17 de febrero de 2017

VII domingo del T.O. - Ciclo A

          

            Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Jesús proclama hoy un aspecto típico, característico de la fe cristiana, como es el amor a los enemigos. Es éste uno de los puntos más difíciles del mensaje del Evangelio, porque, en efecto, todos llevamos escrito en las fibras de nuestro ser el instinto de la defensa, que nos lleva a reaccionar vivamente delante de la injusticia de cualquier tipo que se nos puede hacer. A veces, los que queremos considerarnos cristianos, tratamos de acomodar de alguna manera la exigencia de Jesús, cuando, ante una realidad de ofensa o de injusticia, afirmamos, creyendo ser verdaderamente generosos: Yo perdono, pero no olvido. Pero si somos sinceros con nosotros mismos, hemos de reconocer que esta actitud no va de acuerdo con lo que dice Jesús, que  invita a hacer el bien e incluso a orar por quienes nos hacen sufrir. Jesús no sólo nos lo ha enseñado con sus palabras, sino sobre todo con su ejemplo: clavado en la cruz, decía al Padre: “Perdónalos, que no saben lo que hacen”.

            La reacción violenta, expresada por el odio y la venganza, ante una ofensa recibida, aparece en la historia del hombre desde sus comienzos. Para poner un cierto freno a la venganza incontrolada, aparece ya en la antiguedad una ley, la ley del talión, universal en el mundo de entonces y recogida en casi todas las legislaciones de aquel tiempo, que la misma Biblia expresa con la frase famosa: “Ojo por ojo, diente por diente”. Una ley dura, si se quiere, pero que intentaba moderar la crueldad innata en el hombre.

            La primera lectura de hoy, sacada del libro del Levítico, que recoge la legislación más antigua  de Israel, propone con toda claridad el precepto del amor al hermano, es decir a todos los miembros del pueblo de Israel. Este precepto intentaba educar al hombre de cara a las ofensas que la vida pueda ofrecer. La tendencia humana a la rebaja, en la tradición rabínica, completó el precepto divino con un complemento humano: amarás al prójimo y aborrecerás al enemigo.

            Ante esta situación, que podemos decir de sentido común, Jesús proclama solemnemente: “Yo, en cambio, os digo”. Y razona de manera irrefutable: “Si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? Si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? Los paganos, los que no creen en Dios, hacen ya ésto”. En cambio, nosotros, si de veras queremos seguir a Jesús, hemos de ser diferentes. Y la razón es, sencillamente, porque estamos llamados a ser hijos de Padre que está en el cielo, que hace salir su sol y manda su lluvia, a todos, buenos y malos. Hemos de ser perfectos como nuestro Padre es perfecto.

San Pablo, en la segunda lectura, abundando en el mismo sentido, afirma que, por el hecho de haber sido bautizados, somos templo de Dios, que el Espíritu de Dios vive, actúa en nosotros. Destruir o profanar un templo, morada de la divinidad, se ha considerado siempre un delito enorme. Si acogemos en nuestro corazón el odio, el aborrecimiento, el desprecio, o incluso la indiferencia hacia aquellas personas que nos han ofendido, maltratado, calumniado, ponemos en entredicho nuestra condición de hijos de Dios, expulsamos de nosotros el Espíritu de Dios, profanamos su templo, que somos nosotros.


Es dura esta doctrina, dijeron una vez los judíos, al escuchar a Jesús. Quizá también en nosotros apunta un razonamiento semejante. Es dura ciertamente la invitación a amar a quien nos ha ofendido, pero Jesús nos ha dejado, en primer lugar, su ejemplo y nos da en sus sacramentos la fuerza necesaria para imitarle y para enseñar a aquellos que no creen la fuerza del Evangelio. Mirad como aman, se decía de los primeros cristianos, cuando eran perseguidos y maltratados. Ojalá en un mundo en el que no falta la injusticia y el odio pueda decirse lo mismo de nosotros, que pretendemos ser cristianos: que sabemos amar como Jesús nos enseñó. 

3 de febrero de 2017

V DOMINGO T.O Ciclo A


Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Hoy, continuando la lectura del sermón de la montaña, Jesús invita a considerar la importancia que está reservada a sus discípulos: ser sal de la tierra, luz del mundo, ciudad construída sobre una montaña. Tres imágenes fáciles de entender, que subrayan a la vez la esencia misma de la condición del discípulo y la proyección social que se espera de ellos.
            La sal, este elemento natural que se usa cada día para dar sabor a los alimentos, no puede dejar de salar pues siempre permanece fiel a su naturaleza; de lo contrario dejaría de ser lo que es. Pero además la sal ha de ser usada en justas proporciones, de lo contrario los alimentos no pueden comerse o se comen a disgusto. El sabor de la sal ha de notarse cuando comemos el plato preparado, pero la cosa no va si notamos no sólo el sabor sino la misma sal, porque no se ha deshecho.

            Algo parecido ha de decirse de la imagen de la luz. No encendemos una lámpara para taparla, impidiendo que su luz irradie.  Cuando un foco de luz luce, ilumina toda la realidad circunstante; ésta mantiene sus rasgos propios, y mantiene una relación estrecha con la fuente luminosa, sin confundirse con ella. Una relidad iluminada es diferente de una realidad sumida en la oscuridad. La intensidad de la luz no cambia la naturaleza íntima de las cosas que ilumina pero las hace ver de otra manera, permitiendo ver aspectos que antes pasaban desapercibidos.

            Así el cristiano, para ser cristiano de veras, ha de corresponder y ser fiel a la llamada recibida de Dios y decidirse, sin cálculos o restricciones, a seguir a Jesús. Pero al mismo tiempo no debe ni puede distanciarse de la realidad en la que vive antes bien, ha de esforzarse por transformarla, ha de contribuir para que la realidad que lo circunda sea a su vez transformada por la novedad que entraña el Evangelio.

            “No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte”. Al hablar de esta ciudad, Jesús sin duda alguna evoca antiguas profecías que contemplaban a Sión, es decir la ciudad de Jerusalén, como el lugar dónde debía manifestarse la luz divina, para atraer a todos los pueblos de la tierra para participar de la salvación ofrecida por Dios. Los privilegios que el Antiguo Testamento atribuían a la ciudad santa, Jesús los reconoce precisamente como propios de la comunidad de sus discípulos, es decir de la Iglesia.

            Dar un sabor nuevo al mundo, disipar las tinieblas que ofuscan el corazón de los hombres, ser un signo que atraiga a los alejados, son actitudes que suponen un comportamiento activo, decidido y valiente. Jesús mismo resume este modo de hacer con la expresión «que vean vuestras buenas obras», las cuales han de ser percibidas por los demás, de tal manera que puedan dar «gloria a vuestro Padre que está en los cielos». No se trata de "buenas obras" en un sentido restrictivo, como podrían ser determinadas observancias religiosas, sino un cierto modo de vivir nuevo que exprese con toda la fuerza posible la realidad que supone creer en Dios y en Jesús.

            La primera lectura propone un ejemplo muy claro de este modo nuevo de actuar. El profeta, contemplando como sus contempráneos se preocupaban de las prácticas religiosas, ignorando el respeto y el amor al prójimo, no duda en gritar: “Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento, y sacies el estómago del indigente, cuando acoges a los pobres sin techo, vistes al desnudo y no te cierres a tus hermanos, entonces y sólo entonces romperá tu luz como la aurora, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía, te abrirá camino la justicia”.

            Quizá nos asalte el temor de que tal misión supera nuestras posibilidades. San Pablo, en la segunda lectura, al hablar de su ministerio, no duda en afirmar: “Me presenté a vosotros débil y temeroso”. Sólo cuando tenemos conciencia de nuestros límites podrá manifestarse el poder del Espíritu, que solo espera nuestra

27 de enero de 2017

IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo A-


           “Jesús subió a la montaña, se sentó y se puso a hablar: Dichosos los pobres”. Con estas palabras San Mateo da comienzo al llamado "Sermón de la montaña", en el que Jesús propone a sus discípulos y a las muchedumbres que le seguían las líneas fundamentales del Reino de Dios, que ha venido a anunciar. Las Bienaventuranzas que ha conservado el evangelio de san Mateo las conocemos bien por haberlas oído muchas veces. Las  aprendimos de niños durante el catecismo, y si bien parecen sencillas y claras, encierran un mensaje exigente.

Si las separamos de su contexto adquieren una ambigüedad peligrosa. Las lágrimas, el hambre y la sed, la pobreza, la piedad, el deseo de la justicia, la búsqueda de la paz, la hostilidad del mundo son realidades de la vida cotidiana de todos los hombres y, de por sí, no señalan el límite entre el bien y el mal. ¿Dónde está la pobreza de aquel que no quiere trabajar? ¿Dónde empieza la pobreza del explotado? ¿Cómo distinguir la auténtica compasión, de la condescendencia llena de desprecio? ¿Cómo diferenciar el pacifismo cómodo que busca la tranquilidad, de la fe invencible del que está dispuesto dar su vida por la paz? ¿Còmo apreciar la fuerza de espíritu del mártir, del fanatismo del exaltado?

            Con las Bienaventuranzas, Jesús quiere proponer su mensaje: a los pobres, a los sufridos, a los que lloran, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los que trabajan por la paz, a los perseguidos por causa de la justicia. A estos tales Jesús les llama "dichosos" no por la situación en que se encuentran concretamente, sino porque es a ellos a quienes la misericordia de Dios ofrece la posibilidad de acoger el Reino, de obtener la salvación que Jesús ha venido a dar.

Pero al mismo tiempo las Bienaventuranzas esbozan un programa muy concreto. No presentan ocho categorías distintas de hombres. Cada una de las bienaventuranzas trae una luz nueva pero todas convergen hacia un mismo centro: tratan de dibujar cómo ha de ser el pueblo de Dios, quieren delinear la fisonomia del grupo de los que aceptan creer en Jesús. No se realizan al mismo tiempo para cada hombre, pero, indudablemente, aparecerán en el curso de la existencia de la comunidad y también de cada uno de sus miembros.

Pero es necesario advertir que Jesús no quiere un pueblo de gente pasiva y resignada, que vive alienada de la realidad de cada día, esperando únicamente en un premio más allá de la muerte; quiere que su pueblo esté formado hombres que, denunciando el desorden fruto del egoismo, de la ambición y del abuso del poder, luchan por la justicia verdadera y la paz equitativa; que viven atormentados por un hambre y una sed que no pueden colmar vagas promesas o soluciones de compromiso; que, si bien evitan la violencia, no ceden a la opresión o a la maldad; que, sin doblez de corazón y llenos de amor por el hermano, buscan no la propia comodidad sino el bien de todos, aunque ello suponga aceptar privaciones y dificultades.

            Las Bienaventuranzas, entendidas a la luz de la fe en Jesús nos vacían de nosotros mismos y nos abren a la acción del Espíritu, nos ayudan a mantenernos abiertos a la acción de Dios para dar una respuesta a la realidad, cruel y despiadada, de la vida cotidiana, fruto del hombre que no se deja guiar por Dios, tal como la historia de todos los tiempos nos enseña. El contenido que encierra esta página del evangelio de san Mateo lo podemos contemplar convertido en ejemplo viviente en la misma persona de Jesús, que ha vivido lo que ha enseñado y que nos invita a imitarlo, si queremos poseer con el Reino de Dios.