumento generoso: la semilla es esparcida a manos llenas, generosamente, sin cálculo. En efecto la Escritura no pierde ocasión para subrayar que Dios es generoso de cara a los hombres, que sus dones se ofrecen a todos: hace salir el sol sobre buenos y malos, sobre justos e injustos. Desde este punto de vista no hemos de tener temor alguno. Esta semilla desparramada es imagen de la pro-mesa de lo nuevo que cabe esperar del amor generoso de Dios.

         Así como la semilla es repartida sin limitación y es la misma para todos, el suelo que la recibe ofrece disposiciones muy distintas en orden a hacerla fructificar. Jesús, en la explicación que hace de la parábola las enumera, casi tipificándolas: el borde del camino, el suelo pedregoso, las zarzas y la tierra buena. El resultado que tendrá la semilla será distinto según el terreno que la recibe. Es importante recordarlo. Muy a menudo se acostumbra a dar la culpa a Dios de todo lo que no funciona en el universo, pero no nos damos cuenta que este modo de pensar es un esfuerzo de evasión ante las exigencias de nuestra responsabilidad. Dios ha puesto el universo con todas sus potencialidades en manos de los hombres y les ha recomendado: “Creced y multiplicaros, llenad la tierra y sometedla”. Nuestra época nos muestra lo que el ingenio humano, don de Dios, ha sido capaz de obtener. Y queda aún un largo y rico camino a recorrer. Pero no es justo atribuirse los logros obtenidos y poner a cuenta de Dios los resultados de nuestro egoismo, de nuestra ambición, de nuestra falta de responsabilidad. La parábola de hoy invita a preguntarnos si somos tierra buena capaz de hacer germinar, o camino transitado en el que nada puede crecer, o terrreno pedregoso que agota toda iniciativa, o montón de zarzas que ahogan la vida. Definamos nuestra actitud para darnos generosamente al trabajo que se nos ha encomendado, como miembros de la gran familia humana, a la que nos debemos para no pasar en vano por la vida.