21 de abril de 2017

Pascua: II Domingo -Ciclo A

       

“Estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos”. El evangelista no duda en recordar que los discípulos se escondían, que el miedo les oprimía, a pesar de que, aquella misma mañana, Pedro y Juan pudieron constatar que la tumba estaba vacía y María Magdalena no dudaba en proclamar que había visto al Señor resucitado. Sin duda el hecho mismo de la pasión, la misma actitud que adoptaron ante tales acontecimientos, la ligereza con que habían abandonado e incluso negado a Jesús, había traumatizado profundamente el ánimo de aquellos hombres. A todo esto además se sumaba además el miedo a los judíos, por temor de represalias. Es en este contexto más bien negativo que hay que leer la narración de la primera aparición a los apóstoles que cuenta el evangelista san Juan. Contra toda esperanza, humanamente hablando, a aquellos hombres temerosos les fue dado ver con sus propios ojos a aquél que vieron clavado a la cruz, y que ahora está ante ellos resucitado, que les comunica su paz, que les ofrece su Espíritu. Y a continuación aquellos hombres que se habían encerrado en el cenáculo se convierten en ardientes propagadores del evangelio, no dudando en salir de su refugio, y enfrentarse con el mundo y los hombres, hasta dar incluso la vida por el Maestro.
         El episodio de Tomás, de sus dudas después de la primera aparición y su confesión admirable en la segunda, completa el cuadro y muestra que el mensaje del evangelista no es privativo del grupo de los íntimos que vivieron aquella experiencia, sino que se alarga a todos los que aceptan creer el mensaje de la resurrección de Jesús. El que cree, haya tocado o no las llagas del Crucificado, reciba la paz de Jesús, el don del Espíritu y está llamado a proclamar con la palabra y la vida el mensaje pascual.
         Y es a partir de esta experiencia que empieza a organizarse la Iglesia, la comunidad de los creyentes, como recordaba hoy la lectura de los Hechos de los Apóstoles. Lucas esboza cómo ha de ser la comunidad cristiana. El primer criterio de autenticidad es la constancia en escuchar las enseñanzas de los apóstoles. Por enseñanzas de los apóstoles hay que entender cuanto ellos comunican de la vida y de la predicación de Jesús, que ellos vivieron intensamente. Esta comunión en la fe tiene sus consecuencias en la vida práctica, y suscita una comunidad de vida que ha de manifestarse en el pensar y actuar, hasta llegar poner en común todo lo que poseían: vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos. Tal modo de actuar, que supera las tendencias de la naturaleza humana, necesita una ayuda espiritual que los cristianos encuentran en la fracción del pan, es decir en la celebración de la Eucaristía, y en la plegaria. Esta es la imagen que Lucas ofrece de la primera comunidad cristiana, y que es fuente de alegría para los que la viven, y para los demás motivo de admiración y testimonio que convence a los que aún no creen.

         Esta descripción de la experiencia de vida de la primera comunidad cristiana, tiene su complemento en lo que san Pedro afirma  en la segunda lectura. La realidad que la resurrección de Jesús ha obtenido va más allá de una vida fraternal bien organizada, basada en el amor y la participación de los bienes. Se trata de una esperanza viva para una herencia imperecedera que poseeremos únicamente después de nuestra muerte, cuando estaremos con Jesús en su Reino. Así se afirma el doble sentido de la realidad cristiana: ya hemos recibido esta herencia, en la fe, en la esperanza, pero es necesario trabajar, superar las dificultades que la vida pueda deparar, hasta que llegue el momento en que nuestra vocación hallará su plenitud. La vida cristiana, hecha de fe, de esperanza, de amor, de alegría, de paz, tiene un sentido dinámico, es un continuo crecer hasta el día de la manifestación definitiva de Jesucristo. Celebrar las fiestas pascuales quiere decir recordar cuanto ha hecho por nosotros el Señor Jesús, pero es también una llamada a responder con generosidad, para asegurar la vocación que hemos recibido y aceptado en el bautismo, y a trasmitirla con nuestro testimonio a los demás hombres, nuestros hermanos. 

15 de abril de 2017

PASCUA DE RESURRECCIÓN

Aleluya. Cristo ha resucitado y con
su claridad Ilumina  al pueblo
rescatado con su sangre. Aleluya.


        “Entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos”. El evangelista san Juan ha recordado como los apóstoles Pedro y Juan, alertados por María Magdalena, corrieron al sepulcro de Jesús para cerciorarse por sí mismos de que allí algo había sucedido. Aquellos hombres que acompañaron al Maestro mientras predicaba el mensaje del Reino, habían quedado desconcertados ante la terrible muerte de Jesús en la cruz. En aquella mañana de Pascua es fácil imaginar la tristeza y el desánimo de aquellos hombres, cuyas esperanzas puestas en su amado Maestro se habían derrumbado estrepitosamente. ¿Quién de nosotros no ha vivido alguna que otra vez situaciones parecidas ante algo que se derrumba? 
              El aviso de María Magdalena despiertó a los dos apóstoles de sus tristes pensamientos. Unas palabras bastan para que Pedro deje de atormentarse por sus negaciones y Juan venza su sensibilidad herida por los acontecimientos vividos al pie de la cruz. El rescoldo, aunque cubierto de ceniza, no está apagado. Basta una bocanada de aire fresco y la llamita aparece, dispuesta a provocar un incendio. Y aquellos hombres, serios y graves, no dudan en ponerse a correr. Pero cuando llegan al lugar encuentran sólo un sepulcro vacío y unas vendas por el suelo. Poco, muy poco es lo que encuentran.        Sin embargo, este poco basta para que el evangelista pueda decir decididamente: “Vio y creyó”. Lo poco que ven les permite dar un paso enorme, que queda resumido en las palabras del evangelista: “Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos”.
              De las palabras de María Magdalena se deduce que estaba que alguien se había llevado el cuerpo. Pero ese alguien no se habría entretenido en quitar las vendas y el sudario para dejarlos donde estaban cuando cumplían su misión adheridos al cuerpo sin vida. A los dos apóstoles se les abren los ojos del espíritu, ven más allá de aquellos pobres y mudos lienzos, y en su corazón no dudan en proclamar: ¡El Señor ha resucitado verdaderamente! La consecuencia: el débil y miedoso Pedro no dudará en afirmar: “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo. Lo mataron colgándole de un madero, pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver. Nos encargó predicar al pueblo que los que creen en él reciben, por su nombre el perdón de los pecados”. Y cuando las autoridades de Israel intentan hacerle callar, exclama: “¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? Juzgadlo vosotros.”
         Y en Juan, toda la ternura que hirió su corazón mientras veía morir a quien le amaba de verdad, se convirtió en mensaje dicho y repetido hasta la saciedad: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”.
         A Pedro y a Juan la experiencia vivida junto al sepulcro les transforma. Desde ahora ya no mirarán hacia atrás. Su correr hacia el sepulcro se convierte en carrera rápida y decidida. Unas palabras de Pablo se pueden aplicar a ellos: “Continuo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús. Olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, que es Cristo”. Que el ejemplo de los apóstoles que ha evocado este evangelio que acabamos de proclamar en nuestra celebración de la Pascua, reavive nuestra fe, fortalezca nuestra voluntad y nos haga conscientes de nuestra condición de testigos de la Resurrección, que, desde nuestro bautismo y confirmación, configura nuestra condición de cristianos, de discípulos del Señor resucitado.
J.G

Vigilia Pascual - A

            

          “Vosotras no temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No, está aquí: ha resucitado, como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía e id aprisa a decir a sus discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos”. El mensaje del ángel abre recuerda que ha empezado una nueva etapa, y en consecuencia es necesario renovarse, pues Jesús ha resucitado de entre los muertos y va por delante de nosotros. 
            A la luz del Resucitado, la liturgia de la palabra ha subrayado algunos momentos de la historia de la salvación que permiten entender la voluntad salvadora de Dios, que a través de los tiempos ha ido preparando la victoria pascual de Jesús. En primer lugar el relato de la creación recordaba a la vez cómo la Palabra creadora de Dios por su espíritu fecunda contínuamente el universo; y a pesar del pecado del hombre, Dios decide una nueva y definitiva intervención divina, que es precisamente nuestra redención. En esta historia la figura de Abrahán, que cree en la palabra de Dios, y espera contra toda esperanza, es el modelo para nuestra fe personal en la vida de cada día.
De modo semejante, el paso del mar Rojo, manifestación típica de las intervenciones de Dios en la historia para salvar a los que creen en él, es también al mismo tiempo imagen de lo que se realiza en nosotros por medio del bautismo cristiano.
         El mensaje de los profetas completa la visión de la historia de la salvación. Los dos fragmentos del libro de Isaías aseguran que todo puede cambiar, porque Dios no ha cesado nunca de manifestar su amor, un amor que contínuamente está creando, un amor que va más allá de cualquier necesidad, un amor que se ha concretado en la alianza que Dios ha ofrecido a los hombres y que en Jesucristo ha llegado a ser la alianza nueva y eterna. Siguen las palabras del profeta Baruc, evocando la presencia salvadora de la Sabiduría de Dios, que ha venido a la tierra y ha convivido con los hombres, contienen una invitación a dar una respuesta a tantos beneficios. Y esta nueva creación, que es la obra de Dios, como recuerda Ezequiel, ha tomado la iniciativa para purificar y renovar a su pueblo con la aspersión del agua pura, con el don del Espíritu nuevo que renovará el corazón de los hombres, a fin de que aprendan a vivir según sus mandamientos.
         El apóstol Pablo ha recordado la relación existente entre la resurrección de Jesús y nuestro renacimiento espiritual. El bautismo ha realizado nuestra participación en la muerte y resurrección de Jesús, realidad que hemos de demostrar tratando de vivir una vida nueva por la fuerza del Espíritu Santo que hemos recibido.
         Hoy la liturgia ofrece la posibilidad de renovar nuestras promesas bautismales, renunciando al pecado y a las seducciones del mal y confesando nuestra fe en el Dios Uno y Trino. Olvidando nuestro pasado, hemos de aprovechar esta oportunidad para responder con decisión a la llamada de Dios e iniciar una vida nueva. Y la Eucaristía  señalará nuestro encuentro con el Señor resucitado. No se nos concede como se concedió a los apóstoles ver con nuestros ojos al Señor, pero no podemos olvidar las palabras que dijo a Tomás: Dichosos los que crean sir haber visto.

         Las mujeres que fueron a visitar el sepulcro, no se dejaron impresionar por el hecho de encontrar  la tumba vacía. Aceptando la palabra del ángel, se convierten en los primeros mensajeros de la buena nueva, anunciado a todos que el Señor ha vencido a la muerte y ha resucitado. Pero como nos dice el evangelio, no todos las creyeron, sino más se permitieron el lujo de interpretar sus palabras como imaginaciones que no merecían crédito. Que el Señor nos haga ser testigos de la victoria del Señor, anunciando con nuestra palabras y sobre todo con nuestra vida, que el Señor ha resucitado realmente.

J.G.