31 de octubre de 2016

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS -C


“Hoy nos concedes celebrar la gloria de tu ciudad santa, la Jerusalén celeste, que es nuestra madre, donde eternamente te alaba la asamblea festiva de todos los santos”. Con estas palabras inicia en este día la plegaria eucarística, para recordarnos a todas aquellas personas que, después de haber superado las dificultades de la vida presente, participan ya en la gloriosa liturgia del Reino, glorificando y dando gracias a Dios. Los que formamos la comunidad itinerante de los creyentes nos esforzamos con esperanza a caminar hacia esta realidad, que, en verdad, solamente una fe firme puede ayudarnos a esperar. Sin duda sirve de ayuda y consuelo saber que algunos de los nuestros ya han terminado con éxito su camino y gozan de la paz definitiva y que podemos contar con ellos como amigos y modelos.

            La liturgia de este día nos propone el tema de la reunión de los justos en la montaña en la cual Dios ha establecido el lugar santo de su presencia. El texto que se utiliza hoy como salmo responsorial, el salmo 23, desarrolla este tema en un contexto procesional, probablemente en relación con el Arca del Señor que se conservaba en el templo de Jerusalén. La primera estrofa del salmo es un breve himno que canta el dominio cósmico de Dios, autor y conservador de todo. El universo entero así como todos los que lo habitan, son obra de Dios, el cual ha querido establecer su morada en la montaña que se alza en medio de Israel, y hacia la cual los hijos de Jacob se dirigen para rendirle culto. Pero este lugar santo permanece abierto no sólo para los hijos de Israel, sino también para todos los hombres.

Para subir a esta montaña sin embargo es necesario observar determinadas condiciones: tener las manos inocentes y el corazón puro. En otras palabras, para participar en el culto, temporal o definitivo, de Dios, es necesario que la vida de cada día esté inspirada por los mandamientos que el mismo Dios indicó en el momento de establecer su Alianza con los hombres. A quien se comporta de este modo le corresponde tener parte en la bendición divina, convirtiéndose en la generación que busca al Señor, es decir que desea encontrarse ante su presencia en su santuario, para participar en el culto que allí se celebra. Lo que era una realidad para los peregrinas de Israel que se acercaban al templo de Sion, lo es para todos los que desean participar de la intimidad de Dios en la morada definitiva de la nueva Jerusalén.

            En la primera lectura, san Juan contaba una visión que tuvo: los elegidos, tanto los que vienen del pueblo de Israel y que habían sido marcados, como las muchedumbres que vienen de toda nación, raza, pueblo y lengua, con vestidos de fiesta, cantan las alabanzas de Dios salvador que les ha hecho superar el pecado y la muerte, para gozar de la vida eterna. El simbolismo de estas imágenes, ricas de contenido, ofrecen dos aspectos que conviene subrayar: la reunión de todos los hombres en una única comunidad festiva, que proclama, alabando y dando gracias por la realidad de la propia salvación, y la parte que corresponde a Dios que ha querido y hecho posible este encuentro de salvación.

            Esta comunión de los elegidos con Dios, que se manifestará plenamente al fin de los tiempos, tiene como fundamento el hecho que el amor de Dios nos ha concedido poder ser sus hijos. Esta realidad aún no se ha manifestado plenamente, dado que la experiencia cotidiana enseña cómo queda escondida en la ambiguedad y las contradicciones del vivir humano. En la medida en que el cristiano vive en la esperanza de la manifestación final, el tiempo presente es una invitación a purificar nuestra relación con Dios, es decir hemos de actuar las condiciones puestas por Dios para que el Reino pueda ser un hecho, no solamente personalmente sino también comunitariamente.


            El empeño activo y concreto que la esperanza cristiana propone a los creyentes en vista del encuentro final con Dios encuentra una formulación concreta en las bienaventuranzas que el evangelio propone. El quehacer que se espera de los creyentes es precedido del anuncio de la felicidad que Dios mismo ha destinado para sus hijos. La palabra de Jesús no invita a una evasión espiritual sino a vivir, en la lógica del misterio pascual, los conflictos y las miserias de la vida cotidiana. 

30 de octubre de 2016

DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO -C

          
         “Entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad”. San Lucas a menudo presenta a Jesús en movimiento, y una buena parte de su evangelio está organizada dentro del esquema del viaje, de la subida de Jesús hacia Jerusalén, donde le espera la consumación de su obra. Jesús camina, sube, pasa: Este aspecto dinámico de Jesús no es una simple anécdota de su vida. Y en este pasar, Jesús arrastra, lleva consigo a quien se deja arrastrar. Es en esta perspectiva que hemos de leer el episodio de Zaqueo que recuerda el evangelio.

Jesús pasa por Jericó, y allí había un hombre, Zaqueo, que a causa de su posición y actividad era objeto del desprecio popular en cuanto publicano, es decir recaudador de impuestos. Más aún, era el jefe de los recaudadores de impuestos de la región. La política tributaria de los romanos no era un modelo de honestidad y Zaqueo no debía ser diferente del resto de los recaudadores dependientes de los romanos. Se dice además que era rico. Motivos suficientes para que no gozara del favor popular. Pero en medio de este cuadro negativo, hay un aspecto que hace a Zaqueo más humano: siente curiosidad por ver a Jesús. Por este resquicio Jesús podrá entrar en su vida:

Ante la curiosidad de Zaqueo cabe preguntarse: ¿Por qué deseaba ver a Jesús? ¿Se trataba de una curiosidad puramente anecdótica y superficial por ver el hombre del que todos hablaban? ¿O dentro de su espíritu, aunque ahogado por su actividad y sus bienes materiales, alumbraba débil la llama de una esperanza nueva, la de poder cambiar su vida? En todo caso, Zaqueo encuentra dificultad para realizar su deseo, pues la multitud que rodeaba a Jesús le impedía acercarse, y la situación se agravaba por el hecho de ser bajo de estatura. Y así decide subirse a un árbol.

            El gesto no pasa desapercibido y Jesús le dice: “Baja del árbol, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. La curiosidad de Zaqueo, el gesto ambiguo de subirse a un árbol encuentran su contrapartida en el interés que Jesús tiene en quedarse en su casa, en la casa de un pecador, de un pecador público. Pero Jesús no pasa en vano, no entra en la casa de alguien sin provocar un cambio. Zaqueo, el publicano al acoger en su casa a Jesús no puede seguir siendo el mismo: “La mitad de mis bienes se la doy a los pobres y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”. La conclusión es importante: “El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”.

            Esta frase del evangelio es la plena realización de lo que el autor del libro de la Sabiduría nos decía en la primera lectura: “Tú, Señor, te compadeces de todos, porque todo lo puedes; cierras los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan. A todos perdonas, porque son tuyos, Señor amigo de la vida. Corriges poco a poco a los que caen; a los que pecan les recuerdas su pecado para que se conviertan”.

            Lo que aconteció en Jericó, en la casa de Zaqueo, no es un hecho aislado: ha sucedido, sucede y sucederá sin cesar, porque Dios es amigo de los hombres y los busca, quiere hacerse cercano a ellos, quiere alojarse en su casa, ganar su corazón y obtener su conversión. Todos somos hijos de Abrahán, a todos Jesús nos invita a abrir las puertas de nuestra casa para que podamos acogerlo. Pero el gesto de Jesús reclama una respuesta de parte nuestra, como la dió Zaqueo. La respuesta que Jesús espera de nosotros no puede ser fruto de un entusiasmo pasajero: ha de ser el resultado de un trabajo serio, hecho según los deseos de Dios a la luz de la fe y contando con su fuerza como San Pablo  recordaba en la segunda lectura. Si lo pensamos bien hay muchas casas de Zaqueo, o mejor, toda la Iglesia no es otra cosa que la casa de Zaqueo, donde se celebra sin parar la liturgia de la misericordia y del perdón, que culmina con el festivo banquete de la Eucaristía.






21 de octubre de 2016

XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


       A algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:  Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. La parábola del fariseo y del publicano es sencilla en su estructura, pero densa de contenido. Sin duda, cuando fue pronunciada, debió parecer desconcertante para sus oyentes, dado que ponía en entredicho el modo de pensar de la gente corriente.

            Los fariseos eran un grupo religioso, formado por hombres que habían entregado su vida a Dios y a la observancia de su ley, que estudiaban con amor y meticulosidad. En principio, modelos de piedad, de oración y de fidelidad, eran admirados por el pueblo sencillo, que conocía su esfuerzo para ser fieles a las exigencias del servicio de Dios.

Los publicanos, en cambio, estaban al servicio de los romanos y se dedicaban a percibir las contribuciones que el pueblo debía al estado. El sistema fiscal del momento permitía que los publicanos, que tenían que pagar una cantidad fija al erario del estado, se ingeniasen para recoger el dinero del pueblo, lo que suponía que a menudo recogían más de lo que después pagaban.

            Un fariseo y un publicano. He aqui los protagonistas de la parábola. Los dos suben al templo de Jerusalén para orar.

            El fariseo da gracias a Dios por su vida, pues medita constantemente en la ley de Dios, trata de evitar el pecado, cumple con los ayunos prescritos y paga los diezmos. Está convencido de que Dios no puede desconocer que él es un justo y por esta razón deberá premiarlo. Con todo, la oración del fariseo, como afirma Jesús, no es aceptada por Dios, por confiar únicamente en sus obras. Su acción de gracias no expresa dependencia de Dios, sino proclamación de sus derechos. No necesita a Dios, no le pide nada, se basta a sí mismo, y, precisamente por esto, se permite el lujo de despreciar al publicano.

            La oración del publicano, en cambio, brota de su convicción de pecador, es como un grito de desesperación ante su propia impotencia y pobreza. Cierto que era posible para él una conversión, pero humanamente era muy improbable, pues significaba perder su trabajo, su medio de subsistencia. Por lo tanto a este hombre no le queda otra cosa que ponerse en manos de Dios. Esta es la actitud que Jesús pide a sus oyentes.

            Es interesante fijarse en la conclusión que propone Jesús: El fariseo, el «justo», no queda justificado pero si el publicano. El trágico error del fariseo es pensar que su vida perfecta, sus obras irreprensibles, causen su salvación futura. Pretende salvarse, y con sus obras exige a Dios el premio final. Se olvida que todo es gracia. Que el único que salva es Dios. Hay una diferencia enorme entre «ser justos» y «ser justificados». El cristiano no puede pretender ser un justo, perfecto, intachable. Ha de sentirse pecador, como nos repite incansablemente el Papa Francisco, ha de experimentar que ha sido perdonado, que si hace obras buenas, las hace en virtud de la gracia de Dios, no por sus propias fuerzas. Esto nos recuerda otra frase de Jesús cuando dice que, después de haber cumplido con su deber, el buen siervo afirma: Soy un siervo inútil: he hecho lo que debía.

            En la segunda lectura, Pablo completa el mensaje del publicano. En el ocaso de su vida recuerda todo lo que ha tenido que soportar para ser consecuente con la fe en Jesús que ha abrazado. Pero a sus ojos, todo esto no es un título ante Dios. Se pone en confianza en sus manos, espera la corona que, en frase de san Agustín, corona no sus propias obras, sino la gracia que de Dios ha recibido.