26 de marzo de 2016

PASCUA DE RESURRECCIÓN - Ciclo C

          
             “Cuando Juan predicaba el bautismo, Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver. El apóstol san Pedro resume el contenido de la fe cristiana, afirmando que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, murió por nosotros, y que fue constituído Señor y Mesías en virtud de su resurrección de entre los muertos. Jesús pasó haciendo el bien, fue  como el peregrino que pasa por este mundo, visitando a la humanidad en nombre de Dios, para traer la salvación. Pasaba haciendo el bien, y todo esto porque Dios estaba con él. Jesús es realmente el Emmanuel, el Dios con nosotros que se nos prometió en la Navidad.

            Los discípulos, al igual que fueron testigos de su actividad, de su doctrina, de sus milagros, fueron testigos también de su aparente fracaso, de su muerte en el patíbulo. Pero son también testigos de otra realidad que necesitan gritar a todo el que quiera escucharles: ¡Dios lo resucitó! No tiene miedo Pedro que le digan que está ebrio, que no sabe lo que dice, pero él y los demás discípulos, que han sido testigos de toda la vida del Maestro hasta su muerte infamante, ahora son llamados a ser testigos de su nueva vida, de su resurrección: “Dios nos lo hizo ver, hemos comido y bebido con él después de la resurrección”. La iluminación que Jesús resucitado otorga a sus discípulos está destinada a todos los que creerán por medio de la palabra de los apóstoles.

            En la noche del jueves santo, en un arranque emotivo pudo decir a Jesús: “Yo estoy dispuesto a dar la vida por ti”, pero las tres negaciones le hicieron medir su limitación, le enseñaron a ser más prudente. Por esto, al ver la tumba vacia, las bendas y el sudario, no se deja llevar por una reacción rápida, que corre el riesgo de ser precipitada, y por esto el evangelista afirma que empieza a entender las Escrituras: que Jesús había de resucitar de entre los muertos. Es el primer paso para la fe auténtica. La tumba vacía de por sí es un argumento ambivalente, no basta para explicar la resurrección. Sólo aceptando la Escrituras, es decir aceptando la historia de las intervenciones de Dios en bien de la humanidad, se puede cree y confesar que ha resucitado de entre los muertos. Después Pedro y los demás apóstoles, recibieron una confirma-ción de su fe, al comer y beber con él. Con todo no podemos olvidar lo que Jesús dirá a Tomás: “Dichos los que crean sin haber visto”.

            En la noche del Jueves Santo, el evangelista Juan pone en labios de Jesús esta plegaria: Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese. La resurrección com-porta para Jesús una vida nueva junto al Padre, que el pobre lenguaje humano expresa diciendo que está en lo alto, allá arriba, si más no, más allá de la muerte, de las deficiencias de nuestra naturaleza limitada. Jesús quiere que todos los que creemos en él, estemos con él, allá arriba, junto al Padre, compartiendo su trono. Y eso no sólo después que hayamos pa-sado como él por la muerte. San Pablo nos dice que, por la fe, hemos muerto con él, hemos resucitado con él, que nuestra vida está escondida con Cristo en Dios y en consecuencia hemos de buscar los bienes de allá arriba. Celebremos pues la Pascua, no con levadura vieja sino con panes ázimos la sinceridad, la verdad, de justicia y de amor, y así trabajar para que el mundo sea una masa nueva en Cristo Jesús. 


"RESUCITÓ DE VERAS MI AMOR Y MI ESPERANZA" ¡ALELUYA!

VIGILIA PASCUAL - Ciclo C


          “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea”. Con estas expresiones se proclama el anuncio pascual, la noticia de la victoria de Jesús sobre la muerte. Nuestra sensibilidad habría deseado quizá una manifestación de Jesús en persona, mostrando su nuevo cuerpo glorioso, en el que las llagas serían pálido y eficaz recuerdo del misterio de la Pasión. En cambio, el mensaje angélico nos invita a entender en su justa dimensión la obra que Dios se ha dignado llevar a cabo para nuestra salvación: no es entre los muertos que hemos de buscar al que está vivo, no es mirando hacia atrás que podremos alcanzar a Jesús, porque ya no está escondido en el sepulcro. Ha resucitado. Esta afirmación nos lanza hacia adelante, porque inicia realmente una nueva etapa de la historia del mundo.

            Cada vez que recitamos el símbolo de los apóstoles, decimos que Jesús, al morir, bajó a los infiernos, es decir que bajó a la profundidad de la muerte, que asumió en toda su realidad lo que todos los humanos han de experimentar. Jesús quiso pasar por la muerte precisamente para asegurarnos que a los muertos se les ha dado posibilidad de oir la voz del Hijo de Dios y, oyéndola, pudiesen entrar de nuevo a la vida. Jesús no se queda en el infierno. Después de gustar la muerte, resucita, entra en un nuevo modo de existir, de modo que lo antiguo ha terminado, empieza una realidad que antes no existía. Por eso no puede quedarse en los estrechos límites del frio sepulcro y la tumba queda vacía, por eso se nos invita a no permanecer llorosos junto al sepulcro sino de buscarle precisamente en la vida.

            La resurrección de Jesús, la resurrección de entre los muertos, es algo completamente distinto de la reanimación de un cadáver. Resucitando, Jesús pasa del mundo de la corrupción al mundo nuevo de la gloria, y vive en plenitud y ofrece vida a todos. Faltan palabras para expresar esta nueva realidad que Pablo llama nuevo nacimiento, y Juan glorificación. Pero esta promesa de vida que supone la resurrección de Jesús no queda reservada para un mañana lejano. Pablo recordaba que el bautismo ha realizado de alguna manera nuestra participación en la muerte y resurrección de Jesús. El bautismo que un día recibimos nos ha incorporado a Jesús muerto y resucitado: es un signo que pide una respuesta comprometida de parte nuestra. Hoy la liturgia pascual invita a renovar nuestro compromiso, nuestra promesa de vivir la vida nueva que exige el bautismo cristiano entendido como participación en la resurrección del Señor resucitado.

            Por eso, celebrar la resurrección de Jesús no es simplemente volver los ojos hacia el pasado y afirmar lo que ocurrió en aquella noche pascual, que sólo ella conoció el momento en que Jesús salió de la tumba. En la celebración de esta noche, tanto las lecturas como las plegarias han insistido en el hecho de nuestro bautismo. Así como el pueblo escogido, atravesando las aguas del mar Rojo, de esclavo del faraón paso a ser pueblo de Dios, de modo semejante nosotros, por las aguas del bautismo, fuimos sepultados con Jesús en la muerte para vernos libres de la esclavitud del pecado, y así como Jesús fue despertado de entre los muertos para gloria del Padre, así nosotros hemos de andar en una vida nueva, es decir, hemos de vivir según la voluntad de Dios, dejando nuestros caminos equivocados, y trabajando para guardar los preceptos y mandatos de Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

            En esta época de búsqueda ansiosa, de lucha, de violencia, de incertidumbre, pero también de sorpresa y de maravilla que es nuestro tiempo, asumamos la seguridad que nos ofrece la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte, y descansando en el amor de Dios que salva, dispongámonos a trabajar con ilusión para que nuestro mundo sea cada vez más humano, más justo, más libre, más pacífico, iluminado por la gloria de Jesús resucitado. 


25 de marzo de 2016

SILENCIO CARGADO DE ESPERANZA


  Hay acontecimientos en la vida que sólo pueden vivirse en el silencio. Ante ellos toda palabra puede resultar impúdica, porque arriesga con mancillar su solemne grandeza, su infinito misterio. Ningún acontecimiento como la muerte de Cristo en la cruz merece ese admirable, respetuoso y sobrecogedor silencio, cargado de sorpresa, hecho de deuda de amor, de vergüenza de pecado, de bochorno de cruz. El sábado santo es el día del gran silencio de la Iglesia, del gran temblor del corazón del mundo. No porque se desee que Dios calle, sino porque se quiere escuchar su grito con más fuerza. Cristo muerto y resucitado, fecunda las mismas entrañas de la tierra, y «desciende a los infiernos», para hacer surgir de su profundidad la voz y el corazón nuevo que cante la esperanza. Nadie ni nada habrá ya que no pueda amar, reclinándose, tembloroso y gozoso, sobre el silencio de un sepulcro que quedará vacío.