13 de febrero de 2016

DOMINGO I DE CUARESMA (Ciclo C)

    
“Durante cuarenta días el Espíritu fue llevando a Jesús por el desierto, mientras era tentado por el diablo”. Si bien con estas palabras el evangelista san Lucas inicia el relato de las tentaciones que Jesús sostuvo antes de iniciar su ministerio, sin embargo, a la vez, permiten entender de alguna manera toda la vida de Jesús desde una perspectiva bíblica importante.

En efecto, el Hijo de Dios se hizo hombre en un pueblo determinado, en Israel, grupo humano descendiente de Abrahán, Isaac y Jacob, cuya historia nos narra el Antiguo Testamento y que evoca hoy, a grandes rasgos, la primera lectura. Desde Egipto, donde había ido a parar y vivía como esclavo, fue llamado a la libertad por Dios. Con mano fuerte y brazo extendido, el Señor condujo a Israel por el desierto, durante cuarenta años, durante los cuales el pueblo aprendió a conocer a su Dios e invitado a entrar en una alianza de amor y de servicio con el Señor. Pero una vez instalado en Palestina, el pueblo siguió su peregrinar en una sucesión de caídas y conversiones, mantenido sin embargo por una esperanza de redención anunciada por Dios, que encontraría su realización en Cristo Jesús.

            Describiendo la vida de Jesús como guiado por el Espíritu por el desierto, en medio de tentaciones, Lucas quiere hacer comprender que Jesús es el verdadero Israel, aquel en quien se cumplen todas las promesas de salvación anunciadas por Dios a lo largo de la historia. Como dice san Pablo en la segunda lectura, nadie que cree en él quedará confundido. Todos los hombres, judíos y no judíos, que invoquen el nombre de Jesús se salvarán, pues Dios es el Señor de todos, generoso con todos los que se acercan a él. Lo importante es creer, es abrirnos al mensaje de la fe, confesar con los labios que Jesús es el Señor, y creer de corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos.

            Desde esta perspectiva es más fácil entender la escena de las tentaciones de Jesús. En efecto, la imagen de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre puesto de alguna manera a merced del diablo puede suscitar sorpresa, puede parecer inquietante. Pero si vemos en Jesús al verdadero Israel, al representante de todos los hombres, que ha querido hacerse igual a nosotros en todo, excepto en el pecado, no causará tanta sorpresa constatar que ha querido pasar por las mismas pruebas por las que pasó Israel, por las que pasamos todos los hombres. Más aún, la exposición que hace Lucas de las tentaciones termina con la afirmación que el diablo se marchó hasta otra ocasión, es decir hasta el momento de la gran y terrible tentación que Jesús hubo de pasar en el momento de su pasión y muerte. Jesús supo resistir a la misma, encontrando en la Palabra de Dios la fuerza de la fidelidad y ofreciéndonos la esperanza de la victoria.

            Mucho se ha escrito sobre el significado concreto de las tres tentaciones que Lucas recoge en su evangelio. El diablo propone a Jesús tres cuestiones concretas: satisfacer el hambre provocado por el ayuno con un milagro fuera de lugar; realizar su misión mesiánica con proyectos de dominio humano y obtener la adhesión de su pueblo con gestos espectaculares. Estas tentaciones que Jesús supera son de constante actualidad para nosotros y podríamos traducirlas entendiéndolas como la preocupación por los bienes materiales necesarios para nuestra subsistencia, el deseo de poder y dominio sobre los demás y la búsqueda de soluciones fáciles que nos eviten el esfuerzo y la responsabilidad. Para vencerlas hemos de imitar a Jesús, confiando plenamente en el amor de Dios, que vela siempre por nosotros, como nos enseña la Sagrada Escritura; así podemos encontrar la fuerza necesaria para participar en la victoria de Jesús sobre el diablo.
  

8 de febrero de 2016

CUARESMA Y ALEGRÍA ¿UNA PARADOJA?


            En Andalucía se dice que ellos están alegres hasta en la Cuaresma porque miran la Resurrección. Sin embargo, éste debería ser el distintivo de todos los cristianos también durante la Cuaresma, pues ésta es una preparación para la Pasión, Muerte y RESURRECCIÓN de Jesucristo. Sin la Resurrección del Señor, no tendría sentido ni su Vida ni Su Muerte. Jesús ha muerto y resucitado para redimirnos y darnos la posibilidad de poder vivir eternamente Junto a Él en el Cielo.

            Por eso, la Semana Santa no es algo trágico, pues tiene un final feliz, es como esos cuentos que nos contaban de niños, donde los protagonistas sufrían muchas tribulaciones pero al final, todo acababa bien y “fueron felices”.

            Ya San Benito en su Regla, en el capítulo 49 dedicado a la Cuaresma, nos habla de la alegría en dos ocasiones:
            -“Cada uno por su propia voluntad, ofrezca a Dios algo extraordinario en la alegría del Espíritu Santo”[1].
            -“… espere la Santa Pascua con la alegría de un deseo espiritual”[2].

            Es decir, la Cuaresma no anula la alegría, pero no se refiere a cualquier clase de alegría, como hemos visto en San Benito, se trata de una “alegría espiritual”. Cuando se proponen como ejercicios propios de la Cuaresma destinados a la conversión la oración, el ayuno y limosna (referida también a todas las demás obras de misericordia para con el prójimo en el que debemos ver a Jesús), no son referidos a prácticas meramente externas, sino que lo que tiene valor es la motivación interna, el unirnos a Cristo más profundamente. Y es aquí donde nace la alegría viva y profunda del encuentro con Cristo y con Su Amor, con Su misericordia, es a este fin al que debe llevarnos la conversión y las prácticas que nos ayudan en este camino.

            La Pasión y Muerte de Cristo, nos pueden llenar de dolor y compasión, `pero también debemos hacer nuestras las palabras del Pregón Pascual que se cantan en la Vigilia Pascual: “Feliz la culpa que mereció tal redentor”. Sí, Jesús, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, “Dios de Dios”, se ha hecho hombre por nuestro amor, ha vivido y sufrido como cualquiera de nosotros, ha pasado por el mundo “haciendo el bien”[3] y para salvarnos del pecado y la condenación eterna, ha sufrido  nuestro castigo y ha muerto. Pero no todo ha acabado aquí, ha resucitado para nosotros, es decir, nos ha abierto las puertas del Paraíso cerradas tras el Pecado Original. Todo esto nos debe llevar a vivir la gratuidad del don de Dios y Su Amor, a agradecer al Señor Su infinita misericordia para con nosotros. ¿No es esto un motivo de alegría espiritual que debe llenar toda nuestra vida? ¿Hay mayor felicidad que el ser partícipes de la vida divina que nos ha otorgado Jesús, de vivir unidos a Él, de ser hijos de Dios en el Hijo y de heredar la vida eterna y feliz?

            Entonces, vivamos la Cuaresma preparándonos a la Pasión y Muerte del Señor teniendo muy presente el horizonte de la Resurrección que se abre ante nosotros como un mar infinito de gozo. Recordemos que la conversión es más un trabajo espiritual e interior y que las prácticas externas deben ayudarnos a esta interiorización. La conversión nos une más a Dios y por tanto, nos hace más felices porque si Dios es Amor, también es Alegría, Paz y Felicidad infinitas. Estamos hechos para Dios, como nos recuerda San Agustín, y por lo tanto, hechos para el Amor y la Misericordia. Este Amor y Misericordia que recibimos de Dios debe desbordar desde nuestros corazones hasta llegar a todos los hombres. Hay que “compartir a Dios”, e imitar Su vida, y sólo podremos hacerlo si antes nos hemos llenado de Él y de Su gracia.

            Desde aquí, os deseamos una muy feliz y SANTA Cuaresma.
Hna. Marina Medina



[1] RB 49, 6.
[2] RB 49, 7.
[3] Hch 10, 38.

6 de febrero de 2016

IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)

        

          “Os recuerdo, hermanos, el evangelio que os proclamé, que vosotros aceptasteis, y en el que estáis fundados, y que os está salvando, si es que conserváis el evangelio que os proclamé”. Así invitaba el apóstol Pablo a los cristianos de Corinto a considerar su vocación de discípulos de Jesús, pero también nos interpelan para que reflexionemos sobre nuestra condición de cristianos, que supone haber aceptado el evangelio de Jesucristo, proclamado primero por los apóstoles y después por la Iglesia, y que nos mantenemos fundados en el mismo, deseando tener parte en la salvación que promete. Y no está de más recordar que este evangelio tiene como centro y fundamento lo que repetimos cada vez que recitamos el Credo: que Jesús de Nazaret, llamado también Cristo, murió por nuestros pecados, fue sepultado y resucitó al tercer día y se apareció a muchos que han dado testimonio de que todo esto es verdad. Esta es la fe de la Iglesia, esta es la fe que profesamos, si es que creemos realmente.

            El anuncio del Evangelio casi siempre ha sido hecho desde de la pobreza y limitación de medios humanos. Pablo recionocía que él, el apóstol de las gentes, que trabajó más que todos, no era digno de llamarse apóstol pues había perseguido a la Iglesia. Pero Dios que escoge a los heraldos de su evangelio, tuvo a bien servirse de Pablo para que la palabra de salvación se extendiese por todos los pueblos, confirmando así que el Evangelio no es obra de hombres sino de Dios. La gracia de Dios se ha ido manifestando de modo admirable a lo largo de la historia en todo el ámbito del mundo. Y si en determinados momentos ha podido parecer que se ha perdido alguna batalla, Dios suscita siempre espíritus dispuestos a continuar luchando para que, por la predicación de la Palabra, todos lleguen al conocimiento de la verdad y de la salvación.

            Hoy, en la primera lectura, era Isaías el hombre que no dudaba en confesar su limitación y su pecado cuando, sin mérito de su parte, le fue dado contemplar la magnificencia de la gloria de Dios en el templo de Jerusalén. Precisamente por haber reconocido que era hombre de labios manchados, Dios lo escoge y lo envía como su profeta para que el pueblo mantenga su confianza en el Santo de Israel y pueda esperar así la salvación prometida.

            Un mensaje parecido propone el fragmento del evangelio de Lucas: Pedro, que había faenado inutilmente durante toda la noche, siguiendo la indicación de Jesús, lanza de nuevo las redes. Y cuando constata con grande estupor la abundancia de peces que habían caído en sus redes, cae a los pies de Jesús y proclama: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. Su confesión sincera le vale para pasar de pescador de peces a pescador de hombres y ser la piedra sobre la cual Jesús establecerá su Iglesia, a la que se ha confiado el anuncio del evangelio de Jesús hasta la consumación de los tiempos. En la medida en que sienten su debilidad, los ministros del evangelio reciben la fuerza de Dios, para continuar sembrando la semilla de salvación.

            Hoy, Pablo habla también de la muerte y resurrección de Jesús, el misterio que se renueva ritualmente en cada celebración eucarística. Pero, en este momento en que vivimos, urge proclamar abiertamente la resurrección de Jesús, que es algo que muchas personas, por lo demás merecedoras de todo respeto por su formación intelectual y humana, rechazan de plano o al menos relegan al mundo inocuo de las fantasías y de los sueños. La mayoría de personas sólo se dignan aceptar como histórico lo que puede comprobarse mediante control minucioso y rigurosa experiencia; por esta razón no se muestran de acuerdo con los cristianos cuando insistimos en la realidad de la resurrección de Jesús.

            Constatar esta realidad nos hace palpar nuestra impotencia pero no debe desanimarnos. Hagamos nuestras las palabras de Pedro, cuando Jesús le invitó a echar de nuevo las redes, después de una noche de trabajo infructuoso: “Por tu palabra, echaré las redes”. Fiados en su palabra continuemos ofreciendo a Jesús nuestra colaboración, siguiendo su llamada y anunciando con la palabra pero sobre todo con la vida, nuestra fe en Jesús resucitado, esperanza de gloria y de salvación para todos los hombres.