18 de septiembre de 2014

EL MONJE -1-


Quizás podrá sorprender el título de esta intervención. No ha sido elegido a la ligera sino que responde a una experiencia vivida a lo largo de sesenta y tres años de vida monástica. Intentaré exponer el sentido de mi interrogación, tratando de precisar lo mejor posible el concepto de monje como lo entiendo, consciente de que la tradición secular ha ido variando, a menudo bajo influencias más o menos seguras, un poco según los vaivenes de la moda imperante.
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En plan jocoso, existe una pretendida justificación evangélica de algunas categorías de religiosos que se sirve del texto latino de Mateo 19,27: “Ecce nos reliquimus omnia, ¿quid ergo erit nobis”, y para definir a los  monjes les aplica  los términos ECCE NOS. Con ello es fácil imaginarlos revestidos de sus venerables cogullas de largas y amplias mangas, avanzando lentamente con pasos mesurados por el interior de claustros o basílicas, participando en solemnes celebraciones. Muchos son los libros y artículos que gustan presentar de este modo al género monástico. Y cabe preguntarse: La tradición, desde sus orígenes, ¿avala este modo de pensar? Trataremos de verlo con detalle.

I.- La “Vita Antonii” de San Atanasio

         La tradición es unánime en considerar el valor programático de la biografía que San Atanasio dedicó a la figura del santo anacoreta egipcio Antonio. Esta unanimidad, sin embargo, no significa acuerdo acerca de la delicada cuestión de si fue realmente el primer monje en rigor histórico. En todo caso, lo que es claro es que el Obispo de Alejandría, en sus varios destierros por causa de la fe que defendía, tuvo ocasión e interés en dar a conocer los particulares de aquella figura que en el Egipto de entonces había adquirido gran renombre, y que aparecía como modelo a imitar.

         El P. Louis Bouyer, oratoriano, en su interesante ensayo sobre la “Vita Antonii[1] afirma: “La Vita Antonii…refleja una imagen, que no es lo que un individuo, Atanasio u otro, sacan de su magín. Es la imagen que aceptaban todos sus discípulos… es la muestra de un ideal que había suscitado la misma personalidad de Antonio”[2]. Y continúa afirmando que este documento se escribió con el fin didáctico de que el ejemplo presentado fuese imitado. Y este ejemplo queda definido como “…un paso, una conversión, o más bien, una serie de conversiones que son en realidad ascensiones… en cuyo interior el movimiento ascensional, lejos de pararse, no hará sino continuar con mayor urgencia, hasta la muerte, que se presentará como la última etapa terrena y, por así decirlo, como la consumación de este continuo avanzar”[3].

         Según san Atanasio, Antonio, después de escuchar la Palabra de Dios, se siente llamado a desprenderse de todos sus bienes y abrazar una vida ascética, primero junto a su casa y, seguidamente después, en lugares apartados, como una tumba abandonada, unas ruinas o una cueva. Esta vida ascética la define Atanasio como un estar “atento a sí mismo y viviendo con disciplina”[4]. Esta disciplina lleva consigo entrar en la escuela de renuncia de los propios puntos de vista y sumisión a las tradiciones de la ascesis, tradiciones que se aprenden de quienes ya han progresado en este camino, y que comportan un género de vida austero. Es la raíz de lo que llegará a ser la obediencia monástica. Atanasio insiste en este aspecto de la experiencia que lleva a cabo Antonio[5]

Las exigencias de este camino que Antonio emprende se centran en tres puntos o aspectos, que se convertirán en elementales en la tradición monástica posterior, el primero de los cuales es el trabajo manual, el segundo la oración incesante y el tercero la lectura sobre todo de la Biblia.

El trabajo con las propias manos, de acuerdo con la enseñanza del Apóstol[6], ocupa un lugar primordial en la vida del monje, trabajo que asegura tanto su misma subsistencia como la posibilidad de ayudar a los pobres. Este tipo de trabajo ayuda al monje a no desertar de sus obligaciones humanas, exigiéndole someterse con mayor rigor a la exigencia que pesa sobre la humanidad de ganar el pan con el sudor de su frente. Además este mismo trabajo le impide en primer lugar desinteresarse de los demás hombres, sus hermanos, y en segundo lugar también a ayudarles en sus necesidades más elementales. En una palabra, el monje no huye del mundo para desentenderse de él, sino para adquirir una plena libertad que le permita seguir a Cristo y a su mensaje hasta las últimas consecuencias.

La oración incesante recomendada por Jesús[7] y recordada por san Pablo[8], es algo más que una invitación a orar a menudo, o incluso a orar muy a menudo. Orar “siempre” e “incesantemente” hay que entenderlo, según en sentido real de los términos, como orar siempre y en todas partes, evitando reducir esta actividad a una acción concreta que se juntaría a otras actividades también concretas, sino que se trata de algo que ha de coexistir contemporáneamente con todas las demás actividades.

Pero la oración del monje reviste un carácter dialogal, es decir es una respuesta a la Palabra de Dios que el cristiano encuentra siempre viva en la Sagrada Escritura, sea escuchándola en las celebraciones de la Iglesia local[9], sea en una lectura personal, situación esta que el P. Bouyer, para el caso concreto de Antonio, admite como posible pero no segura[10]. La Escritura como palabra viva dirigida personalmente a cada individuo, quiere suscitar una reacción personal, que se traducirá después en todos los ámbitos de la vida cotidiana. La vida del monje aparece pues como un diálogo vivo entre la Palabra de Dios y la respuesta total que se expresa constantemente en la vida cotidiana. Según el P. Bouyer, Antonio no ha creado ni elaborado esta forma de vida, sino que la ha recibido de alguna manera y que, en el fondo, no es otra cosa que una vida cristiana integral[11].

Junto a estos elementos esenciales que propone la “Vita Antonii”, no se pueden dejar de lado otros aspectos que tienen quizás una importancia relativa, pero que Atanasio insiste en presentar: por una parte las virtudes humanas y sociales que hacen atrayente la figura del monje[12], y por otra las exigencias ascéticas en las que se ejercita el monje: vigilias, ayunos, ausencia de comodidades, lucha con el demonio[13], que forman el entramado de la jornada de siervo de Dios.

Según la biografía de San Atanasio, Antonio nunca vivió en comunidad, aunque en un determinado momento de su existencia aparezca como padre espiritual de muchos discípulos que, de alguna manera, querían imitar su ejemplo[14]. Nuestro santo monje Antonio queda pues lejos de la imagen de un celebrador de solemnes liturgias.


II.- Los padres del desierto

         El ejemplo de Antonio, como semilla buena que cae en tierra fértil, dio fruto abundante, sobre todo en Egipto y en los países limítrofes como son África del norte, Palestina, Siria y Arabia. Se conoce bien toda esta realidad a través de obras como la “Historia Lausíaca” o “Vidas de los santos Padres” de Palladio[15], la “Historia Monachorum” escrita en griego y traducida al latín por Rufino[16], las recopilaciones de “Apotegmata o Verba Seniorum[17], que fueron leídos por tantas generaciones posteriores con las vívidas y detalladas descripciones de aquellos anacoretas y monjes.

Entre aquellos primeros anacoretas los había quienes vivían solos, mientras otros se reunían  formando grupos o colonias, como las famosas colonias de Nitria y Escete en Egipto. En estas colonias cada eremita acostumbraba a tener su celda o cabaña que, a veces, podía compartir con otro u otros hermanos. Estas celdas o cabañas estaban generalmente dispuestas alredor de una iglesia a la que solían acudir todos para los oficios del sábado y del domingo, y tenían también cerca panaderías que proporcionaban el pan que constituía la base de su frugal alimentación.

         En estas colonias no se encuentra ningún régimen que podría ser llamado “conventual”, a excepción de la función espiritual de dirección que poseían los ancianos que habían alcanzado una cierta autoridad por su vida y su experiencia, y que recibían el nombre de “abbas” o padre. Eran personajes  notables por sus carismas, portadores del Espíritu y a ellos correspondía acoger y formar a los que se presentaban deseosos de abrazar aquel régimen de vida. Se consideraba imposible adelantar en la práctica de la vida ascética sin haber estado, al menos por un tiempo prudencial, bajo la dirección de un experto.

         Los documentos arriba mencionados recuerdan que estos anacoretas, monjes, o como se les quiera llamar, dedicaban toda su existencia a la oración incesante, acompañada de una vida ascética y frugal. Algunas veces podían juntarse dos o más para realizar juntos sus oraciones, pero no hay constancia de una liturgia comunitaria, fuera de las reuniones dominicales en la iglesia. De hecho la existencia de estos anacoretas era una continuación, más o menos fiel, del ejemplo dado por San Antonio.

         Estos grupos o colonias de ascetas o monjes constituían elementos de la iglesia local, como podían ser las aldeas o poblados cristianos, que se habían ido formando por aquellas tierras. No es posible sin embargo hablar de una “congregación” o comunidad como se han ido configurando posteriormente en el ámbito de la Iglesia universal. Su característica sigue siendo la de individuos que habían escogido una dedicación total a la plegaria personal incesante según las indicaciones evangélicas.


III.- San Pacomio y el cenobitismo

         También en Egipto y, más o menos contemporáneamente, la historia recuerda la vida y la obra de San Pacomio. Copto de nacimiento y soldado del ejército romano, quedó impresionado por el ejemplo de unos cristianos, lo que le movió a convertirse y recibir el bautismo. Abrazó después la vida anacorética bajo la dirección de un anciano, llamado Palamón, hasta que, unos años más tarde, habiendo experimentado la realidad y los límites de aquel género de vida, se retiró a Tabennisi donde dio inicio a su obra, que supuso un cambio trascendental en el monaquismo de aquel entonces.

         Dom Armand Veilleux, actualmente abad del monasterio cisterciense de Scourmont (Bélgica), ha dedicado años de trabajo paciente al estudio de las fuentes pacomianas, que comprenden tanto las varias “Vidas” como las “Reglas” y demás documentos que permiten conocer este importante capítulo de la historia monástica. Plasmó el resultado de esta interesante investigación en su tesis doctoral “La Liturgie dans le cénobitisme pachômien au quatrième siècle[18].  El autor tiene un especial interés en mostrar la originalidad de la obra de Pacomio, insistiendo que se trata de algo muy distinto de lo que representaban las colonias de anacoretas reunidas alrededor de un padre espiritual. Al mismo tiempo no duda en poner en guardia ante un lugar común que muchos divulgadores de la historia del monacato cristiano han repetido hasta la saciedad, caracterizando el monasterio pacomiano como un cuartel en el que regía la estricta disciplina del ejército romano que Pacomio había conocido en su juventud[19].

         Dom Veilleux afirma decididamente que “la especificidad de la comunidad pacomiana es precisamente de ser no esencialmente una agrupación de individuos alrededor de un padre, sino una comunidad de hermanos, una Koinonía. Esto queda muy bien formulado en un párrafo de los “Praecepta”: “Si uno llega a la puerta del monasterio, deseoso de renunciar al mundo y ser agregado al número de los hermanos… que se una a los hermanos”[20].

         La documentación sobre el monasterio pacomiano recuerda que la comunidad se organizaba en “casas”, cada una con su jefe responsable, sistema concebido totalmente en función del servicio que los hermanos debía prestarse unos a otros, y que constituía la expresión concreta de la imitación de Cristo, que se ha hecho servidor de todos. Según Dom Veilleux, Pacomio quería que su Koinonía se edificase siguiendo la imagen de la comunidad primitiva de Jerusalén, cuya vida común estaba establecida sobre el fundamento de la caridad fraterna. Pero esta unanimidad no se reducía a una actitud meramente espiritual, sino que reclamaba ponerse concreta y físicamente al servicio de unos a los otros. La idea del servicio, e incluso de la servidumbre, es la raíz que explica el contenido fundamental del cenobitismo pacomiano. Dom Veilleux recuerda que Pacomio, de acuerdo con el concepto tradicional de la autoridad de los primeros siglos de la Iglesia, consideraba la función del superior como un servicio, y era sumamente riguroso para impedir que los hermanos tratasen de prestarle un trato de favor[21].

         Dom A. Veilleux, al describir la “Koinonia” que san Pacomio se esforzó en establecer, insiste que, en realidad, cada monasterio de la misma constituía una iglesia, que mantenía estrechos lazos de unión con las demás iglesias locales,  así como relaciones cordiales con la jerarquía establecida, como demuestran los contactos tanto con san Atanasio como con otros obispos. La “Koinonía” pacomiana era una comunidad en la cual la comunión en la caridad se manifestaba en el servicio mutuo de los hermanos y, eventualmente, al servicio de la gente de los alrededores que lo necesitasen. Como Iglesia local dependía del obispo de la diócesis, fundada sobre el bautismo, alimentada por la participación de la eucaristía, dedicada a la escucha y meditación de la Palabra de Dios y en la plegaria común continua[22].

         A nosotros interesa sobre todo examinar el aspecto de la plegaria en el ámbito de la “Koinonía” pacomiana. Dom A. Veilleux recuerda que los primeros monjes que se unieron a la “Koinonia” eran cristianos formados en las iglesias locales en las que habían aprendido de sus pastores y de sus comunidades de origen una educación en orden a la plegaria, a orar sin cesar, en el silencio y la soledad, y a rezar junto a los demás en determinados días y horas. Orar sin cesar no significa no hacer nada más que orar, sino saber unir la plegaria a todas las demás actividades: se ora trabajando, caminando, cantando salmos, recitando las escrituras y dando una cierta expresión comunitaria a esta plegaria, en determinadas horas del día [23].

         Teniendo en cuenta cuanto acabamos de afirmar, resulta que estamos en la misma línea de las prácticas que hemos visto en Antonio y en los Padres del desierto. El carácter comunitario de la “Koinonía” pacomiana explica que, junto a la plegaria personal de cada monje, plegaria que podía ser durante el día o durante la noche[24], encontremos, por vez primera, indicaciones concretas sobre una oración “comunitaria”. Los cristianos que se adherían a la “Koinonía” pacomiana no experimentaban  dificultad para armonizar la plegaria personal solitaria y la plegaria realizada en común con otras personas., y así puede entenderse la información que los documentos pacomianos proponen con bastante claridad acerca de las características de esta plegaria comunitaria en los monasterios de san Pacomio.

         Tanto la Regla como las Vidas de san Pacomio dan testimonio de la existencia de dos reuniones cotidianas de oración comunitaria, reuniones que reciben el nombre de “sinaxis”, y que tenían lugar una por la mañana y otra por la tarde. La reunión de la mañana, designada con el nombre técnico de “colecta”, reunía a todos los hermanos del monasterio, mientras que la reunión de la tarde, que lleva en copto el nombre técnico de “seis oraciones”, tenía lugar solamente en cada una de las “casas” que componían el conjunto del monasterio[25]. Dom A. Veilleux se entretiene en estudiar las características concretas del desarrollo de estas dos “sinaxis”, pero a nosotros basta decir que estas “sinaxis” se componían esencialmente de recitaciones de textos de la Escritura (no necesariamente del Salterio), que hacían los monjes según un orden establecido, y que estaban probablemente acompañadas de un trabajo manual ligero, entrecortadas por la recitación del Padre nuestro y de otras plegarias silenciosas acompañadas de postraciones y signos de la cruz[26].

         Dom A. Veilleux ofrece como conclusión del capítulo sexto de su trabajo estas palabras que tratan de definir el sentido teológico de las “sinaxis” pacomianas:

“Como todos los primeros monjes, como todos los primeros cristianos, los Pacomianos tomaron muy en serio el precepto de la Escritura de orar sin cesar. Toda la jornada, y a menudo también la noche de los monjes pacomianos era una plegaria continua, que adopta generalmente la forma de una meditación de la Escritura Santa. Dos veces al día, sin embargo, se reunían para llevar a cabo en común lo que era la esencia de su vida. En el curso de esta sinaxis, comulgaban en la Palabra de Dios, en la plegaria silenciosa y personal, en el trabajo manual, en la reflexión. La finalidad de estas reuniones no era la de hacer algo especial, que no se hiciera en el resto de la jornada; tampoco era para aprender a hacer alguna cosa concreta. La plegaria común del cenobita pacomiano es esencialmente – y esto es lo que le da todo su valor – una comunión en la plegaria”[27].

         Estas palabras de Dom A. Veilleux muestran a los monjes pacomianos dando una doble lección: la unidad de la oración que informa toda su vida y al mismo tiempo su comunión en la oración. Lo que da valor a la plegaria de la “Koinonía” pacoomiana no es la recitación de plegarias especiales y oficiales sino simplemente de ser una comunión en la plegaria.

El panorama que ofrecen estos monjes queda lejos de la mentalidad actual que, refrendada por la legislación eclesiástica contemporánea, contempla la plegaria comunitaria de los monjes como una función oficial que se les ha atribuido, para que la lleven a cabo en nombre de la Iglesia, para bien de la misma y del mundo entero. Lo que ofrece la “Koinonia” pacomiana tiene poco que ver con el aforismo que la tradición medieval acuñará y que ha tenido y sigue teniendo valor para muchos, es decir el “monachus propter chorum”, el monje existe para estar dedicado al coro.


IV.- La oración de la Iglesia en los primeros siglos

         A lo largo de lo dicho anteriormente se han hecho algunas alusiones a la plegaria de los cristianos en los primeros siglos de la Iglesia. Creo que es necesario detenernos un poco en este tema, que sin duda, ha tenido una influencia muy importante en la plegaria del monacato posterior.

         Se ha escrito que la Iglesia del siglo III estuvo marcada por un intenso fervor espiritual, atestiguado por los consejos sobre la oración que han conservado, principalmente, los escritos de cinco autores cristianos como son Clemente de Alejandría (+211-215)[28], Tertuliano de Cartago (+220)[29], Hipólito de Roma [30], Orígenes de Alejandría[31], y Cipriano de Cartago[32].

         Todos estos autores insisten en el precepto del Señor y de Pablo de que hay que orar de modo ininterrumpido. Al hablar así no se refieren a cristianos retirados del mundo, sino que se dirigen a personas comprometidas con las exigencias de la vida humana y social, y que han de buscar el modo de satisfacer esta obligación, juntos a sus demás compromisos. De ahí su propuesta de fijar unos tiempos precisos de plegaria que permitan llevar a cabo el propósito.

         Seguramente inspirándose en ciertas alusiones del Antiguo y del Nuevo Testamento[33], proponen hacer oración sobre todo tres veces al día, veces que pronto se identificaron con las horas tercera, sexta y novena del horario civil vigente, y a las que se buscaron justificaciones bíblicas.

Tertuliano y Cipriano proponen además otras dos horas de oración, la de la mañana y la de la tarde, que encuentran justificadas también en la Escritura[34], y que responden a los dos momentos importantes de la vida del cristiano. Estas dos horas se consideran más importantes, por encima de las tres horas señaladas más arriba. Hipólito, por su cuenta, añade otros dos momentos de oración en horas distintas y algo intempestivas, que de alguna manera se introdujeron y fueron practicadas por muchos. Hipólito se expresa así en la Tradición Apostólica:

“Hacia media noche, levántate, lava las manos y ora. Y al canto del gallo, levantándote, ora también. Si tu mujer esta presente, rezad juntos; pero si no es todavía fiel, retírate a otra habitación, ora y vuelve a la cama”[35].

         Hay que insistir que estos diversos momentos de oración no se presentan como una imposición obligatoria, sino como prácticas loables destinadas a poner en práctica el precepto de la plegaria incesante. Además de estas prácticas más o menos espontáneas, existía en todas partes la reunión dominical para la celebración de la Eucaristía, que siempre ha sido el momento central y culminante de toda celebración cristiana.

         Con la paz de la Iglesia en el siglo IV, la Iglesia pudo construir lugares de culto, y la vida de oración que tenía antes una dimensión doméstica, empieza a adquirir un carácter público más o menos oficial. Tenemos testimonios de asambleas cotidianas a partir del siglo IV en África, en Palestina, en Siria, en Constantinopla, en Roma, sobre todo en las dos horas importantes de la mañana y de la tarde. Los Concilios en los siglos V y VI legislan a menudo para fijar los detalles de estas celebraciones o recomendar su frecuentación. Estas celebraciones acostumbraban a reunir al pueblo cristiano junto al obispo, a su presbiterio y ministros[36], según esquemas y textos que se fueron estableciendo paulatinamente.

Vale la pena acercarse un momento a un interesante documento del siglo IV, la “Peregrinatio Egeriae[37], que evoca los viajes realizados por una mujer, que según la casi unanimidad de los autores era de la provincia hispana de Galicia y probablemente de la familia del emperador Teodosio, por tierras de Oriente entre los años 381-384.

         Considero oportuno evocar dos fragmentos de la descripción que Egería hace de las celebraciones en la Basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén en un día normal, primero por la mañana y después por la tarde:

Cada día, antes del canto de los gallos, se abren todas las puertas de la Anástasis y bajan todos los monjes y vírgenes, que aquí llaman «parthenai»; y no sólo éstos, sino también hombres y mujeres del laicado que desean tomar parte en esta vigilia de la mañana. Desde esta hora hasta el amanecer se dicen himnos y salmos con responsorios y antífonas, y después de cada himno se dice una oración. Cada día dos o tres presbíteros, y también diáconos, se alternan con los monjes, y después de cada himno o antífona dicen las oraciones. Pero desde que despunta el día empiezan a decir también los himnos matutinos. Entonces llega el obispo con el clero, y al punto entra en la gruta, y desde el interior de los canceles dice primero la oración por todos; luego recuerda los nombres de los que él quiere y por último bendice a los catecúmenos. Dice asimismo la oración por los fieles y los bendice. Después de esto, al salir el obispo del interior de los canceles, se le acercan todos a besarle la mano; y él, ya fuera, los va bendiciendo uno por uno; y así termina el oficio, siendo ya de día[38].

Pero a la hora décima, que aquí llaman “Licinicon” y nosotros decimos “Lucernario”, todo el pueblo se reúne de nuevo en la Anástasís, se encienden todas las lámparas y círíos, produciéndose una claridad luminosísima. Esta luz no viene de afuera, sino que sale del interior de la gruta, donde noche y día está encendida una lámpara, esto es, dentro de los canceles. Dícense entonces los salmos vespertinos y las antífonas durante largo rato. Luego se pasa aviso al obispo, baja y se sienta en un lugar alto; se sientan también los presbíteros en sus lugares, y se dicen himnos y antífonas. Una vez terminados, según costumbre, se levanta el obispo y queda de pie ante el cancel, es decir, ante la gruta; y uno de los diáconos recuerda el nombre de cada uno, según costumbre. Al pronunciar el diácono el nombre de cada uno, los muchos pequeñuelos que allí están van respondiendo continuamente: Kyrie eleyson, o como decimos nosotros: Señor, ten piedad; voces que forman un eco prolongado. Una vez que el diácono ha terminado todo lo que debe decir, el obispo recita una oración y ora por todos; y luego todos, fieles y catecúmenos, oran juntos. Después el diácono levanta la voz advirtiendo que cada catecúmeno, allí donde está, incline la cabeza; y el obispo, de pie, da la bendición a los catecúmenos. Se hace oración, y otra vez el diácono levanta la voz y advierte que todos los fieles, de pie, inclinen sus cabezas: bendice el obispo a los files, y así se hace la despedida en la Anástasis[39].

Sin duda todas las recomendaciones dirigidas al pueblo creyente en general, así como la práctica que se fue desarrollando en los diversos lugares y tiempos, tuvieron en algún momento influencia concreta entre los ascetas y anacoretas que vivían junto a las comunidades cristianas.


V.- La evolución posterior de la oración de los monjes

         La abundante documentación que ha llegado hasta nosotros permite conocer como se ha ido desarrollando la plegaria entre los monjes. Todos intentan observar lo más estrictamente posible el precepto de la oración incesante tan claramente formulado en el nuevo Testamento y en los tratados de los primeros autores espirituales. Pero lo realizan de modo diverso según su propia tradición y teniendo en cuenta las costumbres de las Iglesia locales vecinas.

En todo caso es relativamente fácil constatar que, junto a la oración personal, que ocupaba el lugar central en los primeros tiempos, poco a poco se van multiplicando las celebraciones comunitarias. Con algunas excepciones, todos los grupos o familias monásticas introdujeron en sus comunidades las horas de oración que se practicaban en las Iglesias locales y habían sido recomendadas por los autores espirituales del siglo III.

Sin embargo, es necesario reconocer que la libertad de la imaginación de los humanos es enorme y no siempre se han respetado los límites del equilibrio, estableciendo normas y prescripciones que pueden dejar perplejos a quienes los examinamos hoy. Permítaseme recordar dos ejemplos como botón de muestra.

En la primera mitad del siglo V dos monjes, Juan y Sofronio, decidieron visitar el monasterio del Sinaí, donde fueron acogidos por el abad, el célebre san Nilo, que después de haber desempeñado  importantes funciones en la corte imperial de Constantinopla, había abrazado la vida monástica en la santa montaña. Y aquí que estos monjes nos cuentan que después de un oficio vespertino de seis salmos, asistieron al oficio de la noche que comprendía el salterio entero (150 salmos), divididos en tres nocturnos de cincuenta salmos cada uno. Después del primer nocturno se leyó la epístola de Santiago, después del segundo la epístola primera de san Pedro y después del tercero la primera epístola de san Juan. Terminadas las lecturas se cantaron nueve cánticos, los salmos matutinos (148-150), el Gloria, el Credo de Nicena, el Pater noster, y la invocación Kyrie eleison repetida 300 veces. Todo terminó con la colecta pronunciada por san Nilo[40].

Pero, atención. Conviene no pensar en una iglesia bien iluminada con los monjes colocados en confortable sillería, cada uno con un ejemplar del salterio en mano. Nada de esto. La celebración tenía lugar en un ambiente oscuro con pocos puntos de luz (velas o candiles), mientras un monje debía recitar los salmos, y la asamblea escuchaba más o menos atenta. Y una celebración de este tipo y características no debió durar menos de seis a siete horas como mínimo. Es fácil preguntarse por el aguante físico y psíquico de aquellos monjes.

         Otro caso no menos sorprendente, también del siglo V: un cierto Alejandro, probablemente funcionario imperial, decidió abrazar la vida monástica retirándose al desierto de Siria y, después de varias vicisitudes, terminó por establecer un monasterio en Bitinia, junto al Bósforo, donde murió en 436. Lo curioso de esta comunidad es que estaba organizada en tres grupos o coros que se turnaban sin interrupción para celebrar el oficio día y noche, lo que les valió el nombre de “acemetes” (akoimetoi = sin sueño), sin hacer ningún otro tipo de actividad o trabajo[41].

         A pesar de estos excesos, por regla general predominó la moderación. En este contexto me permito recordar una página de la célebre obra llamada “Instituciones[42], del abad de san Víctor de Marsella, Juan Casiano, en la que habla de la llamada “Regla del Ángel”. Juan Casiano (320-434), recién establecido en la Provenza, después de sus experiencias vividas en Egipto, Palestina, Constantinopla y Roma, evoca una reunión que habría tenido lugar en los comienzos del movimiento monástico, al parecer por tierras de Egipto sin precisar demasiado. Dice así Casiano:

“Los venerables Padres velaron con piadoso celo por el bien de la posteridad. Y así se reunieron para deliberar sobre la manera cómo debía establecerse el culto cotidiano en los monasterios, transmitiendo a sus sucesores un patrimonio de religión y piedad:, libre de toda disensión y disputa. Porque temían que en las celebraciones cotidianas surgieran discrepancias entre hombres consagrados a un mismo culto y se originara a la larga algún germen de error…Tanto fue así, que el debate se prolongó hasta la hora de la celebración de vísperas… y he aquí que, de pronto, púsose uno en medio de todos, de pie, para cantar los salmos. Permanecían los demás sentados…siguiendo absortos las palabras de aquel personaje… Recitó éste once salmos… y al fin terminó el duodécimo seguido del aleluya. Y desapareció de repente a los ojos de todos…comprendió la venerable asamblea que había sido establecida una norma general… En consecuencia se dispuso que se guardara este número de salmos tantos en las reuniones litúrgicas del día como en las de la noche”.

         Estudios modernos[43] sobre este texto de Juan Casiano han revelado que el autor había recogido una tradición antigua, originaria ciertamente de Egipto y concretamente proveniente de las colonias monásticas de Nitria y Escete, pero que la habría retocado para darle un contenido algo distinto del original, movido por su preocupación por reformar a las comunidades del sur de las Galias e introducir en ellas usos que, según él, se observaban en las comunidades de Egipto.

De hecho, la versión original de la “Regla del Ángel” habla de doce “oraciones” (no de doce salmos) para el día y doce “oraciones” para la noche, como modo práctico para llevar a cabo la oración incesante propuesta por la Escritura. Se refiere a “oraciones”, o mejor, a propuestas de oraciones que los monjes debían observar para no apartarse de propósito básico de la oración incesante. En este sentido sabemos por la vida de san Pacomio, que el anciano Palamón, el que instruyó inicialmente al mismo san Pacomio, se había impuesto sesenta oraciones cada día y cincuenta cada noche. La “Regla del Ángel” quería ser una cierta racionalización de esta plegaria continua, evitando excesos, manteniendo un régimen más humano, para decirlo de alguna manera.

Casiano, en efecto, propone un oficio ya organizado con varias horas celebradas en común, como son las  vigilias nocturnas, la reuniones del comienzo del día y de la tarde, así como un oficio de la mañana que acabó llamándose prima, y las tres horas de tercia, sexta y nona, todas con un número determinado de salmos para cada hora. La obra realizada por Juan Casiano ha tenido una influencia enorme en el desarrollo del monacato occidental. No se olvide el hecho de que sus escritos, tanto las “Instituciones[44] como sus “Colaciones[45], han merecido ser citadas por San Benito en su famosa Regla[46], proponiéndolas a sus monjes como lectura de edificación, y así el mundo monástico occidental fue edificándose sobe las bases propuestas por el Abad de San Víctor de Marsella.

CONTINUARÁ -2-
Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense
Abadía de Santa María de Viaceli
39320 Cóbreces, Cantabria


         



[1] La Vida de San Antonio, ensayo sobre la espiritualidad del monacato primitivo”, Burgos 1989.
[2] Cfr. L. Bouyer, o.c. 48-49.
[3] Cfr. L. Bouyer, o.c., 49.
[4] PG 26, 844 B. 3
[5] PG 26, 897 B. 38.
[6] 2 Tes 3,10: Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma.
[7] Lc 18,1: “Les decía una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer”.
[8] 1 Tes 5,17: “Sed constantes en orar”.
[9] Las grandes decisiones de Antonio, según la “Vita”, surgen precisamente a raíz de las lecturas proclamadas en una celebración litúrgica.
[10] Cfr. L. Bouyer, o.c., p. 62.
[11] Cfr. L. Bouyer, o.c., p. 63.
[12] Cfr. L. Bouyer, o.c. pp. 68-69.
[13] Cfr. L. Bouyer, o.c. pp.  69-84.
[14] Cfr. L. Bouyer, o.c. pp 121-122.
[15] Cfr. A. Locut, Palladius Histoires Lausiaque, Paris 1912.
[16] Historia Monachorum, PL 21, cc 387-462.
[17] Apophtegmata o Verba Seniorum, PG 35, cc 71-440; PL 73 (1860).
[18] A. Veilleux, “La Liturgie Dans le cénobitisme pachômien au quatrième siècle”,Roma 1968, Studia Anselmiana 57.
[19] Cfr. A. Veilleux, o.c. p. 176.
[20] A. Veilleux, o.c. p.176.
[21] A. Veilleux, o.c. p. 178.
[22] A. Veilleux, o.c. pp.186-197. En los capítulos siguientes el autor estudia con detalle la celebración del bautismo, de la eucaristía, de la celebración de la Pascua y de la Escritura..
[23] A. Veilleux, o.c. pp. 277-278.
[24] A. Veilleux, o.c. pp.288-292.
[25] A. Veilleux, o.c. pp.292-297.
[26] A. Veilleux, o.c. pp.297-315.
[27] A. Veilleux, o.c. p. 323.

[28] Stromata  o Tapices, 7,40, ed. De O. Stälin, t. 3 (GCS 17).
[29] De oratione 24: CCL 1, 272; De ieiunio 70,3: CCL 2, 1267.
[30] Tradición Apostólica 41, ed.  De B. Botte (LQF).
[31] De oratione 12: PG 11, 452-453.
[32] De dominica oratione 34. ed. De L. Bayard (Col. Budé).
[33] Cfr. Sal 54, 17-18; Dn 6,11; Hch 10,9.
[34] Para la mañana Sal 5,4; para la tarde sal 140,2.
[35] Hipólito, o.c. pp. 92-93.
[36] Es en esta época en que aparecen celebraciones nocturnas en Pascua, en Pentecostés, en Navidad, en Epifania, sobre todo.
[37] Cfr. A. Arce, Itinerario de la Virgen Egeria, B.A.C. 416, Madrid 1980. Y también: Enrique Bermejo Cabrera, La proclamación de la Escritura en la Liturgia deJerusalén, Estudio.terminológico del “Itinerarium Egerieae”,Jerusalen 1993.
[38] A. Arce, o.c., p.257.
[39] A. Arce, o.c., p. 259-260.
[40] Cfr. D. Bäumer - R. Biron, Histoire du Bréviaire, Paris 1905, pp.182-183.
[41] Cfr. J. Prgoire, Acémètes, DACL I/1 (1924), col 307-321.; y S Vailhé, Acémètes, DHGE 1 (1912), col. 274-282.
[42] Juan Casiano, Instituciones, Madrid 1957, pp. 60-62.
[43] Cfr. A. Veilleux, o.c. pp.330-339.
[44] Juan Casiano, Instituciones, Madrid 1957.
[45] Juan Casiano, Colaciones,  2 vol. Madrid 1998.
[46] S. Benito, Regla, 42,3 y 5; 73,5. 

16 de agosto de 2014

SERMÓN 19 DE

SAN ELREDO DE RIEVAL 

Introducción
Elredo de Rieval nació en Hexham, Northumberland (Yorkshire) (1110). Recibió la primera instrucción en el priorato de Durham[1], donde Eilaf, su padre, sacerdote de Hexham, iba a morir como oblato. A la edad de catorce años fue recibido en la corte del rey de Escocia, David I. Allí convivió con los príncipes reales, recibió una cultura anglo-normanda y siguió estudiando los clásicos latinos. Hacia los veinte años empezó a desempeñar un oficio palaciego, el de dapifer regis o senescal; por eso podía recordar a San Bernardo que procedía de las cocinas. En aquellos años, Waldef, hijo del rey, abandona la corte y se une a los canónigos regulares, aunque al final acabará siendo abad cisterciense en Melrose. Quizá esta decisión aceleró en él el deseo de hacerse monje.
Elredo es un representante de la denominada teología monástica, cultivada en los monasterios medievales, y que con la aparición de Císter experimentó un nuevo impulso, con autores como Bernardo de Claraval, Guillermo de Saint-Thierry, Guerrico de Igny y el mismo Elredo, todos ellos contemporáneos del siglo XII. Esta teología elaborada en los claustros cistercienses, a diferencia de la que se hacía en las escuelas de las catedrales y en las universidades, más especulativa, no separa la reflexión intelectual de la vida, el conocimiento del amor. Es una teología encarnada en la propia existencia y en la experiencia que brota del misterio de la fe, creído y vivido en la liturgia, y que se fundamenta en la lectura pausada y saboreada de la Sagrada Escritura. El deseo de conocer y de amar a Dios, que nos sale al encuentro a través de su Palabra, y que debemos acoger, meditar y practicar, fue el que llevó a Elredo a profundizar los textos bíblicos en todas sus dimensiones.
Una de las tareas más importantes de un abad es la de dar a sus hermanos, los monjes que se le han confiado, la enseñanza espiritual de la Palabra de Dios, tarea que los abades cistercienses cumplían cada día en el Capítulo (Sala Capitular donde se reúnen diariamente para leer la Regla), y que nos ha valido un amplio repertorio de sermones de los más insignes abades de la Edad Media
La doctrina de Elredo está injertada en el árbol de Claraval, y su enseñanza es fruto de una experiencia personal, desarrollada en el campo bernardiano. Su modo de meditar la Escritura, de comentarla y exponer sus textos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, de recurrir a su autoridad, se identifica en Elredo con la escuela del Doctor Melifluo, que sobresalía en el arte de extraer de la letra del texto bíblico la miel pura y sabrosa del sentido respecto a la experiencia de Dios, al gusto de Dios. Elredo es la figura señera de toda una generación cisterciense que, siguiendo la estela de San Bernardo, contribuye a la renovación de la ciencia sagrada.
Discípulo fiel y a la vez independiente de San Bernardo, desarrolla ciertas intuiciones del maestro, afirmando el equilibrio de su pensamiento. Dos actitudes representativas resaltan aspectos singulares en toda la producción literaria del Abad de Rieval, y ponen su acento propio en su aportación a la formación de una tradición espiritual.
También es fácil reconocer en sus escritos -particularmente en sus dos grandes obras, el Espejo de la caridad y La amistad espiritual- las líneas maestras del pensamiento de San Bernardo, al que llama amantísimo padre y señor mío[2]. Tanta fue esta influencia que ha podido afirmarse, a propósito del De amicitia spirituali, que Bernardo sobrevivió en las obras de su mejor discípulo[3].
Su doctrina monástica es fuerte, sin paliativos. Que nadie se engañe: somos los profesionales de la cruz de Cristo[4]. Me dirijo a vosotros, hermanos míos, hijos míos, no solo adoradores de la cruz de Cristo, sino también profesionales y amadores de su cruz...[5].
Elredo, no afirma la Asunción de María, ciertamente la Asunción de la Virgen María con el rigor teológico de la definición dogmática que hizo Pío XII el año 1950, sino que se limita prudentemente a dar su opinión: Aunque en este asunto con el cuerpo, como algunos creen, pero aunque no me atreva a afirmar esto porque no tengo en qué basarme, solo con dudas me atrevería a afirmar que en este día la bienaventurada Virgen…, subiría al cielo y recorrería toda aquella ciudad celeste con la rapidez de su espíritu.
Hasta la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II, con la Constitución Dogmática Sacrosanctum Concilium, en la fiesta de la Asunción se leía el pasaje de la visita de Jesús a Marta y María. El hecho de que el texto de la Biblia Vulgata hablase de un “castillo”, dio lugar a Elredo para elaborar su sermón basado en los elementos constitutivos de un castillo: el foso, el muro y la torre que constituyen los elementos defensivos de un castillo, refiriéndose a las virtudes de la humildad, la castidad y la caridad.
Elredo aplica esta figura a María, una plaza fuerte completamente especial, en la que se dan a la perfección y simultáneamente la laboriosidad de Marta y la contemplación de María.
Como ocurre en todos sus sermones, Elredo deriva enseguida al sentido antropológico o moral, es decir, la aplicación a los monjes. Igualmente ellos deben dedicarse a la vita actualis, las vigilias, el ayuno, el trabajo, pero a la vez deben buscar tiempo para dedicarse exclusivamente a la contemplación, a estar como María a los pies de Jesús, pues como el mismo Señor ha dicho: “María ha escogido la mejor parte y no se le quitará”[6]
1.      Sermón 19, en la Asunción de Santa María
            1. 1     Jesús entró en casa de Marta y María
Entró Jesús en un castillo[7] -nos dice Elredo-, y una mujer, de nombre Marta, que tenía una hermana, que se llamaba María, lo acogió en su casa[8]. La alegría de María es grande por tener a tal huésped, al que agasaja, y en cuya atención estaba muy ocupada. Pero aún más grande fue el contento de María, al darse cuenta de la dignidad del huésped. Y al contrario que Marta, lo acogió atendiendo a su sabiduría y se recreó en su dulzura. Y tan atenta estaba a las palabras de Jesús, que no se preocupaba de lo que pasaba en la casa, de lo que Marta decía y de sus muchas ocupaciones[9].
1. 2     Acoger a Jesús espiritualmente
San Elredo, nos dice: ¿Quién de nosotros, si nuestro Señor estuviese en este mundo, y quisiese venir a él, no se alegraría de modo admirable e inefable? ¿Pues qué diremos, hermanos? ¿Porque no está físicamente, por eso no podemos recibirlo físicamente, por eso no podemos esperar que venga? Debemos preparar nuestras casas, y no dudar que Jesús vendrá a nosotros mejor que si viniese físicamente. Es cierto que estas dos mujeres tuvieron la dicha de recibirlo corporalmente, pero no nos debe caber la menor duda que fueron más dichosas de recibirlo espiritualmente.
En aquel tiempo muchos lo recibieron corporalmente, y comieron y bebieron con Él, pero como no lo acogieron espiritualmente siguieron siendo unos desgraciados. Pues, ¿quién más desgraciado que Judas? Él sirvió corporalmente al Señor. Y la Virgen María, cuya gloriosa Asunción hoy celebramos, aunque fue dichosa por recibir en su cuerpo al Hijo de Dios, lo fue mucho más por acogerlo en su alma. Así nos lo dice San Lucas en su Evangelio: Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron. Y el Señor le contestó: Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen[10].
1. 3     Preparar un fortaleza espiritual
Hermanos, hemos de preparar, un castillo espiritual para que pueda venir a nosotros el Señor. Si María no hubiese preparado en sí esta morada fortificada, Jesús no hubiese venido a morar ni en su cuerpo ni en su espíritu, ni se leería hoy en esta solemnidad de María este Evangelio.
Debemos preparar este castillo donde se hacen tres cosas para que sea fuerte: el foso, la muralla y las torres. Primero el foso, después la muralla sobre el foso y por último la torre, que es más fuerte y sobresale por encima de todo. La muralla y el foso contribuyen a la vez a la defensa, ya que si no estuviese delante el foso, la gente podría, por medio de algún ingenio, llegar a socavar la muralla, y si la muralla no estuviese sobre el foso, podrían llegar hasta el foso y rellenarlo. La torre, por su parte, lo defiende todo porque sobresale por encima de todo.
1. 4     El foso es la humildad
Ahora vayamos a nuestra alma y veamos cómo deben realizarse espiritualmente todas estas cosas en cada uno de nosotros. ¿Qué es el foso sino un hoyo? Ahondemos en nuestro corazón para encontrar allí lo que hay en el fondo, quitemos la tierra que está en el fondo y saquémosla fuera, ya que es como se hace el foso. La tierra que debemos coger y echar fuera es nuestra fragilidad. Y pensemos que no está escondida dentro, sino tengámosla siempre presente a nuestros ojos, para que haya un foso en nuestro corazón, es decir, tierra humilde y profunda. Ese foso, hermanos, es la humildad.
Hemos de recordar lo que nos dice aquel viñador del Evangelio del árbol que el amo de la viña quiso arrancar porque no encontró en él fruto: Señor, déjala este año, y yo cavaré en su alrededor y le echaré estiércol[11]. El Señor quiso hacer allí un foso, es decir, enseñar la humildad. Así debemos comenzar a construir este castillo, ya que si no empezamos por poner este foso en nuestro corazón, “una verdadera humildad”, solamente traeremos ruina sobre nosotros mismos.
La Virgen María ¡qué bien hizo este foso!, ya que miró más su propia fragilidad que toda la grandeza y la santidad que en ella había. Supo reconocer que, si era pobre, lo era por ella misma, y que si era santa, “Madre de Dios, Señora de los Ángeles, y templo del Espíritu Santo”, lo era por la gracia de Dios. Y así manifestó lo que era por ella misma: ¡He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra![12]. Y, de nuevo: Ha mirado la humildad de su esclava[13].
1. 5     La muralla espiritual es la castidad
A continuación del foso hemos de construir la muralla. Y esta muralla es la castidad; muralla verdaderamente fuerte, ya que mantiene incólume y sin mancilla la carne. Esta es la muralla que defiende el foso -del que hemos hablado- para que no puedan rellenarlo los enemigos, porque si perdemos la castidad, enseguida se llena el corazón de inmundicias e impurezas, y desaparece por completo del corazón el foso espiritual, la humildad. Y así como el foso es defendido por la muralla, también el muro ha de ser defendido por el foso, ya que el que pierde la humildad no puede tampoco mantener la castidad de la carne. Por esto sucede que la virginidad, mantenida desde la infancia hasta la ancianidad, se pierde a veces cuando el alma se mancha con la soberbia, y la carne a su vez se mancha con la lujuria.
María tuvo esta muralla con mayor perfección que cualquier otro, porque ella es santa, pura, y su virginidad, como una muralla firmísima, nunca pudo ser penetrada por la tentación del diablo. Fue virgen antes del parto, en el parto y después de él.
1. 6     La torre de la caridad
Si imitamos a María y tenemos el foso de la humildad y la muralla de la castidad, debemos edificar la torre de la caridad.
La caridad es la “gran torre”, porque así como la torre suele ser la parte más alta del castillo, así la caridad está sobre todas las virtudes del edificio espiritual del alma. El apóstol San Pablo dice: Aún voy a mostraros un camino más excelente[14]. Diciendo esto se refería a la caridad, que es el camino más sublime que lleva a la vida[15]. El que se encuentra en esta torre no teme a sus enemigos, ya que la caridad perfecta expulsa el temor[16]. Sin esta torre -la caridad- se tambalea el castillo espiritual del que hemos hablado.
El que tiene seguro y fuerte el muro de la castidad, pero desprecia o juzga a su hermano, no tiene con él la caridad que debe, porque no tiene la torre, y el enemigo entra por la muralla y mata su alma. Igualmente, si parece humilde en su comportamiento: en el comer, en sus tendencias…, pero tiene por dentro un espíritu amargo para sus superiores y hermanos, el foso de la humildad no podrá defenderlo de sus adversarios.
1. 7     La caridad de María
Como nos dice Elredo: “¿Quién podría expresar lo perfecta que era la “torre” en la Virgen María? Si Pedro amó a su Señor, ¿cómo amaría Santa María a su Señor e Hijo?”[17]. Y cómo amaría ella a su prójimo, a los hombres, lo manifiestan tantos milagros y apariciones con los que el mismo Jesús se ha dignado hacer ver que ella intercede ante su Hijo por todo el género humano. Su caridad es tan grande que no cabe en mente alguna.
Este es el “castillo” en el que Jesús se digna entrar. Pero no nos cabe duda que son mucho más dichosos los que lo reciben en el castillo espiritual que los que lo recibieron en sus casas. No sabemos por qué el evangelista no nos ha dado el nombre del castillo, pues solo se contentó con decir que entró Jesús en un castillo. “Uno” expresa algo singular, y esto corresponde propiamente a nuestra Santísima Señora, ya que ella es el “castillo singular”, pues en nadie se halla tal humildad, tan perfecta castidad, tan extraordinaria caridad. María es, sin duda, el “castillo singular” que construyó el Padre, que santificó el Espíritu Santo, en el que entró el Hijo y toda la Trinidad como morada suya peculiar.
1. 8     Jesús entró con la puerta cerrada
Este es el “castillo” en el que entró Jesús. Como profetizó Ezequiel, entró con la puerta cerrada y salió con la puerta cerrada cuando dice: Y me condujo a la puerta que da al Oriente, y estaba cerrada[18]. Esa puerta oriental es María Santísima, pues la puerta que da a Oriente, es la primera que recibe la luz del sol; y así, María, que siempre se dirigía hacia el Oriente, es decir, a la luz de Dios, recibió los primeros rayos; y más aún, todo el resplandor del verdadero Sol, el del Hijo de Dios, como nos dice Zacarías: “Nos ha visitado el Oriente, que procede de lo alto”[19].
Esa puerta estaba cerrada y bien defendida, no pudiendo el enemigo encontrar ningún acceso ni resquicio[20]. Estaba cerrada y sellada con el sello de la castidad, que no se rompió al entrar el Señor, sino que la confirmó y afianzó, porque de Él es de quien recibimos la virginidad; con su presencia no la eliminó, sino más bien la confirmó. Así es como Jesús entró en este “castillo”. Si nosotros tenemos este “castillo espiritual”, sin duda que Jesús entrará espiritualmente en nosotros. En María, entró espiritual y corporalmente, ya que en ella y de ella tomó el cuerpo.
1. 9     En la misma casa han de vivir Marta y María
Y una mujer de nombre Marta, que tenía una hermana que se llamaba María, lo acogió en su casa[21]. Si nuestra alma se ha convertido en un castillo, conviene que vivan en ella dos mujeres: una que esté a los pies de Jesús para escuchar su palabra; la otra para servirlo y alimentarlo. Porque si solo estuviese María en aquella casa, no habría quien alimentase al Señor; si solo estuviese Marta, no habría quien se recreara con sus palabras y presencia.
Marta simboliza el trabajo con el que el hombre se afana por Cristo, y María, en cambio, el ocio en el que deja sus trabajos corporales y se recrea con la dulzura de Dios, ya sea por la lectio, la oración o la contemplación. En tanto que Cristo es pobre, anda por la tierra, pasa hambre, sed, y sufre la tentación, es inevitable que estas dos mujeres habiten en la misma casa, es decir, que ambas actividades se den en la misma alma.
Mientras nosotros estemos en la tierra, si somos sus miembros, Él está en la tierra. Y mientras que los que son miembros suyos pasan hambre, sed, y son tentados, Cristo también. Por eso Él dirá en el día del juicio: Siempre que lo hicisteis a uno de mis más pequeños hermanos, a mí me lo hicisteis[22]. Es necesario que en esta miserable y penosa vida esté Marta en nuestra casa, que nos dediquemos a los trabajos manuales, pues mientras necesitamos comer y beber, debemos trabajar. Pero cuando sintamos la tentación del deleite, hemos de controlar nuestro cuerpo con las vigilias, el ayuno. Esta es la parte de Marta.
1. 10   Actividades espirituales y corporales
En nuestra alma también debe estar María, que es el ejercicio espiritual, porque no debemos dedicarnos siempre a los trabajos corporales, sino dejarnos para ver qué bueno, qué dulce es el Señor[23], estar a los pies de Jesús y escuchar su palabra. No debemos descuidar nunca a María por Marta, ni tampoco a Marta por María, pues si descuidamos a Marta, ¿quién alimentará a Jesús? Y, si descuidamos a María, ¿de qué nos servirá que Jesús entre en nuestra casa, si no gustamos nada de su dulzura?
Debemos tener presente que estas dos mujeres nunca deben estar separadas en esta vida. Llegará el momento en que Jesús ni será pobre, ni pasará hambre, ni sed, ni será tentado, entonces solo María, es decir, la actividad espiritual, llenará nuestra casa, nuestra alma. Todo esto, San Benito lo captó muy bien, o más bien el Espíritu Santo en San Benito[24], y por eso estableció que estuviesen dedicados a la lectio, propio de María, sin olvidarse del trabajo correspondiente a Marta; mandó ambas cosas y estableció unos tiempos para la actividad de Marta y otros para la de María. 
1. 11   Cómo se realizaron en la Virgen María
En la Virgen María, se dieron perfectamente las dos actividades. Cuidó a Jesús en todas sus necesidades temporales, huyó con Él a Egipto, etc.[25], esto pertenece a la actividad corporal. En cambió, conservar todas estas cosas meditándolas en su corazón[26], y reflexionar sobre su divinidad, contemplar su poder, deleitarse con su dulzura, corresponde a la actividad espiritual. Por eso con razón dice el evangelista: María, a los pies de Jesús, escuchaba sus palabras[27].
En la parte de Marta, la bienaventurada María no estaba a los pies de Jesús. Más bien parece que era el mismo Jesús el que estaba a los pies de su dulcísima Madre, ya que nos dice el evangelista, les estaba sujeto a María y José[28]. Pero en cuanto veía y reconocía su divinidad, ella estaba a sus pies, se humillaba ante Él reconociéndose como su esclava[29]. Y en la parte de Marta le servía como a débil y pequeño que tenía hambre, sed, sufría con Él en sus tribulaciones y en las injurias que le hacían los judíos. Por eso se le dice: Marta, Marta, andas muy ocupada y te turbas por muchas cosas[30]. Y en la parte de María, le suplicaba como a Señor, lo veneraba como a su Señor, y anhelaba con todo su corazón su dulzura espiritual.
1. 12   En el tiempo del destierro
Por tanto, mientras estamos en este cuerpo, en este destierro, en este lugar de penitencia[31], tengamos presente que nos es más propio y natural lo que dijo el Señor a Adán: Tendrás que comer tu pan con el sudor de tu frente[32]. Esto corresponde a Marta, porque todo lo que podemos gustar de la dulzura espiritual no es más que una pitanza[33], con la que Dios sustenta nuestra debilidad. Por eso, hagamos lo que corresponde a Marta; y con temor y cuidado, ejercitémonos en lo que corresponde a María para no dejar lo que corresponde a una por lo de la otra. Alguna vez Marta querrá que María le ayude en el trabajo, pero no hay que ceder. Señor –dijo-, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el servicio? Dile que me eche una mano[34]. Es una tentación.
1. 13   No dejar el quehacer de María por el de Marta
Si cuando debemos dedicarnos a la lectio y a la oración, nuestra mente nos sugiere que hagamos otras cosas -que no son ni urgentes ni necesarias en ese momento-, entonces, en cierto modo, Marta llama a María para que la ayude. El Señor juzga justa y adecuadamente, pues no manda a Marta que se siente con María, ni a María que se levante y sirva con Marta. Es más dulce y agradable la parte de María, pero el Señor no quiere que por ella se deje la obra de Marta; y es más fatigosa la parte que corresponde a Marta, pero no quiere que se abandone el ocio de María, sino que quiere que cada una haga su parte.
Los que quieren o piensan que algunos en esta vida solo han de ser como Marta, y otros solo como María, se equivocan y no entienden nada, ya que estas dos mujeres están, viven, en un mismo castillo, en una casa. La una y la otra son gratas y adeptas al Señor, y son muy amadas por Él, como nos dice el Evangelio: Jesús amaba a María, a Marta y a Lázaro[35]. Pensemos, ¿qué santo llegó a la santidad sin la actividad de estas dos mujeres?
1. 14   No mezclar la una con la otra
Cada uno de nosotros tenemos que dedicarnos a ambas actividades, y es indiscutible que, en ciertos momentos[36], hemos de obrar como Marta y en otros como María, a nos ser que sobrevenga una necesidad que esté fuera de la ley. Hay que ser fieles a los tiempos que el Espíritu Santo nos ha determinado; esto quiere decir que en el tiempo de la lectio estemos haciéndola, y no nos dejemos llevar por la pereza o la indiferencia, apartándonos de los pies de Jesús, sino que estemos ahí, escuchando su Palabra; y a la hora del trabajo seamos diligentes y dispuestos, y no nos excusemos dejando el trabajo o servicio que nos pide la caridad.
Nunca debemos mezclar estas dos cosas, a no ser que la obediencia, a la que no se debe anteponer ni la quietud ni el trabajo, ni la acción ni la contemplación, nos urgiera a dejar los mismos pies de Jesús (por decirlo de alguna manera). Y aunque para María era más agradable estar a los pies de Jesús, si Él se lo hubiese mandado, se habría levantado ayudando a su hermana Marta a servirlo. Pero el Señor no lo hizo, para recomendar con esto ambos modos de proceder, y a no ser que se nos mande otra cosa, debemos cumplir ambas, sin dejar la una por la otra.
1. 15   La mejor parte es de María, que no se le quitará
Reflexionemos sobre lo que dice el Señor: María ha elegido la mejor parte que no se le quitará[37]. ¡Gran consuelo nos ha dado Jesús con estas palabras! Se nos quitará la parta de Marta, pero no la de María. Nos hastiaríamos de todo el trabajo y miserias si estuviésemos siempre con ellos; por eso el Señor nos consuela. Seamos valientes y llevemos con ánimo todos los trabajos que nos sobrevengan, sabiendo que han de tener fin. Y si los consuelos espirituales solo duraran lo que dura esta vida, no tendríamos mucho interés. Pero no se nos quitará la mejor parte (la de María), sino que aumentará.
Y después de esta vida, lo que aquí hemos gustado como en pequeñas gotas, comenzaremos a gustarlo espiritualmente en plenitud, hasta embriagarnos, como bien dice el profeta: Se embriagarán con la abundancia de tu casa y les darás a beber del torrente de tus delicias[38]. No debemos rendirnos por los trabajos de esta vida, porque pronto se terminarán. Debemos apetecer con ansia el gozo de las delicias del Cielo, que ya empieza aquí, pero que tendremos en plenitud y para siempre en la otra vida, la que durará eternamente. Que María, Madre asunta al cielo, nos ayude a conseguir esta felicidad ante su Hijo, que es Dios y vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos sin fin.
Conclusión
Dichoso aquel que sepa, a su debido tiempo, escoger la mejor parte. No hay en ningún sitio otra mejor parte, porque esa parte es el Señor, que es el que ha creado todo lo demás, todas las demás partes, y frente a Él, que es el “Todo de todo lo creado”, sea esto visible o invisible, todo lo demás solo son partes de lo creado. Así nos lo dice también Juan del Carmelo en su libro “Sed de Dios”[39]. Pero en tanto que estamos en este mundo, hemos de aceptar la alternancia de ambas vidas sin quejas, dentro de la obediencia.
Mientras otros se entregan a diversas tareas, dedíquese María -dediquémonos nosotros- a contemplar y a experimentar qué bueno y suave es el Señor[40]. Y procuremos sentarnos con el espíritu ferviente y el alma sosegada a los pies de Jesús, mirándolo sin cesar y escuchando las palabras, porque es una delicia para los ojos y melodía para el oído. De sus labios fluye la gracia y es el más bello de los hombres[41]. Más aún, su gloria supera a la de los ángeles.
Gócese, pues, María, y viva agradecida -y gócense todos los monjes del Císter-, por haber escogido la mejor parte. Dichosos los ojos que ven lo que ves tú, y dichosa tú que percibes el murmullo divino en el silencio, donde es bueno para el hombre esperar la salvación del Señor. Busca la sencillez, evitando de un lado el engaño y la falsedad, y de otro la multiplicidad de ocupaciones. Escucharás así las palabras de aquel cuya voz encanta y cuya figura embelesa.
La Asunción es motivo de especial alegría para María, y para todos los cristianos que celebran su Asunción en cuerpo y alma al cielo, y debemos regocijarnos con ella, alabarla, festejarla. Y de manera muy especial, nos gozamos en este día solemne todos lo/as monjes/as cistercienses al homenajear a nuestra Patrona. María conoció a su Hijo como hombre y se regocijó con ello, pero en su Asunción pudo contemplar plenamente su divinidad.


Hna. Florinda Panizo
Bibliografía
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AA VV, Biblia para la iniciación cristiana, AT, T. 2, Edita: Secretariado Nacional de Catequesis, Madrid 1977.
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Colombás G. M., San Benito su vida y su Regla, Editorial BAC, Madrid 1954.

De La Croix Boston J., La doctrine de l’amitié chez Saint Bernard, en RAM 29 (1953) 3-19.

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Elredo de Rieval, Sermones litúrgicos T. I, Ediciones Monte Carmelo, Burgos 2008.
Elredo de Rieval, Sermones litúrgicos T. II, Ediciones Monte Carmelo, Burgos 2008.
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Ratzinger Joseph Cardenal, La contemplación de la belleza. A los participantes en el “Meeting” de Rimini (Italia) 24-8-2002.
Ubieta José Ángel, Biblia de Jerusalén, Editorial Descleé de Brouwer, Bilbao 1975.

Webb T. Geoffrey y Walker Adrian, Speculum caritatis Pról.: Espejo de la Caridad, Londres 1962.





[1] Las escuelas de gramática dieron a Elredo una buena base para su futura cultura clásica. Leach ofrece amplia información sobre las escuelas de los tiempos de Elredo y, en concreto, de las de su región: “Early Yorkshire Schools”, en Record Series of the Yorkshire Archeological Society, XXVII.
[2] Geoffrey T. Webb y Adrian Walker, Speculum caritatis: Espejo de la Caridad, Pról. Londres 1962.
[3] J. De La Croix Boston, La doctrine de l’amitié chez Saint Bernard, en RAM 29 (1953) 3-19.
[4] Speculum caritatis 2, 1, 3.
[5] In ramis Palmarum serm. 1, 8.
[6] Lc 10,42.
[7] Castillo, plaza fuerte, ciudadela, así se ha entendido en la Edad Media el término Castellum, de la Vulgata, y esta es la interpretación que hace Elredo y describe en su sermón. Por eso, aunque vaya en contra de nuestros conocimientos históricos y arqueológicos, es indispensable mantener el término y leerlo desde esa perspectiva para poder comprender su sermón.
[8] Lc 10,38-39. Este Evangelio se leía en la fiesta de la Asunción hasta la reforma del Concilio Vaticano II.
[9] Íbid.,10,38-40.
[10] Íbid.,11,27-28.
[11] Lc 13,6.7.8.
[12] Íbid.,1,38.
[13] Íbid.,1,48. María canta la salvación de Dios en su persona. El campo se amplía y la salvación de Dios llega a los pobres de la tierra, a los humildes, a los hambrientos, etc.
[14] 1 Co 13,1.
[15] Mt 7,14.
[16] 1 Jn 4,18.
[17] Cf. San Elredo, Serm. 45, 14 en la Asunción de Santa María, p. 68.
[18] Ez 44,1; 47,2.
[19] Lc 1,78.
[20] Cf. Ez 44,1-2; Jos 6,1.
[21] Lc 10,38.39.
[22] Mt 25,40.
[23] Sal 45,11; Sal 33,9; 1 Pe 2,3.
[24] RB 48,1. San Benito nos presenta la distribución de la jornada completa en el monasterio. Y esto nos da pie para profundizar en los otros dos elementos que, junto con el Oficio Divino, son esenciales de la vida monástica: el trabajo y la lectio divina.
[25] Mt 2,14.
[26] Lc 2,19.
[27] Ibid., 10,35.
[28] Ibid., 2, 51.
[29] Ibid., 10,39.
[30] Ibid., 10,41. Las palabras de Jesús no son tanto un reproche a Marta como un elogio encendido de la actitud de María, que escucha la Palabra del Señor: “Aquella se agitaba, esta se alimentaba; aquella disponía muchas cosas, esta solo atendía a una. Ambas ocupaciones eran buenas”. Cf. San Agustín, Sermón 103,3.
[31] 2 Co 5,6.
[32] Gn 3,19.
[33] En el párrafo anterior, Elredo ha dicho lugar de penitencia al que corresponde una pitanza, ración de comida que se distribuye a los que viven en comunidad o a los pobres.
[34] Lc 10,40. La frase cobra un sentido nuevo al ver el contraste entre los apuros y nerviosismos de Marta y la tranquilidad de María. En medio de las actividades de la vida hay que saber “pararse” para escuchar la Palabra de Dios, y esto tiene una importancia capital en los monjes/as. Es la parte buena de la vida que escogen al seguirle en la vida monástica-contemplativa. Es lo único que, en definitiva, interesa.
[35] Jn 11,5.
[36] RB 48,1.
[37] Lc 10,42. A veces se ha visto en Marta el símbolo de la vida de la tierra y en María la del Cielo. Otras veces se ha considerado a Marta como símbolo de la vida activa, y a María de la contemplación. En la Iglesia hay diversas vocaciones, pero acción y contemplación deben estar presentes en toda vida cristina.
[38] Sal 35,9.
[39] Cf. Juan del Carmelo, La sed de Dios, Espiritualidad nº 16, Editorial Dagosola, Madrid 2011, p. 65.
[40] Sal 33,9.
[41] Sal 44,3. Está claro que la Iglesia lee este salmo como una representación poético-profética de la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia. Reconoce a Cristo como el más bello de los hombres; la gracia derramada en sus labios manifiesta la belleza interior de su palabra, la gloria de su anuncio. De este modo, no solo la belleza exterior con la que aparece el Redentor es digna de ser glorificada, sino que en Él, sobre todo, se encarna la belleza de la verdad, la belleza de Dios mismo. Cf. Joseph Ratzinger, La contemplación de la belleza. A los participantes en el “Meeting” de Rimini (Italia) 24-8-2002.