3 de febrero de 2017

V DOMINGO T.O Ciclo A


Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Hoy, continuando la lectura del sermón de la montaña, Jesús invita a considerar la importancia que está reservada a sus discípulos: ser sal de la tierra, luz del mundo, ciudad construída sobre una montaña. Tres imágenes fáciles de entender, que subrayan a la vez la esencia misma de la condición del discípulo y la proyección social que se espera de ellos.
            La sal, este elemento natural que se usa cada día para dar sabor a los alimentos, no puede dejar de salar pues siempre permanece fiel a su naturaleza; de lo contrario dejaría de ser lo que es. Pero además la sal ha de ser usada en justas proporciones, de lo contrario los alimentos no pueden comerse o se comen a disgusto. El sabor de la sal ha de notarse cuando comemos el plato preparado, pero la cosa no va si notamos no sólo el sabor sino la misma sal, porque no se ha deshecho.

            Algo parecido ha de decirse de la imagen de la luz. No encendemos una lámpara para taparla, impidiendo que su luz irradie.  Cuando un foco de luz luce, ilumina toda la realidad circunstante; ésta mantiene sus rasgos propios, y mantiene una relación estrecha con la fuente luminosa, sin confundirse con ella. Una relidad iluminada es diferente de una realidad sumida en la oscuridad. La intensidad de la luz no cambia la naturaleza íntima de las cosas que ilumina pero las hace ver de otra manera, permitiendo ver aspectos que antes pasaban desapercibidos.

            Así el cristiano, para ser cristiano de veras, ha de corresponder y ser fiel a la llamada recibida de Dios y decidirse, sin cálculos o restricciones, a seguir a Jesús. Pero al mismo tiempo no debe ni puede distanciarse de la realidad en la que vive antes bien, ha de esforzarse por transformarla, ha de contribuir para que la realidad que lo circunda sea a su vez transformada por la novedad que entraña el Evangelio.

            “No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte”. Al hablar de esta ciudad, Jesús sin duda alguna evoca antiguas profecías que contemplaban a Sión, es decir la ciudad de Jerusalén, como el lugar dónde debía manifestarse la luz divina, para atraer a todos los pueblos de la tierra para participar de la salvación ofrecida por Dios. Los privilegios que el Antiguo Testamento atribuían a la ciudad santa, Jesús los reconoce precisamente como propios de la comunidad de sus discípulos, es decir de la Iglesia.

            Dar un sabor nuevo al mundo, disipar las tinieblas que ofuscan el corazón de los hombres, ser un signo que atraiga a los alejados, son actitudes que suponen un comportamiento activo, decidido y valiente. Jesús mismo resume este modo de hacer con la expresión «que vean vuestras buenas obras», las cuales han de ser percibidas por los demás, de tal manera que puedan dar «gloria a vuestro Padre que está en los cielos». No se trata de "buenas obras" en un sentido restrictivo, como podrían ser determinadas observancias religiosas, sino un cierto modo de vivir nuevo que exprese con toda la fuerza posible la realidad que supone creer en Dios y en Jesús.

            La primera lectura propone un ejemplo muy claro de este modo nuevo de actuar. El profeta, contemplando como sus contempráneos se preocupaban de las prácticas religiosas, ignorando el respeto y el amor al prójimo, no duda en gritar: “Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento, y sacies el estómago del indigente, cuando acoges a los pobres sin techo, vistes al desnudo y no te cierres a tus hermanos, entonces y sólo entonces romperá tu luz como la aurora, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía, te abrirá camino la justicia”.

            Quizá nos asalte el temor de que tal misión supera nuestras posibilidades. San Pablo, en la segunda lectura, al hablar de su ministerio, no duda en afirmar: “Me presenté a vosotros débil y temeroso”. Sólo cuando tenemos conciencia de nuestros límites podrá manifestarse el poder del Espíritu, que solo espera nuestra

27 de enero de 2017

IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo A-


           “Jesús subió a la montaña, se sentó y se puso a hablar: Dichosos los pobres”. Con estas palabras San Mateo da comienzo al llamado "Sermón de la montaña", en el que Jesús propone a sus discípulos y a las muchedumbres que le seguían las líneas fundamentales del Reino de Dios, que ha venido a anunciar. Las Bienaventuranzas que ha conservado el evangelio de san Mateo las conocemos bien por haberlas oído muchas veces. Las  aprendimos de niños durante el catecismo, y si bien parecen sencillas y claras, encierran un mensaje exigente.

Si las separamos de su contexto adquieren una ambigüedad peligrosa. Las lágrimas, el hambre y la sed, la pobreza, la piedad, el deseo de la justicia, la búsqueda de la paz, la hostilidad del mundo son realidades de la vida cotidiana de todos los hombres y, de por sí, no señalan el límite entre el bien y el mal. ¿Dónde está la pobreza de aquel que no quiere trabajar? ¿Dónde empieza la pobreza del explotado? ¿Cómo distinguir la auténtica compasión, de la condescendencia llena de desprecio? ¿Cómo diferenciar el pacifismo cómodo que busca la tranquilidad, de la fe invencible del que está dispuesto dar su vida por la paz? ¿Còmo apreciar la fuerza de espíritu del mártir, del fanatismo del exaltado?

            Con las Bienaventuranzas, Jesús quiere proponer su mensaje: a los pobres, a los sufridos, a los que lloran, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los que trabajan por la paz, a los perseguidos por causa de la justicia. A estos tales Jesús les llama "dichosos" no por la situación en que se encuentran concretamente, sino porque es a ellos a quienes la misericordia de Dios ofrece la posibilidad de acoger el Reino, de obtener la salvación que Jesús ha venido a dar.

Pero al mismo tiempo las Bienaventuranzas esbozan un programa muy concreto. No presentan ocho categorías distintas de hombres. Cada una de las bienaventuranzas trae una luz nueva pero todas convergen hacia un mismo centro: tratan de dibujar cómo ha de ser el pueblo de Dios, quieren delinear la fisonomia del grupo de los que aceptan creer en Jesús. No se realizan al mismo tiempo para cada hombre, pero, indudablemente, aparecerán en el curso de la existencia de la comunidad y también de cada uno de sus miembros.

Pero es necesario advertir que Jesús no quiere un pueblo de gente pasiva y resignada, que vive alienada de la realidad de cada día, esperando únicamente en un premio más allá de la muerte; quiere que su pueblo esté formado hombres que, denunciando el desorden fruto del egoismo, de la ambición y del abuso del poder, luchan por la justicia verdadera y la paz equitativa; que viven atormentados por un hambre y una sed que no pueden colmar vagas promesas o soluciones de compromiso; que, si bien evitan la violencia, no ceden a la opresión o a la maldad; que, sin doblez de corazón y llenos de amor por el hermano, buscan no la propia comodidad sino el bien de todos, aunque ello suponga aceptar privaciones y dificultades.

            Las Bienaventuranzas, entendidas a la luz de la fe en Jesús nos vacían de nosotros mismos y nos abren a la acción del Espíritu, nos ayudan a mantenernos abiertos a la acción de Dios para dar una respuesta a la realidad, cruel y despiadada, de la vida cotidiana, fruto del hombre que no se deja guiar por Dios, tal como la historia de todos los tiempos nos enseña. El contenido que encierra esta página del evangelio de san Mateo lo podemos contemplar convertido en ejemplo viviente en la misma persona de Jesús, que ha vivido lo que ha enseñado y que nos invita a imitarlo, si queremos poseer con el Reino de Dios.


     

25 de enero de 2017

LOS CUATRO ARTÍCULOS GALICANOS



Introducción

El galicanismo fue un movimiento teológico francés cuyas raíces se remontan a la Edad media. Fue esencialmente un intento de limitar el poder del papado en Francia por medio de las «libertades de la Iglesia francesa» (de l'Eglise gallicane, de ahí «galicanismo»). En 1516 la Pragmática sanción fue sustituida por un concordato que otorgaba al rey de Francia derecho para nombrar a los obispos. Hubo dos formas de galicanismo: un «galicanismo real», que limitaba el poder del papado sobre las Iglesias nacionales, y un «galicanismo episcopal», que limitaba el poder del papado sobre los obispos individualmente.

Francia negó la recepción de algunos de los decretos de reforma de Trento. En 1663 la Sorbona de París, que había tenido tendencias galicanas casi desde su fundación (1257), publicó una declaración que fue asumida en sustancia por una asamblea del clero francés celebrada en 1682, en una fórmula conocida como «los cuatro artículos galicanos», redactados por el gran orador y obispo J. B. Bossuet (1627-1704). El papa Alejandro VIII los condenó en 1680, y lo mismo hizo el rey Luis XIV en 1693.

El primer artículo negaba cualquier forma de poder temporal del papa y rechazaba su autoridad en los asuntos temporales y civiles. El segundo reconocía los decretos del concilio de Constanza que establecían la supremacía del concilio sobre el papa. El tercero insistía en la inviolabilidad de las antiguas libertades de la Iglesia galicana. El cuarto afirmaba que los decretos del papa no eran irreformables sin el consentimiento de la Iglesia.

El galicanismo perduró como tendencia durante más de un siglo, mostrándose como independiente de Roma incluso en asuntos menores, como la edición de los libros litúrgicos. Aunque no fue ya un problema real después de 1830, cuando empezó a imponerse el ultramontanismo, el Syllabus de Pío IX (1864) y el Vaticano 1 aplastaron por completo lo que quedaba de galicanismo. A la hora de interpretar el Vaticano 1 conviene tener en cuenta que el concilio tenía en mente el galicanismo al formular las definiciones sobre el papado.

A comienzos del siglo XX surgió en el suroeste de Francia una pequeña Iglesia galicana disidente con sus propios obispos cismáticos; todavía existe, pero muestra signos de división interna.
Parte de la mentalidad del galicanismo apareció en los países germánicos en la forma del febronianismo y el josefinismo; la inspiración dominante de este último era sin embargo la Ilustración.

Los cuatro artículos galicanos de 1682 (extractos) y sus precedentes.

La paz de Westfalia puso fin a la guerra de los Treinta Años, que había sembrado de ruinas la nación germana. Pero también consolidó la escisión definitiva del pueblo alemán y consagró el nuevo espíritu cesarista en materias religiosas, que ha de dominar en Europa durante un para de centurias. En último término, el principio protestante de las iglesias del Estado y de las iglesias nacionales quedó triunfante con el principio cuius regio eius et religio.

Este espíritu absolutista es el que ha de ocasionar multitud de conflictos entre la Santa Sede y las cortes europeas, conflictos que llenan casi por completo las relaciones entre la Iglesia y el Estado en este período. Al principio son los mismos reyes los que, llevados del regalismo, pretenden hacer valer sus supuestos derechos regios contra los derechos de la Iglesia. Después los reyes son los juguetes de sus ministros, filósofos, enciclopedistas y deístas, quienes, so pretexto de los supuestos derechos soberanos, oprimen tenazmente a la Iglesia.

El galicanismo define la naturaleza de la Iglesia basándose en el conciliarismo y estableciendo, de acuerdo con éste, cómo deben ser las relaciones entre el Papa y los obispos, considerando aquel un Primus inter pares (primero entre iguales).

Aunque el galicanismo tuvo su máximo desarrollo en la segunda mitad del siglo XVII, bajo el reinado de Luis XIV, no obstante, hunde sus raíces en épocas muy remotas; tanto que Lortz lo considera tan viejo como la Francia moderna, viendo sus manifestaciones (tendencia a una Iglesia nacional, intromisión del poder político en la esfera eclesiástica) ya en la lucha entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso, en el papado aviñonés, en las ideas conciliaristas introducidas en la pragmática sanción de Bourges (1438), en el concordato de 1516 que concedía al rey privilegios relativos a algunos nombramientos episcopales y en la negativa en un primer tiempo a publicar los decretos tridentinos.

Pero será, en el encuentro con el absolutismo de Luis XIV (1643-1715) donde encontrará nuevos motivos para afirmarse adoptando actitudes concretas, explotando las reacciones jansenistas contra las condenas romanas, la indiferencia religiosa favorecida por el rigorismo, los progresos del escepticismo y la actitud nacionalista del clero.

Podemos observar en él dos elementos: uno dogmático, la idea conciliar, y otro político-eclesiástico, expresado en la independencia de la Iglesia francesa frente a Roma y en la defensa de los derechos particulares. Fue en este clima, donde maduró la proclamación, hecha en la asamblea del clero convocada el 19 de marzo de 1682 por Luis XIV, de los cuatro artículos de la Iglesia galicana.

1.- “….Los reyes y soberanos no están sometidos a ningún poder eclesiástico”.

Las ideas galicanas de las relaciones entre la Santa Sede y los obispos franceses y el rey de Francia, iniciadas ya en la contienda de Felipe IV con Bonifacio VIII, se desarrollaron principalmente desde el cisma de Occidente con la proclamación de las libertades de la Iglesia galicana contra Benedicto XIII, papa de Aviñón, y con la idea de la supremacía del concilio sobre el papa, defendida Gersón, D’Ailly, etc. y con las prácticas abusivas que casi imponían las circunstancias.
Este primer artículo negaba: cualquier forma de poder temporal del papa y rechazaba su autoridad en los asuntos temporales y civiles. El conflicto había comenzado entre Alejandro VII y Luis XIV, tanto a propósito de la extensión territorial de la inmunidad diplomática de Roma, como de las pretensiones de Luis XIV de gozar de las reglas espirituales (facultad de nombrar a los titulares de las diócesis vacantes). Y lo que valía para algunas diócesis del norte, el rey pretendía extenderlo a toda Francia.

2.- Los decretos del concilio de Constanza (superioridad del concilio sobre cualquier autoridad, incluso la del papa), aprobados por la Santa Sede apostólica y observados por la iglesia galicana, permanecen con toda su fuerza y virtud….

Desde la Edad Media y, sobre todo, desde los primeros decenios del siglo XVII, algunos teólogos y canonistas franceses habían defendido ciertas tesis conciliaristas sobre la independencia de la autoridad de cada obispo en su diócesis, así como la negación del obispado universal del Papa, la supremacía del Concilio sobre el Papa, la posibilidad de reunión del Concilio sin la presencia de aquél, la limitación de su autoridad con respecto al derecho natural, al canónico e incluso al civil de las naciones cristianas.
Los principios galicanos habían echado hondas raíces entre los juristas franceses, y, por otra parte, el conciliarismo de Basilea seguía trabajando la conciencia de los eclesiásticos. Además, con la pujanza externa del Rey Sol, que aspiraba a reconstruir el imperio de Carlomagno, los juristas despertaron la idea del monarca, Rey absoluto por gracia de Dios. Así llegó Luis XIV, en el apogeo de su predominio europeo, a asentar el principio absolutista: El estado soy yo”. En el terreno de las ideas, el galicanismo parlamentario, por una parte, y el galicanismo conciliaristas por otra, trataban de humillar al Pontificado, objetando los usos de la Iglesia galicana, secundum usus canonum receptos.

3.- “…. Las reglas, costumbres y constituciones recibidas en el reino y la iglesia galicana deben mantener su fuerza y virtud y las costumbres de nuestros padres han de permanecer inquebrantables….”

Paralelamente al galicanismo eclesiástico se desarrolló un galicanismo político, que los juristas parlamentarios franceses, considerados como sus guardianes, codificaron definitivamente en 1594. Las 83 libertades codificadas, al mismo tiempo que restringían en Francia la autoridad de la Santa Sede, limitando su intervención a lo absolutamente necesario, ampliaban los poderes del monarca en los asuntos religiosos, considerándole por derecho divino el responsable del bienestar de la Iglesia en Francia, de tal manera que su Corona era libre de cualquier relación de dependencia con relación al Papado. Y al defender estas tesis y considerar como sagrada la persona del rey, los teólogos no hacían más que contribuir a aumentar la tensión que ya existía entre la Iglesia de Francia y Roma.

4.- “…. El papa tiene la parte principal en las cuestiones de fe y sus decretos se refieren a todas las iglesias y a cada iglesia en particular; pero su juicio no es irreformable, a no ser que intervenga en ello el consentimiento de la iglesia”.

Las autoridades eclesiásticas no tardaron en reaccionar contra el contenido de aquella Declaración, siendo condenada sucesivamente por los papas Inocencio X (1682) y Alejandro VIII (1690). Posteriormente, durante las sesiones llevadas a cabo en el Concilio Ecuménico Vaticano I (1869-1870), el galicanismo recibió un duro golpe al ser definida dogmáticamente la doctrina de la “Infalibilidad del Romano Pontífice”, siendo nuevamente censuradas sus doctrinas. Contemporáneamente, el espíritu galicano aflora, de tanto en tanto, en algunos sectores disidentes de la Iglesia Católica.

Las consecuencias que trajeron a la Iglesia el Galicanismo, el Febronianismo, el Josefinismo y el Regalismo

El ejercicio de la jurisdicción real sobre la Iglesia era distinto en los distintos reinos europeos, dependiendo de la Monarquía y del Monarca.

-El galicanismo en Francia
Aunque tuvo su máximo desarrollo en la segunda mitad del siglo XVII, bajo el reinado de Luis XIV, será, en el encuentro con el absolutismo de Luis XIV (1643-1715) donde encontrará nuevos motivos para afirmarse adoptando actitudes concretas, explotando las reacciones jansenistas contra las condenas romanas, la indiferencia religiosa favorecida por el rigorismo, los progresos del escepticismo y la actitud nacionalista del clero.

Podemos observar en él dos elementos: uno dogmático, la idea conciliar, y otro político-eclesiástico, expresado en la independencia de la Iglesia francesa frente a Roma y en la defensa de los derechos particulares. Fue en este clima, donde maduró la proclamación, hecha en la asamblea del clero convocada el 19 de marzo de 1682 por Luis XIV, de los cuatro artículos de la Iglesia galicana. El conflicto había comenzado entre Alejandro VII y Luis XIV, tanto a propósito de la extensión territorial de la inmunidad diplomática de Roma, como de las pretensiones de Luis XIV de gozar de las regalías espirituales (facultad de nombrar a los titulares de los beneficios) y las temporales (incautarse de las entradas de las diócesis vacantes). Lo que valía para algunas diócesis del norte, el rey pretendía extenderlo a toda Francia.

-Febronianismo en Alemania
Los antecedentes del febronianismo se remontan hasta el tiempo del cisma de Occidente. Y la paz de Westfalia fue un rudo golpe para el catolicismo alemán. Amañada por Francia, la rival del Imperio, y por suecia, la luterana, había de ser garantizada por estas dos potencias juntamente con los príncipes protestantes alemanes. El ius reformandi, de sabor completamente anticatólico y cesaropapista, era un arma poderosa en manos de los príncipes protestantes para oprimir a los católicos de sus tierras

Nicolás von Hontheim, publicó bajo el seudónimo de Febronio un libro: Libro singular sobre el estado de la Iglesia o sobre su legítima potestad del sumo pontífice, escrito para los que disienten en la religión. Su propósito era, replantear el alcance de la autoridad papal frente al episcopado (de ahí el nombre de episcopalismo dado a su teoría), pretendiendo facilitar la reunificación a los protestantes y a los ortodoxos.

Su obra fue incluida en el Índice, pero en Alemania tuvo repercusiones prácticas -expresadas en la “puntualización de Ems” frente a los nuncios-, que no tuvieron continuidad.

-Josefinismo en el Imperio Austro-Húngaro
Tuvo su pleno desarrollo durante la época del Emperador José II, que culminó con una serie de reformas eclesiásticas que habían comenzado durante el reinado de su madre la emperatriz María Teresa.

Con José II, las ideas febronianas batieron en alza en Austria. El josefinismo no nació propiamente del Febronianismo, pero sus prácticas hallaron una confirmación eclesiástica de parte de un obispo como Hontheim. Su ideal lo expresó claramente José II en una carta dirigida a Choiseul en diciembre de 1780: “El influjo eclesiástico ejercido hasta aquí durante el gobierno de mi madre será el objeto de mis reformas. No acabo de comprender que gente cuyo oficio es el cuidado de la otra vida se preocupe tanto por hacer el blanco de su ciencia nuestra existencia de acá abajo”.

Algunas de sus reformas comportaban aspectos positivos: Igualdad de derechos de las distintas confesiones religiosas, institución de los seminarios generales, reorganización de las estructuras diocesanas revalorizando la parroquia, abolición de todas las cofradías (exceptuada la del Santísimo Sacramento). Pero también, supresión de las órdenes contemplativas y mendicantes.

-Regalismo en España
También en España y Portugal tuvieron repercusión los principios absolutistas y galicanos reinantes en la paz de Westfalia.

Carlos III, monarca absoluto e ilustrado, quiso modernizar España y sus instituciones, entre ellas la Iglesia. A la sombra del regalismo se expulsó a los jesuitas, se inició la desamortización, se secularizó la enseñanza y hasta se intentó la creación de una iglesia nacional y autónoma, torciendo y barajando antiguas y venerandas tradiciones españolas. El regalismo es propiamente la herejía administrativa, la más odiosa y antipática de todas.

Este proceso estuvo acompañado estuvo acompañado por dos movimientos espirituales, jansenismo y quietismo. Ambos condenados por la Iglesia, buscaban la forma de reconciliar la acción de la gracia que mueve al hombre a hacer el bien y la libertad que puede rechazar la gracia.
La intervención de la Monarquía en los asuntos religiosos obedeció al concepto que de sí mismo y de la institución que poseía el rey, pues revestido de un poder procedente de Dios, responsable ante Él de la salvación de sus súbditos, único vicario de Dios en su Reino, con una autoridad inseparable de la unidad de la fe, exigía la obediencia del clero francés, como lo hacía con el resto de los estamentos sociales. Concretamente, su consideración acerca de las relaciones que debía de mantener con el clero nacional y con la Santa Sede y sus efectos posteriores constituyen uno de los más graves problemas de su reinado.

 Hna. Florinda Panizo