29 de abril de 2017

Pascua. III domingo. Ciclo A


        “Los dos discípulos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido al Señor al partir el pan”. Con estas palabras concluye san Lucas el relato del encuentro con el Resucitado de dos de sus discípulos. La noticia, en sí simple y sin complicaciones, encierra un mensaje válido para todos los tiempos. En efecto, el evangelsita empieza por describir el desencanto y el pesimismo, de aquellos dos hombres, que había sido testigos de cómo Jesús se había manifestado como profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y todo el pueblo, suscitando en ellos una esperanza de salvación, que se derrumbó ante el espectáculo de la cruz y de la sepultura. El desánimo le lleva a volver sobre sus pasos, a abandonar la comunidad y regresar a sus quehaceres habituales. Todos lo que hemos aceptado creer, en determinados momentos nos entra la duda, nos preguntamos si valía la pena poner nuestra confianza en Jesús, si realmente es el Salvador del mundo o hemos sido objeto de un error de cálculo o de una ilusión pasajera. Toda crisis no es esencialmente mala o inútil. Puede ser una ocasión para reflexionar más seriamente y renovar nuestro compromiso con el Señor.
         Pero los dos discípulos no pueden alejar de sus mentes la experiencia vivida, que se convierte en tema de sus conversaciones. Tan ensimismados están en sus cavilaciones que no dudan en compartirlas con un desconocido que se les junta por el camino. Pero el recien llegado pasa de objeto de una comunicación acerca de un tema a sujeto de una evangelización. Aquellos dos hombres, agobiados tienen los ojos tapados por sus perjuicios, por no haber penetrado con el corazón generoso en las enseñanzas que el Maestro les impartia mientras estaba con ellos. Ahora en cambio experimentan cómo su corazón ardía mientras el desconocido les explicaba las Escrituras. Puede sucedernos también a nosotros que las verdades que ya sabemos, pero que a pesar de todo quedan en la penumbra, en un momento concreto, por acción del Espíritu, aparecen bajo una luz nueva y suscitan nuestra adhesión, se convierten en fuerza viva capaz de impulsar nuestra existencia por sendas nuevas.
         Pero como todas las realidades humanas, la presencia del Señor tiene sus momentos y, a menudo, aquella sensación extraordinaria pasa, se desvanece. Vivimos siempre en la Pascua del Señor, es decir estamos en régimen de provisionalidad, en la experiencia del paso del Señor. Los discípulos nos indican cuál ha de ser nuestra actitud ante el Señor que pasa: “Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída”. El problema es que no siempre tenemos esta lucidez de sentir que el atardecer asoma, que nuestro día se encamina hacia el oscurecimiento. Demasiado a menudo vivimos en una especie de aturdimiento que nos impide ser conscientes de la realidad voluble y cambiante de la vida, se nos hace difícil vivir alerta, como el Señor nos recomienda a menudo.

         El desconocido atiende al ruego que se le hace y se queda con ellos. Y después de una jornada de camino en la que los dos discípulos han podido escuchar y saborear la enseñanza del desconocido, sus ojos sólo se abren para reconocerlo, cuando parte el pan, cuando lleva a cabo el gesto típico de la comida fraterna del pueblo de Dios. El reconocimiento es tal que, sin calcular el cansancio de una jornada de viaje, vuelven a Jerusalén, se reintengran en la comunidad, convertidos en evangelistas de la buena nueva: “El Señor ha resucitado”. El relato de los discípulos de Emaús contiene el esquema fundamental de toda celebración cristiana. Abramos nuestro corazón para que podamos entender las Escrituras y comprometámonos en partir el pan con nuestros hermanos. Así seremos de verdad discípulos de Jesús resucitado.

21 de abril de 2017

Pascua: II Domingo -Ciclo A

       

“Estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos”. El evangelista no duda en recordar que los discípulos se escondían, que el miedo les oprimía, a pesar de que, aquella misma mañana, Pedro y Juan pudieron constatar que la tumba estaba vacía y María Magdalena no dudaba en proclamar que había visto al Señor resucitado. Sin duda el hecho mismo de la pasión, la misma actitud que adoptaron ante tales acontecimientos, la ligereza con que habían abandonado e incluso negado a Jesús, había traumatizado profundamente el ánimo de aquellos hombres. A todo esto además se sumaba además el miedo a los judíos, por temor de represalias. Es en este contexto más bien negativo que hay que leer la narración de la primera aparición a los apóstoles que cuenta el evangelista san Juan. Contra toda esperanza, humanamente hablando, a aquellos hombres temerosos les fue dado ver con sus propios ojos a aquél que vieron clavado a la cruz, y que ahora está ante ellos resucitado, que les comunica su paz, que les ofrece su Espíritu. Y a continuación aquellos hombres que se habían encerrado en el cenáculo se convierten en ardientes propagadores del evangelio, no dudando en salir de su refugio, y enfrentarse con el mundo y los hombres, hasta dar incluso la vida por el Maestro.
         El episodio de Tomás, de sus dudas después de la primera aparición y su confesión admirable en la segunda, completa el cuadro y muestra que el mensaje del evangelista no es privativo del grupo de los íntimos que vivieron aquella experiencia, sino que se alarga a todos los que aceptan creer el mensaje de la resurrección de Jesús. El que cree, haya tocado o no las llagas del Crucificado, reciba la paz de Jesús, el don del Espíritu y está llamado a proclamar con la palabra y la vida el mensaje pascual.
         Y es a partir de esta experiencia que empieza a organizarse la Iglesia, la comunidad de los creyentes, como recordaba hoy la lectura de los Hechos de los Apóstoles. Lucas esboza cómo ha de ser la comunidad cristiana. El primer criterio de autenticidad es la constancia en escuchar las enseñanzas de los apóstoles. Por enseñanzas de los apóstoles hay que entender cuanto ellos comunican de la vida y de la predicación de Jesús, que ellos vivieron intensamente. Esta comunión en la fe tiene sus consecuencias en la vida práctica, y suscita una comunidad de vida que ha de manifestarse en el pensar y actuar, hasta llegar poner en común todo lo que poseían: vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos. Tal modo de actuar, que supera las tendencias de la naturaleza humana, necesita una ayuda espiritual que los cristianos encuentran en la fracción del pan, es decir en la celebración de la Eucaristía, y en la plegaria. Esta es la imagen que Lucas ofrece de la primera comunidad cristiana, y que es fuente de alegría para los que la viven, y para los demás motivo de admiración y testimonio que convence a los que aún no creen.

         Esta descripción de la experiencia de vida de la primera comunidad cristiana, tiene su complemento en lo que san Pedro afirma  en la segunda lectura. La realidad que la resurrección de Jesús ha obtenido va más allá de una vida fraternal bien organizada, basada en el amor y la participación de los bienes. Se trata de una esperanza viva para una herencia imperecedera que poseeremos únicamente después de nuestra muerte, cuando estaremos con Jesús en su Reino. Así se afirma el doble sentido de la realidad cristiana: ya hemos recibido esta herencia, en la fe, en la esperanza, pero es necesario trabajar, superar las dificultades que la vida pueda deparar, hasta que llegue el momento en que nuestra vocación hallará su plenitud. La vida cristiana, hecha de fe, de esperanza, de amor, de alegría, de paz, tiene un sentido dinámico, es un continuo crecer hasta el día de la manifestación definitiva de Jesucristo. Celebrar las fiestas pascuales quiere decir recordar cuanto ha hecho por nosotros el Señor Jesús, pero es también una llamada a responder con generosidad, para asegurar la vocación que hemos recibido y aceptado en el bautismo, y a trasmitirla con nuestro testimonio a los demás hombres, nuestros hermanos. 

15 de abril de 2017

PASCUA DE RESURRECCIÓN

Aleluya. Cristo ha resucitado y con
su claridad Ilumina  al pueblo
rescatado con su sangre. Aleluya.


        “Entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos”. El evangelista san Juan ha recordado como los apóstoles Pedro y Juan, alertados por María Magdalena, corrieron al sepulcro de Jesús para cerciorarse por sí mismos de que allí algo había sucedido. Aquellos hombres que acompañaron al Maestro mientras predicaba el mensaje del Reino, habían quedado desconcertados ante la terrible muerte de Jesús en la cruz. En aquella mañana de Pascua es fácil imaginar la tristeza y el desánimo de aquellos hombres, cuyas esperanzas puestas en su amado Maestro se habían derrumbado estrepitosamente. ¿Quién de nosotros no ha vivido alguna que otra vez situaciones parecidas ante algo que se derrumba? 
              El aviso de María Magdalena despiertó a los dos apóstoles de sus tristes pensamientos. Unas palabras bastan para que Pedro deje de atormentarse por sus negaciones y Juan venza su sensibilidad herida por los acontecimientos vividos al pie de la cruz. El rescoldo, aunque cubierto de ceniza, no está apagado. Basta una bocanada de aire fresco y la llamita aparece, dispuesta a provocar un incendio. Y aquellos hombres, serios y graves, no dudan en ponerse a correr. Pero cuando llegan al lugar encuentran sólo un sepulcro vacío y unas vendas por el suelo. Poco, muy poco es lo que encuentran.        Sin embargo, este poco basta para que el evangelista pueda decir decididamente: “Vio y creyó”. Lo poco que ven les permite dar un paso enorme, que queda resumido en las palabras del evangelista: “Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos”.
              De las palabras de María Magdalena se deduce que estaba que alguien se había llevado el cuerpo. Pero ese alguien no se habría entretenido en quitar las vendas y el sudario para dejarlos donde estaban cuando cumplían su misión adheridos al cuerpo sin vida. A los dos apóstoles se les abren los ojos del espíritu, ven más allá de aquellos pobres y mudos lienzos, y en su corazón no dudan en proclamar: ¡El Señor ha resucitado verdaderamente! La consecuencia: el débil y miedoso Pedro no dudará en afirmar: “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo. Lo mataron colgándole de un madero, pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver. Nos encargó predicar al pueblo que los que creen en él reciben, por su nombre el perdón de los pecados”. Y cuando las autoridades de Israel intentan hacerle callar, exclama: “¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? Juzgadlo vosotros.”
         Y en Juan, toda la ternura que hirió su corazón mientras veía morir a quien le amaba de verdad, se convirtió en mensaje dicho y repetido hasta la saciedad: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”.
         A Pedro y a Juan la experiencia vivida junto al sepulcro les transforma. Desde ahora ya no mirarán hacia atrás. Su correr hacia el sepulcro se convierte en carrera rápida y decidida. Unas palabras de Pablo se pueden aplicar a ellos: “Continuo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús. Olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, que es Cristo”. Que el ejemplo de los apóstoles que ha evocado este evangelio que acabamos de proclamar en nuestra celebración de la Pascua, reavive nuestra fe, fortalezca nuestra voluntad y nos haga conscientes de nuestra condición de testigos de la Resurrección, que, desde nuestro bautismo y confirmación, configura nuestra condición de cristianos, de discípulos del Señor resucitado.
J.G