25 de diciembre de 2011

¡OS ANUNCIO UNA GRAN ALEGRÍA...!


HOY GRANDE GOZO EN EL CIELO

todos hacen,
porque en un barrio del suelo
nace Dios.
¡Qué gran gozo y alegría
tengo yo!
Mas no nace solamente
en Belén,
nace donde hay un caliente
corazón.
¡Qué gran gozo y alegría
tengo yo!
Nace en mí, nace en cualquiera
si hay amor;
nace donde hay verdadera
comprensión.
¡Qué gran gozo y alegría

tiene Dios
(Himno de la Liturgia de la Horas
tiempo de Navidad



21 de noviembre de 2011

NO ANTEPONER NADA AL AMOR DE CRISTO


       
 
      INTRODUCCIÓN[1]

          Es difícil elegir uno de los instrumentos de las buenas obras que S. Benito enumera en el capítulo cuarto de su Regla, pues de todos se puede sacar mucho provecho, incluso en nuestro siglo XXI tan alejado al siglo que S. Benito vivió. Pero es quizás este “instrumento” que he elegido el que sin duda puede contener en sí todos los demás, pues sin este amor al Señor, ninguno de los demás instrumentos tendría valor alguno; sin Cristo, el monacato no tiene sentido, sin este amor a Cristo, la Regla no tendría razón de existir.

       Sobre este capítulo cuarto, podemos realizar una brevísima presentación: Además de observar los diez Mandamientos –incumbencia de todo hombre y con los que S. Benito comienza este capítulo-, los monjes deben practicar los otros “instrumentos de las buenas obras”. Como S. Benito dice, debemos en primer lugar, amar a Dios sobre todas las cosas, y amar después al prójimo como a nosotros mismos.

       Se ha de manifestar esta misma medida de amor y respeto mutuo entre los miembros de una misma comunidad, es decir, se han de respetar los derechos de cada uno de los demás hermanos.

       Pero para poder realizarlo, se debe hacer uso constante de todos los “instrumentos de las buenas obras”, evitando todo lo que pueda disminuir o perjudicar el buen nombre del “otro”. Por tanto, se debe crear un hábito de caridad en las relaciones interpersonales, aprovechando las oportunidades que ofrece la vida en común, olvidando el chismorrear, la detracción causar daño a través de la murmuración o la falta de cooperación.

       Asimismo, mediante un genuino interés por las necesidades de los demás en lugar de preocuparnos por las nuestras en exclusiva, creceremos en el propio conocimiento, que desarrolla aquella humildad, base de toda virtud.

       Entre otros medios de perfeccionamiento espiritual, también S. Benito tiene en cuenta pequeños consejos que matizan la vida del monasterio, los deferentes aspectos de renuncia, abnegación y sujeción de la carne al espíritu, dominando las tendencias inherentes a la naturaleza humana, los pensamientos y verdades profundas que rebasan los límites el tiempo y que introducen al monje en un ambiente de eternidad, y una serie de otros medios de santificación más específicos de la vida monacal.

       Se ha interpretado de varias maneras la frase instrumenta bonorum operum. Pero dando de mano a sutilezas inútiles y teniendo presente el final del capítulo (v. 75-78), resulta evidente que aquí se trata de “instrumentos” de trabajo, naturalmente en sentido metafórico, que el monje debe emplear constantemente en la obra de su perfección espiritual.

       Como S. Benito no sigue un orden lógico se podrían agrupar estos instrumentos según un esquema que facilita la comprensión de este capítulo:

       1-9: El decálogo.

       10-13.: Abnegación y renuncia.

       14-19: obras de misericordia.

       20-21: Absolutismo por Cristo

       22-23: Dominio de las malas tendencias espirituales y corporales.

       44-47: Novísimos.

       48-73: Otros medios de santificación:

       48-49: guarda de sí mismo;

       50: manifestación de la conciencia;

       51-54: silencio y seriedad;

       55-56: lectura y oración;

       57-58: compunción;

       59-64: superación del orgullo y de la sensualidad;

       65-73: ejercicio de la caridad.

       74: Abandono en las manos de Dios.

       75-78: Exhortación conclusiva.

       La mayor parte de estas sentencias proceden de la Sagrada Escritura, y el resto, de una tradición difícil de precisar, aunque es posible hallarlas en escritos anteriores a S. Benito y al Maestro[2].

       “Éstos son los instrumentos del arte espiritual”[3]. A primera vista, la forma de las sentencias aparece como un sermón de moral, pero cuando la consideramos más detenidamente, descubrimos que se trata de nuestra relación con Cristo; Él es el principio y el fin de estas prescripciones. Él es su cumplimiento. Él es la vida eterna, el gozo profundo, la incesante oración, la alegre penitencia. ¿Cómo podríamos, por ejemplo, tener sin Cristo constantemente ante la vista, la amenazadora muerte? Con Él, ya no es la destrucción inútil de la vida. Y ¿cómo podríamos llorar cada día nuestras culpas pasadas? S. Benito no exige que estemos constantemente mirándonos y analizándonos, sólo quiere que expongamos a la luz radiante de Cristo todo nuestro ser y la dejemos penetrar en él, precisamente porque somos tan pobres y débiles. En Él nuestras más sencillas acciones quedan transfiguradas.

       Estos instrumentos son llamados del arte “espiritual”. Porque, entendiendo esta palabra en su sentido pleno, se refiere al Espíritu Santo que obra en nosotros y purifica nuestro corazón. El Espíritu que habita en nosotros disuelve la aparente contradicción entre alegría y renuncia. Por esto, según la intención y la praxis de la Iglesia, oración y ayuno son inseparables. Toda ascesis cristiana es amor y conduce al amor.

       La última frase tenemos que leerla con atención: “La oficina donde hemos de practicar con diligencia todas estas cosas, es el recinto del monasterio…”[4]Donde y con diligencia. Aquí, en el monasterio, con diligente amor, pues el monasterio es el lugar donde se aprende y ejercita la caridad en toda su plenitud.

       Presentados los instrumentos, S. Benito invita –y se invita- a poner manos a la obra. Vale la pena, dice: ¡Es tan grande el premio!

       “Si los usamos día y noche, sin cesar, y los devolvemos el día del juicio, nos recompensará el Señor con aquel galardón que tiene prometido: Que ni ojo vio, ni oído oyó, ni el hombre entendió lo que Dios tiene preparado para los que le aman

 

1- No anteponer nada al amor de Cristo

     

     “Nihil amori Christi praeponere”. Esto es lo que S. Benito nos propone como uno de los instrumentos de las buenas obras que él cita. Esta idea es básica en la Regla y con palabras casi iguales, la repite varias veces[5].

         Que nada se ha de anteponer al amor de Cristo. Es una idea medular en la Regla. Es la ciencia de las ciencias, que el monje ha de aprender y ha de llevar a la práctica en la escuela del servicio divino, que es el monasterio[6].

         El amor tiende instintivamente a crear una jerarquía entre las personas a las que se ha de amar. Lo supone este instrumento. Por eso, pide, de manera tajante, que la parte más alta de la pirámide de todo lo que nosotros podamos amar, la ocupe Cristo. Por encima y antes del amor a Cristo, no ha de haber nada –nihil praeponere-. Algo muy fácil de comprender y aceptar, pero no tan fácil de llevar a la práctica.

         Este instrumento proclama el absolutismo por Cristo; no puede existir para el monje la neutralidad entre los dos reinos que se oponen mutuamente: el de Jesucristo y el mundano. Las costumbres monásticas llevan consigo todo un acervo de formas totalmente opuestas y a menudo, incomprendidas por el mundo. Tiene éste sus principios y de ellos arranca su vida y su actuación, con normas y puntos de vista que le son propios y que el monje ha abandonado en absoluto, Cuando el monje quiere acortar las distancias que le separan del mundo, corre el riesgo de ser arrastrado por su fuerza atractiva y deleitosa que le privará de acercarse a Dios. Y por lo mismo, su vida no tendrá razón de ser si no es abandonando el mundo totalmente, para no tener otro amor, ideal y objetivo que Cristo. Éste es el centro de sus ilusiones y aspiraciones todas, el centro de gravedad de toda su vida espiritual.

         Este instrumento es, en realidad, una formulación sólo verbalmente diferente del primero y mayor de todos los mandamientos (y que aparece también como primer instrumento que S. Benito cita): Amarás al Señor con todo el corazón… Se nos dice con todo. Pero este todo no es exclusivista, sino complexito: a Dios y en Dios, a todo. Esta jerarquización de nuestro amor (de la que ya hemos hablado), no supone una disminución del amor hacia nadie. Todo lo contrario: es una potenciación de nuestro amor a todos los niveles. Cuando, del horizonte de nuestro amor, desaparece el amor a Dios, o simplemente el amor a Dios es suplantado de hecho por toros amores, nuestra capacidad de amar se debilita y trastorna, tiende fatalmente a convertirse en egoísmo, en un amarse a sí en los demás, para terminar, casi irremediablemente, en una utilización de los demás o en un falso amor a sí mismo; y es falso, porque, en definitiva, el amor desordenado a sí mismo es autodestructivo.

         La santa Regla, claro eco, como siempre del Evangelio -que es su fuente suprema, pues S. Benito escribe: “…sigamos sus caminos, tomando por guía el Evangelio”[7], nos pide, de forma contundente, que no antepongamos nada al amor de Cristo. Pues bien, si somos sinceros y, sobre todo, si tenemos suficiente clarividencia, habremos de confesar que, por desgracia, en la práctica, aún anteponemos no pocas cosas al amor de Cristo. Suele suceder que, por atolondramiento, o por deformación inconsciente de la conciencia, o por otras causas, pensamos que nuestra vida espiritual no va mal en este punto, que hacemos todo lo que podemos. Esto no es verdad nunca. Siempre nos queda no poco camino por recorrer. ¿Quién no antepone algo al amor de Cristo?

         Descubrir esto es una gracia de Dios. Verse pobre, pero saberse, al mismo tiempo, capaz, con la ayuda de Dios, de superar esa pobreza, es la mejor prueba de una buena salud espiritual.

         La actitud de S. Pedro, antes y después de la Resurrección, es modélica. Antes, Pedro se creía capaz de todo… y sucumbe vergonzosamente; se fiaba de sí. Luego, cuando ha experimentado su miseria y ha contemplado el triunfo del Maestro, Pedro se sitúa correctamente: Tú sabes que te amo… que te amo yo, Pedro. El que hace sólo unos días te traicioné, el que dijo que no te conocía, el que te abandonó cobardemente. Pedro ha palpado con toda crudeza su miseria, y ha palpado también la misericordia sin límites de Dios. Ahora sí está dispuesto de verdad a no anteponer nada al amor de su Maestro, ahora que conoce y acepta sus limitaciones.

         ¡Ojalá se diera en nosotros la madurez del Pedro de después de la Resurrección! Que pudiéramos decir de corazón siempre, conscientes de nuestro negro pasado, humildemente, pero seguros que el Señor nos sigue amando aún: Señor Tú sabes que te amo

         El secreto de una vida espiritual sana y con futuro, es un amor sincero y humilde. El que ama sinceramente es incombustible, porque el amor es una fuerza que tira incansablemente de uno hacia el objeto amado. Es como un imán que arrastra y es arrastrado. El peligro está ñeque el amor se desvirtúe. Y el amor se desvirtúa, cuando el orgullo se abre paso, entra en uno. Y del amor hace egoísmo. El humilde soslaya instintivamente este escollo, porque la humildad es luz y es alarma que permite ver las cosas como son y ver los riesgos que pueden presentarse.

         El Pedro de antes de la Resurrección ama sinceramente, pero a su modo: seguro de sí, infravalorando a sus compañeros, plus his. El Pedro de después de la Resurrección es ya otro: Tú sabes que te amo… que te amo a pesar de ser quien soy.

         A la luz de los textos del Nuevo Testamento que nos hablan de Cristo, comprendemos cómo S. Benito, cuya regla está completamente sometida a la luz de la caridad”[8], tiene razón en exhortar a sus discípulos a “no anteponer nada al amor de Cristo[9]. El amor es el único medio que tiene el hombre para entrar en una verdadera relación con Dios y con sus hermanos. Hablamos del amor que procede de una fe viva. Es la ilusión de la vida del monje. El ideal que le hace avanzar en el camino de la perfección. S. Benito, parece no saber terminar sin recordarlo una vez más. La adaptación y configuración perfecta con Cristo es la obsesión del alma del Patriarca, y quiere dejarla en herencia a sus hijos. Es un amor exclusivo (que no exclusivista, como ya apuntamos), absorbente, intenso y perenne que envuelve al alma y la arrastra, desprendida de todo, en pos de Aquel que la nutre cada día con su propia sustancia, la eleva con Su gracia y ha de saciarla un día con la visión de Su esencia.

         Tal vez la proximidad del precepto contenido en el instrumento 21 con los que inmediatamente le preceden le fue sugerida a S. Benito por el testo de Santiago: La religión pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y las viudas en la tribulación y no dejarse contaminar por el mundo [10]. Lo cierto es que los instrumentos 20 y 21 son de carácter general, que ambos están estrechamente ligados entre sí y se complementan mutuamente, y que tienen como meta orientar la vida, señalando la dirección que hay que evitar y el camino que conviene seguir. Nos encontramos nuevamente con la alternativa ya señalada desde el Prólogo: el mundo o Jesucristo en su absoluto antagonismo; no es posible permanecer neutral: hay que pertenecer por entero a uno o a otro.

       Pero si nos alejamos del mundo no es sino para acercarnos más a Dios. Ningún amor creado por una hermosura creada podrá superar el amor que nos une a Cristo. Esta sentencia era del agrado de S. Benito que la repite en el capítulo 72 de su Regla[11]. Los comentaristas indican Mt 10, 37-38 como fuente de este texto, pero parece más bien de inspiración patrística. En la Vida de S. Antonio leemos: Su palabra, llena de encanto, consolaba a los afligidos, enseñaba a los ignorantes y reconciliaba a los desunidos: exhortando a todos a no anteponer nada al amor de Cristo[12]. Y S. Cipriano había escrito también en su tratado del Padrenuestro: No anteponer nada absolutamente a Cristo[13], porque Él no antepuso nada a nosotros.

         Este “no anteponer nada”, debe ser enérgico, rotundo, con la fuerza de lo irrevocable. Una vez por todas, el monje ha colocado el amor a Cristo por encima de cualquier otro amor.

         Y es que un monje, se propone sacar de sí un Cristo. Lo primero que tiene que hacer es tomárselo en serio, resolverse: La vida no es broma, ni se resuelve con paños calientes: “Ante todo, amar a Dios Señor de todo corazón, con toda el almacon todas las fuerzas” (primer instrumento citado). Los siguientes hasta el noveno, le dicen que no se puede amar a Dios de pico: hay que ser honrado y bueno de verdad. Pues si su meta va a ser resultar un Cristo, necesita conocerle, estimarle hasta ser capaz de todo lo que sea preciso: No anteponer nada al amor de Cristo[14]. Esto es vital.

 

2- Catena Christi: El cristocentrismo de S. Benito

         Si existe una Regla monástica cristiana, ésta es la de S. Benito; Su Regla empieza con Cristo[15]  termina con Cristo[16]. Pero entre el principio y el fin de la Regla el nombre de Cristo reaparece a menudo, y el recuerdo de la doctrina, del ejemplo, del amor de Cristo, se adivina constantemente en todos los textos legislativos del Código. Comparando la Regla de S. Benito con las Colaciones (Colationes) de Juan Casiano, se percibe que S. benito ha procurado unificarlo todo –lo legislativo y lo espiritual-, en la presencia y vivencia cristocéntrica. Mientras Casiano prefiere exponer los caminos y modos de alcanzar la perfección[17], S. Benito repite que nada debe preferir el monje al amor de Cristo[18] y que nada antepongan absolutamente a Su divina Persona[19]  pues sólo Él puede conducirnos a la vida eterna.

         Pocas fórmulas en efecto, suenan en el Código con tanto vigor preceptivo y exhortatorio como nihil amori Christo praeponere[20], “Christo omnino nihil praeponant”[21]. Este absolutismo por Cristo es para el monje de la escuela benedictina la meta  convergencia de toda sus ilusiones y aspiraciones, y el centro de gravedad de toda su vida espiritual tal y como nos dice Colombás. El crisitocentrismo de S. Benito en su Regla es prueba fehaciente de su particular carisma monástico.

         Realmente, el abandono de la casa paterna y de todo por parte de S. Benito, nos recuerda también las vocaciones apostólicas[22]  las condiciones de la renuncia absoluta que Jesús exige a los invitados a seguirle [23].

         En efecto, es posible descubrir en la vocación de S. Benito una reproducción de las vocaciones apostólicas. Su vocación es una vocación de raíz evangélica y recuerda asimismo el prototipo de la vocación monástica, igualmente evangélica: La de S. Antonio Abad, según la describe S. Atanasio (Vita Antonii, 2). Es, sin duda, el dejarlo todo (familia, casa, bienes, estudios, un futuro prometedor, la posibilidad de formar una familia, etc.), con el único objetivo de buscar a solo Dios y por el único motivo del puro amor absoluto de Dios. Si tenemos además presente el cristocentrismo que S. Benito imprime a su Regla y que cifra esplendorosamente en el axioma nihil amorem Christi praeponere, no anteponer nada al amor de Cristo y casi idéntico en[24], no nos quedará  duda alguna ya que la propia vocación del patriarca de los monjes de Occidente ha sido tal como la expresaría en su obra: una auténtica vocación evangélica, es decir, del seguimiento de Cristo, de la búsqueda de Dios en Cristo, del amor total a Cristo. Y es que en la Regla no hay nada que se salga del Evangelio; este mismo instrumento que comentamos es un claro exponente de que la Regla está basada en el Evangelio, en Cristo.

         En este instrumento, S. Benito da una llamada de renuncia al mundo y todo lo que lleva consigo Su amor. En este instrumento ofrece la motivación de esta renuncia: para seguir a Cristo. El seguimiento lo expresa aquí, de un modo radical, y que siempre será actual.

No preferir nada al amor de Cristo. Lo más radical está en el “nada”. Y la finalidad es llegar al amor total a Cristo.


 3- Vida litúrgica y “no anteponer nada al amor de Cristo”

S. Benito describe largamente el Oficio Divino –el Opus Dei-, al cual no se ha de anteponer cosa alguna[25] -ada, pues, se anteponga a la Obra de Dios- ero esta expresión de Opus Dei revestía para los antiguos una significación más extensa, abarcando la totalidad de la vida ofrecida a Dios. S. Benito, sin embargo, le da un sentido más restringido: para él, el Opus Dei es el Oficio Divino. Además, en la Regla, S. Benito da algunas notas sobrias sobre la oración personal, en el capítulo 20, que trata de las disposiciones interiores del que ora, y más genéricamente en el capítulo 4 sobre “los instrumentos de las buenas obras”.

La vocación del monje, como la de todo cristiano, es la unión con Dios y para éso es necesario no anteponer nada a Cristo o como dice también el capítulo 72, 11: No anteponer absolutamente nada al amor de Cristo; sin esto, no pensemos en lograr dicha unión íntima y personal con Cristo; tal unión, el monje busca realizarla, en la fidelidad a los impulsos de la gracia, ya en esta vida, y en ella tal unión sólo puede darse en la oración. La Regla dirige los actos del monje, ordena su vida, establece sus trabajos, de modo que le sea posible mantener esa orientación hacia Dios en  un clima de oración que es donde encontraremos que solo Dios es el Único que llena nuestra vida y al que no es lícito anteponerle nada. Toda la vida del monje es Obra de Dios, pero hay un sector privilegiado de ella que lo es de manera particular, hasta acaparar la denominación.

S. Benito usa la misma expresión, con el verbo praeponere, para referirse una vez a la Obra de Dios: Nada, pues, se anteponga a la Obra de Dios[26], y dos veces a Cristo y Su amor. “No anteponer nada al amor de Cristo[27]no anteponer absolutamente nada a Cristo[28]. Es significativa esta aproximación, que confirma el sentido totalizante, por su representatividad, de la Obra de Dios, acercada ahora al mismo Cristo. En la oración, el amor a Cristo encuentra su expresión, se vuelca el deseo de Dios y se realiza lo que es central para la vida monástica. Cristo, modelo y maestro, así es constantemente presentado en la Regla, es cercano y asequible, y está en una relación continua con el monje que nada debe anteponer a Su amor.

 CONCLUSIÓN

         Este capítulo cuarto no es más que una colección de preceptos, consejos, sentencias y normas de vida cristiana y monástica, redactados en forma breve que facilita su memoria. Por lo común proceden de la Sagrada Escritura o son principios de moral cristiana ya existentes en otros autores.

         Este capítulo de la Regla, a nadie se le hubiera ocurrido, ni hoy ni en los siglos próximos pasados, incluirla en una regla destinada a personas consagradas. En este capítulo, en efecto, aparecen los grandes principios de iniciación a la vida cristiana, como los mandamientos, las obras de misericordia, los pecados capitales, los novísimos, etc; junto, es verdad, a otros principios de alta espiritualidad. Es que S. Benito como todos los maestros del monacato antiguo, tenían muy claro lo que hoy, tal vez, no lo tenemos tanto: que la vida espiritual ha de regenerar al hombre desde sus raíces, y que, si esto no se hace, se construye sobre arena. Claro que S. Benito se apresura a abrir horizontes muy amplios y muy altos y a urgir al monje a lanzarse hacia ellos[29].

         Como hemos podido ver, este instrumento de “no anteponer nada al amor de Cristo”, es quizás uno de los más importantes, sin excluir a los demás, pues como ya apuntamos, el monje se hace monje por amor a Cristo y todo lo hace por él. Ningún sentido podrían tener la mayoría de estos instrumentos, si no están referidos a crecer en Cristo, este es el sentido último de todos estos instrumentos. Si Cristo no está presente en ellos, muchos se quedarían en simples preceptos morales; pero S. Benito, en este capítulo, por activa y por pasiva introduce siempre a Dios y a Cristo para que no olvidemos el por qué de estos instrumentos y así, ya el primero que cita es el más importante y es el primero también dentro de los Mandamientos: “Ante todo, amar al Señor Dios de todo corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”: In primis Dominum Deum diligere es toto corde, tota anima, tota virtute[30].

         No me quiero extender en esta conclusión, pues ya hemos comentado este instrumento, pero quiero terminar con una frase del Santo Pontífice, Benedicto XVI que nos recuerda que el monje no debe anteponer nada al primer trabajo que le debe ocupar (la alabanza divina, la oración), es decir, que no debe anteponer nada al amor de Cristo.

         

Sor Marina Medina Postigo

BIBLIOGRAFÍA

André- Corneille Halflants, No anteponer nada al amor de Cristo (RB 4, 21), Cuadernos Monásticos 78 (1986) 355-365.
Andrés Molina Prieto, Vigencia carismática de S. Benito, Cistercium 157 (1980) 74-99.
Augusto Pascual, Instrumentos del arte espiritual, Ediciones Monte Casino, Zamora 1989.
Benito De Nursia, Regla, a cargo de García M. Colombás, B.A.C., Madrid 1954.
Casiano Martínez, Sobre el capítulo cuarto de la Regla de S. Benito, “Cuáles son los instrumentos de las buenas obras”, Schola Caritatis 98 (1983) 40-47.
Clemente De La Serna, Historicidad de S. Benito, Yermo 19 (1981) 15-31.
I. Denis Huerre, Comentario espiritual sobre la Regla de S. Benito, Ediciones Monte Casino, Zamora 1987.
Ildefonso M. Gómez y Arturo Narro, Comentario a la Regla de S. Benito, Nova et Vetera 6 (1978) 197-219.
Ildefonso M. Gómez, Relecturas de la “Regula Benedicti”, Yermo 17 (1979) 139-162.
Martín De Elizalde, Sobre la Regla de S. Benito, Cuadernos Monásticos 52 (1980) 27-45.
N. Devillier, San Antonio el Grande, Padre de los monjes, Espiritualidad monástica 29 (1995) 7-194.
Paul Delatte, Comentario a la Regla de S. Benito, Ediciones Monte Casino, Zamora 2007.
Sagrada Biblia, a cargo de Albero Colunga, B.A.C., Madrid 1966.
Santiago Cantera Montenegro, Descubriendo a S. Benito, el hombre de Dios. Meditaciones y reflexiones sobre el Libro II de los Diálogos de S. Gregorio Magno, Ediciones Monte Casino, Zamora 2006.


[1] RB  4, 21
[2] El Maestro, tiene una lista de instrumentos casi idénticos a la de S. Benito. Como título, el Maestro escribe: Cuál es el arte santo que el abad debe enseñar a sus discípulos en el monasterio (véase Regula Magistri).
[3] 4, 75 RB
 [4] 4, 78 RB
[5]  5, 2; 72, 11 RB
[6][6][6][6] Pról 45 RB
[7] Pról 21 RB
[8] Pedro el Venerable, Leerte 111 a S. Bernardo, Constable, vol. I, p. 285.
[9] 4, 21; 72, 11 RB
[10] Sam , 27
[11] En este capítulo 72, aparece la misma sentencia pero formulada de una manera más intensa: “No anteponer ABSOLUTAMENTE nada al amor de Cristo”.
[12] Vida de san Antonio nº 14
[13] He aquí el texto completo de S. Cipriano que S. Benito parece haber conocido: “Humildad en la conducta, firmeza en la fe, reserva en las palabras, rectitud en los hechos, misericordia en las obras, orden en las costumbres, no hacer ofensa a nadie y saber tolerar las que se le hacen (instrumento 30), guardar la paz con los hermanos, amar a Dios de todo corazón, amarle porque es Padre, temerle porque es Dios; no anteponer nada a Cristo, porque tampoco Él antepuso nada a nosotros; unirse inseparablemente a Su amor” (De oratione Dominica, 15: PL 4, 529, B.A.C. 241, p. 211).
[14] 4, 21 RB
[15] Pról 3
[16] 72, 11-12 RB
[17] Col 11, Introducción
[18] RB 4, 21
[19] RB 72, 11
[20] RB 4, 21
[21] RB 72, 11
[22] Mt 4, 18-22; 9, 9-13; Mc 1, 16-20; 2, 13-17; Lc 5, 9-11. 27-32.
[23] Mt 8, 18-22; 10, 37-39; 16, 24-26; 19, 16-22; MC 8, 34-37; 10, 17-22; Lc 9, 23-25. 57-62; 18, 18-23[23]; y otras citas más.
[24] RB 4, 21; RB 72, 11.
[25] RB 43, 3: “Nada, pues, se anteponga a la Obra de Dios
[26] RB 43,3
[27] RB 4, 21
[28] RB 72, 11
[29] cfr. RB 73
[30] RB 4, 1

29 de octubre de 2011

LA ORACIÓN DEL MONJE



INTRODUCCIÓN

         La Regla de S. Benito y la Declaración sobre los valores fundamentales de la vida cisterciense actual tienen una fuerte relación, pues la Regla constituye el alma de la Declaración.

         Al finalizar el Concilio Vaticano II, el Decreto Perfectae Caritatis del año 65, en su artículo 2º, reconoce que los Institutos deben renovarse y adaptarse a la vida actual, aunque según el artículo 1º, el Instituto debe conservar sus características particulares.

         El capítulo General Especial de los años 1968-69, fue hecho para adaptarse a esta renovación. El documento más importante elaborado en este Capítulo, fue la Declaración que ha sufrido una segunda redacción o una revisión, aprobada por el Capítulo General del año 2000, ya que las monjas han sido reconocidas como miembros de pleno Derecho en la Orden.

         La Declaración  establece los elementos principales de nuestra vida y los pone al día, constituye nuestra Carta de Identidad. El texto revidado fue aprobado por casi unanimidad el seis de septiembre del 2000.

         De lo que se trata de demostrar con este trabajo es la concordancia de la Declaración con la Regla. Ésta es una forma permanente de inspiración para ordenar nuestra vida y conserva su autoridad en sus elementos esenciales y permanentes, tal y como nos lo recuerda el artículo 6º de la Declaración. Los monjes adaptaban la Regla  a las nuevas circunstancias que surgían y por lo tanto, no es un documento muerto.

         La Regla no ha de ser interpretada literalmente, sino adaptada a las condiciones de los tiempos, muy diferentas ahora a las del siglo VI (artículo 7º). Por tanto, debemos dejar a un lado los elementos contingentes para seguir los esenciales y sea así, maestra de nuestra vida monástica.

         Ahora manifestaré como la Declaración va a la par con la Regla en la vida en cuanto a la oración del monje y la actualidad de estos dos documentos para todos aquellos que quieran seguir el mismo camino que S. Benito nos propone.


1-    LA ORACIÓN DE S. BENITO 

         S. Benito, el gran orante, sigue siendo hoy un maestro de oración. En el capítulo 19 de su Regla, “De la actitud (interior y exterior) durante la salmodia” (De disciplina psallendi)[1], expresa un concepto profundo de lo que debe ser la oración litúrgica: “Creemos que Dios está presente en todas partes”[2].

         Para S. Benito, el espíritu de oración es uno de los rasgos más destacados de su fisonomía espiritual tal cual no lo dan a conocer los Diálogos de S. Gregorio Magno. En la gruta de Subiaco vivió durante tres años sin otra comunicación que la que tenía con Dios mediante la oración. Desde entonces, la plegaria fue el constante alimento de su alma.

         Ciertos indicios proporcionados por S. Gregorio nos descubren algunas de las notas fundamentales de la oración de S. Benito: la humildad, el abandono a la voluntad divina, la profundidad del sentimiento, la sobriedad de palabras, la influencia del lenguaje litúrgico.

         Otro detalle de la oración del santo es el lugar importantísimo, central, ocupado por Cristo en la espiritualidad benedictina. Cristo era el objeto de un tiernísimo amor por parte del patriarca; su Regla está saturada de la idea y del amor a Jesucristo.

2-    LA ORACIÓN Y LA REGLA

Según la Regla, toda la vida del monje se ordena en torno a algunas prácticas sencillas que se suceden a lo largo del día, ordenadas con un equilibro y un ritmo determinado. Toda la organización de la jornada parece estar a su servicio. Marcan con su huella el desarrollo de los horarios y las actividades y culminan en un ejercicio que S. Benito llama Opus Dei, la Obra de Dios, a la que nada se ha de anteponer[3]. Antiguamente la expresión Opus Dei designaba el conjunto de la vida monástica, totalmente consagrada a Dios. Obra que Dios realiza incesantemente en el monje que se entrega a ella con docilidad. Pasado el tiempo se limitó su sentido hasta designar únicamente la obra por excelencia del monje: la oración, ya sea celebrada en común o cultivada interiormente en el silencio del corazón. Si nada debe anteponerse a la oración, el conjunto de la vida monástica no es más que una preparación para ella; cuando llegue el momento, las demás observancias podrán cederle el paso. Porque, como quiere S. Benito, “A la hora del Oficio divino, no bien se haya oído la señal, dejando todas las cosas que tuvieren entre manos, acudan con presteza, pero con gravedad, para no dar pábulo a la disipación. Nada, pues se anteponga a la Obra de Dios”[4].

Los capítulos de la Regla dedicados explícitamente a la oración van del octavo al veinte y es lo que se ha llamado el “Código litúrgico”. Como ya hemos apuntado, S. Benito trata de la oración bajo dos aspectos: colectivo y privado.

A.- Opus Dei: La purificación operada en el monje por la vida ascética, debe mantenerle en un estado propicio para consagrarse plenamente a las cosas de Dios. Todo en la Regla tiende a un amplio desenvolvimiento de la virtud de religión. Doce capítulos (8-19) van destinados a la ordenación del ejercicio de esta virtud, desde el punto de vista monasterial: es la celebración litúrgica.

S. Benito dedica siete capítulos  a la reglamentación de las horas de la noche y la mañana: vigilias nocturnas de los días feriales (c. 8-10) y de los domingos (c. 11), y oración de la mañana (laudes) de los domingos (c. 12) y de los días feriales (c. 13). Las fiestas de los santos tienen también una ordenación especial para las vigilias y oración de la mañana (c. 14).

En un paréntesis entre la reglamentación de los oficios nocturno y diurno, y refiriéndose a los dos por igual, el legislador expone su pensamiento sobre el uso del Alleluia durante el año (c. 15).

El oficio diurno comprende dos capítulos: fijación de las horas, la oración de la mañana inclusive (c. 16), y la composición de las mismas, excluyendo la de esta última (c. 17).

El elemento más importante de todo el oficio aquí ordenado, es el Salterio, que, siguiendo la tradición secular, pasa a formar el cuerpo de la oración monástica litúrgica. S. Benito distribuye los ciento cincuenta salmos para una semana (c. 18).

A la manifestación externa de la virtud de religión, deben corresponder unas disposiciones interiores que estén en perfecta consonancia con ella. Según la expresión de S. Benito: “que nuestra mente concuerde con nuestros labios”[5].

B.- Oración privada: Como consecuencia de la celebración litúrgica, nace una vida de oración privada interna, cuyas características son la brevedad, la pureza, la humildad y la intensidad del afecto (c. 20); características que ya hemos señalado como propias del santo cuando oraba y que ahora refleja en su Regla.

3-    DECLARACIÓN Y ORACIÓN

         En la Declaración la oración viene desarrollada en los artículos del 59 al 64 que comprenden una parte de la Segunda Parte de la Declaración titulada: “Valores fundamentales de la vida Cisterciense actual”. Punto B, número 3: “La vida de oración”.

         Del artículo 59 podemos aprender muchas cosas aunque éste sea breve. Nos habla sobre la oración constante del monje. El monje debe permanecer a la escucha de Dios, atento a Su voluntad.  La oración en el monasterio reviste diferentes formas: Lectio, oración común y privada. La oración es siempre escucha de la Palabra de Dios y la liturgia (oración común) es la oración de Cristo. La oración privada es también conformación con el Verbo de Dios. Así, la conformidad con la Palabra o Verbo de Dios, hace que la oración sea única, sea privada o pública. Nuestra oración es para conformarse con Cristo.

         La oración es fuente de inspiración para nuestras acciones[6] y dirección para nuestra vida.

         Existen dos vertientes: El conocimiento y la rectificación; es decir, por medio de la oración que es un diálogo amoroso con Dios, conocemos lo que Dios quiere de nosotros y por tanto, esto nos vale para rectificar siempre que sea necesario, el camino, la dirección de nuestra vida.

         El artículo 60 nos recuerda otra importante característica de la oración: La oración no procede de nosotros mismos, sino que nos viene del Espíritu Santo que desciende a nuestros corazones suscitando precisamente la oración. Es un don del Espíritu Santo que nos hace capaces de clamar, Abba, Padre[7], pues ninguna otra religión llama a Dios, Padre.

         También nos informa de la importancia de la vida sacramental que nos une más estrechamente a Cristo, sobre todo el sacramento de la Eucaristía. La vida de gracia es alimentada en nosotros por medio de los sacramentos.

         Nuestra vocación monástica es la forma concreta en la que Cristo quiere realizar Su obra en el mundo a través de nosotros. Por lo tanto, la oración ha de empapar toda nuestra vida.

         El artículo 61 se centra en la Eucaristía. Nosotros damos gloria a Dios y nos vamos santificando en la medida que estemos incorporados a Cristo, así, la Eucaristía debe ser y es el centro de nuestra vida y de la liturgia pues se hace presente el sacrificio de Cristo ofrecido de una vez para siempre en la cruz. La Eucaristía es el sacramento de piedad; es un signo de unidad[8]; es vínculo de caridad[9]; es el convite pascual[10]. La Eucaristía nos ayuda a una participación activa en el sacrificio de Cristo, a vivir nuestra consagración como una ofrenda al Padre.

         El artículo 62 no nos dice el modo de hacer la reforma litúrgica, pero sí nos da criterios para realizarla en el propio monasterio: debe haber equilibrio y armonía respecto a las demás actividades de la vida monástica. La liturgia no agota la obra de la Iglesia y debe encontrar su lugar; la liturgia es la que ordena la jornada diaria así que debe ella misma estar bien ordenada. La fatiga no debe sofocar las formas litúrgicas para que la liturgia no sea estéril[11].

         El artículo 63 nos habla de la lectio divina que requiere una preparación idónea y unas determinadas condiciones. No se trata de una simple lectura sin más, se necesita leer despacio, meditar, orar…, dejar que el Espíritu Santo nos lleve a la contemplación y llegar a saber que es lo que Dios quiere de nosotros. El silencio es necesario para que el corazón del monje pueda escuchar mejor la Palabra de Dios y cumplirla cada vez mejor.

         El artículo 64 nos dice que nuestra vida será una unidad si existe la armonía en el monasterio. La vida armónica y la estabilidad son una ayuda para la unificación de nuestro ser. También nos habla de la liturgia que cebe ser una luz para la Iglesia local, es nuestro punto principal de apostolado. Basta con abrir la puerta de la Iglesia e invitar a los cristianos a que participen activamente con nosotros.


4-    ARTÍCULOS CORRESPONDIENTES ENTRE LA REGLA Y LA DECLARACIÓN

         Intentaremos ver sobre los artículos de la Declaración que se refieren explícitamente a la oración y que acabamos de señalar, con cuales capítulos de la Regla se corresponden.

         Los capítulos 59 al 64 de la Declaración pueden corresponderse muy bien con otros capítulos de la Regla que también van seguidos:

         - El capítulo 59 de la Declaración tiene su correspondiente con el número 15 de la Regla: “En qué tiempos se dirá Aleluya”. La Regla nos habla de en qué momentos de la liturgia se dirá el Aleluya; la liturgia se basa fundamentalmente en la Palabra de Dios y el artículo 59 de la Declaración, nos advierte de la importancia de la oración y de la meditación de la Palabra de Dios. Sin embargo, este capítulo de la Regla, sólo nos conduce a la liturgia y este capítulo de la Declaración nos comenta la importancia de la Palabra de Dios de una forma explícita y tanto en la oración común como en la oración privada.

         - El artículo 60 de la Declaración, lo podemos relacionar con el capítulo 16 de la Regla: “Cómo se celebran los Oficios Divinos durante el día”. Este capítulo de la Regla, nos informa de las veces que debemos alabar a Dios al día mediante el Oficio divino; lo mismo pasa con el artículo 60 de la Declaración que nos dice que debemos continuar la oración de Cristo a través de la celebración de la Eucaristía y del Oficio. La diferencia es que ya no se reza Prima como antes por ejemplo; además, lo esencial ahora en nuestros monasterios es la celebración diaria de la Eucaristía, lo que en tiempos de S. Benito no se celebraba cotidianamente[12]. Sin embargo se contempla el Oficio divino como la tarea principal en la vida del monje.

         - El artículo 61 de la Declaración, podemos parangonarle con el capítulo 17 de la Regla: “Cuántos salmos se han de cantar a dichas horas”. Tanto la Declaración como la Regla nos muestran la importancia de la alabanza a Dios y de la escucha de la Palabra de Dios que es mayoritaria en la liturgia. Después de apuntar S. Benito cómo se ordena la salmodia para los nocturnos y para laudes, en este capítulo nos da el orden para las demás Horas y la Declaración podría completar este capítulo añadiendo la su comentario sobre la Eucaristía que en estos días es diaria en los monasterios pues ésta es el centro de la vida del monje. Para S. Benito, Cristo lo es todo y en la Declaración se sigue está misma tónica pues nada es más importante que la actualización del sacrificio de Cristo en la Cruz. Mas la Declaración no deja de recordar que la Eucaristía es el centro de toda la liturgia y de la vida cristiana, por tanto es necesario que ocupe el primer puesto en la vida monástica, en la jornada monástica. S. Benito no es tan explícito en esta cuestión y desarrolla sobre todo, el resto de la liturgia con mucho interés.

         - El artículo 62 de la Declaración lo podemos confrontar con el capítulo 18 de la Regla: “Ordenación de la salmodia”; capítulo bastante más largo que el artículo de la Declaración. La Regla, da una detallada descripción del rezo de los salmos: los salmos, sus divisiones, en qué hora se rezarán… Pero al final, añade que se puede cambiar ese orden si se cree conveniente, y en esto, vemos que algo semejante dice el artículo 62 de la Declaración, cuando advierte que se debe ordenar la liturgia teniendo en cuenta que se proteja la unidad y la armonía, es decir, que se deberá ordenar la salmodia viendo la mejor conveniencia. Así, este artículo, nos vuelve a recordar cuán primordial es el papel de la liturgia en la vida del monje, pero que sin embargo, no agota la vida del monje por lo cual, será necesario que exista un equilibrio entre oración, trabajo y todas las demás actividades que existan en la jornada monástica. Y si S. Benito nos da un orden pre-  establecido sobre el rezo de los salmos, también es verdad que deja la libertad de adaptar este orden a las distintas necesidades que puedan darse en los monasterios.

         La Declaración puede de esta forma sin eliminar el espíritu de la Regla, adaptar la liturgia a los tiempos modernos de forma que alimente la vida de los monjes. Aunque según este capítulo de la Regla, no rezar todo el Salterio en una semana es inadmisible para los monjes cuya principal tarea es la liturgia.

         - El artículo 63 de la Declaración afectaría al capítulo 19 de la Regla: “Nuestra actitud durante la salmodia”. Tanto en la Declaración como en la Regla se habla de la actitud necesaria para con Dios. Es decir, la Regla nos informa cuál debe ser nuestra actitud sobre todo y ante todo, cuando estemos rezando el Oficio Divino. La Declaración, sin embargo, en este artículo se refiere a la lectio divina, pero en ambos casos, se nos dice lo mismo: la actitud para que el rezo o la lectura sea eficaz. Para el Oficio, debemos tener en cuenta que Dios está siempre presente y que al rezar, cuidemos que nuestra mente, concuerde con nuestros labios. Y en la Declaración se no explica que para hacer una lectura provechosa, deben advertirse una serie de condiciones y el silencio es la más significativa. Ambos capítulos nos hablan de la presencia de Dios: la Regla nos dice que Dios está presente, y la Declaración, que una buena lectio ayuda a que el monje advierta esa misma presencia y que el silencio también ayuda a que la lectura conduzca a la oración. Tanto la Regla como la Declaración nos repiten que la Palabra de Dios es primordial. Y la Declaración, que goza ya del Patrimonio cisterciense, también puede haber meditado en lo que decían nuestros primero padres sobre el silencio como que hay que guardar silencio en la escuela de la Palabra para poder escucharla: Sub silentio discere, como decía Guerrico de Igny.

         - El artículo 64 de la Declaración se relacionaría con el capítulo 20 de la Regla: “De la reverencia en la oración”. S. Benito nos aconseja cómo debemos rezar de modo que podamos ser atendidos nada más y nada menos que por Dios. La Declaración nos recomienda que la liturgia atraiga a gente de los alrededores para que los cristianos encuentren en ella una fuente de vida espiritual y esto sólo será posible si ellos pueden advertir en los monjes una adecuada reverencia y fervor, de modo que tal testimonio, de verdad atraiga y resulte veraz.

         S. Benito tiene en cuenta la vida espiritual del monje, así, podemos pensar que si el monje reza con pureza de corazón y rectamente, de alguna forma todo esto tendrá su influencia en la sociedad. De todos modos, muy importante era en su tiempo (y en el nuestro), la acogida a los huéspedes y se dice en la Regla: “Una vez acogidos los huéspedes, se les llevará a orar”[13]. La Declaración ve como muy positivo el que el pueblo participe en la liturgia y ésta se difunda por toda la Iglesia local para bien de los hombres. Como Iglesia local también puede ser considerada la comunidad monástica en cuanto “reunión de hermanos que se sostienen unos a otros en la vida contemplativa a través de un dar y un recibir espontáneo y responsable. Hermanos unidos en caridad que experimentan a Dios compartiendo la soledad en la vida en común, e intermediarios unos para otros, en la vida contemplativa, de la revelación de Dios y que ponen de así de manifiesto el misterio de la Iglesia, precisamente en la medida en que se abren a Dios en la oración”[14], así que en ambos casos la Iglesia local está presente.

         Aun así, en la Regla se hace mención en otros muchos capítulos de la oración sea pública o privada. Y siguiendo a S. Juan Evangelista cuando dice: “Otras muchas cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, me parece que en el mundo entero no cabrían los libros que podrían escribirse”[15], podemos afirmar que también en la Regla, en buena parte de los capítulos, se puede encontrar una enseñanza referida a la oración, y si las comentáramos relacionándolas con la Declaración, sobrepasaría en mucho el espacio comprendido para este trabajo.


5-    ¿RENOVAR?

Al hablar del tema de la oración del monje, debemos cuestionarnos hasta qué punto es necesaria una renovación. En este punto, creo que la Regla de S. Benito ofrece abundante alimento de plena actualidad sobre la oración, tema que podemos encontrar en gran parte de los capítulos de la Regla de un modo u otro, aunque haya unos capítulos dedicados de una manera más explícita a este punto. Hasta en el capítulo 52, nos indica un dato externo pero que nos debe ayudar a hacer la oración, es decir, cómo ha de ser el oratorio del monasterio.

La oración, parte esencial y nuclear, en cualquiera que se precie ser monje, no es un aspecto que deba ser renovado constantemente. Dios no tiene tiempo ni edad y el encuentro con Él no es algo que deba cambiar constantemente. Sin embargo, sí es verdad que las formas para llegar a él pueden ser revisadas, adaptadas, mejoradas para que el monje de cada época realice su tarea del mejor modo posible y sepa ofrecer a la sociedad de su tiempo, cauces adecuados para la búsqueda y el encuentro con Dios, para llega a una auténtica comunión de amor y de vida con el Señor.

Los que seguimos la Regla de S. Benito, practicamos la vida contemplativa, que es la que da prioridad y preferencia al ejercicio de la oración y se establece como un ideal puro de vida cristiana. La relación del hombre con Cristo, la que busca el monje, viene señalada en tres ocasiones en la Regla de San Benito:

-Nada anteponer al amor de Cristo[16].

-Los que nada estiman tanto como Cristo[17].

-Nada absolutamente prefieran a Cristo[18].

Y ésto, no puede ser en modo alguno, objeto de renovación sino de enseñar cómo es posible vivirlo en plenitud.

La oración continua, que da razón de ser a la vida monástica, se expresa en algunos elementos fundamentales que se pueden observar tanto en la Regla del siglo VI, como en la Declaración actualizada del siglo XXI:

-La celebración diaria de la Eucaristía: manantial y plenitud de vida cristiana,  como fuente de la gracia redentora de Cristo y centro y cumbre de la Liturgia. Por la Eucaristía los monjes se unen indisolublemente con Dios y entre ellos (esto lo encontramos de forma explícita en la Declaración y no tanto en la Regla benedictina aunque también se menciona la Eucaristía).

-La alabanza de Dios: En la celebración de la Liturgia de las Horas, la comunidad monástica, en nombre de la Iglesia, alaba y da gracias a Dios, e intercede por toda la familia humana. Con esta oración comunitaria, las horas del día, las vigilias en las que se consagra a la oración el tiempo de la noche, y los ritmos todos del tiempo y las estaciones convergen en la única celebración del Misterio de Cristo.

-El clima de silencio en que se desarrolla habitualmente la vida del monje y de la comunidad, facilita la vigilancia y atención del corazón, y ayuda a permanecer en la memoria de Dios, en una profunda comunión con todos los hermanos, que no se ve limitada, sino profundizada y fortalecida por la sobriedad en el uso de la palabra, que queda reservada para lo verdaderamente necesario.

-Conocer el Misterio de Cristo, la historia de la salvación que Dios ofrece a todos, mantiene viva la llama del amor y el deseo en el corazón del monje y le mantiene en la perseverancia en la respuesta del don total de sí mismo, gracias a la escucha de la Palabra de Dios y a su meditación, en los tiempos de lectio divina o de diálogo comunitario.

Para ser verdaderos orantes, tenemos una gran ayuda tanto en la Regla y en la Declaración que sin ninguna oposición entre ellas, son un camino seguro para la búsqueda y el encuentro con Dios.


CONCLUSIÓN

Como hemos podido ver, la Declaración no es sino una adaptación a los tiempos actuales sobre la Regla de S. Benito.

          La oración tanto en la Regla como en la Declaración, se trata de una oración expresamente "cristológica"(este aspecto cristológico es claramente heredado de la oración que S. Benito realizaba y que luego formuló en su Regla de la que en este caso, es fiel reflejo la Declaración) pues Dios es nuestro Padre únicamente porque Jesús, el Cristo, es el primer nacido de una multitud de hermanos,[19] y sólo en Él y por Él nosotros somos también hijos del Padre.

         Aunque la Declaración hable sobre la oración, la Regla tiene plena actualidad y por eso, quizás no es uno de los temas mayormente tratados en dicha Declaración ya que gran parte de la doctrina la podemos aprender de S. Benito.

            Sobre el tema de la oración, existen diferencias, o más bien matices, y semejanzas tanto en uno como en otro documento. Pero no vemos ninguna gran diferencia en lo esencial, sino que los dos escritos se encaminan al mismo fin: el encuentro con Cristo y vivir en Su intimidad, como ya hemos apuntado a lo largo de este escrito y es que con la oración somos conducidos verdaderamente al corazón de la espiritualidad monástica.

          No debemos olvidar que la Declaración también se apoya en la tradición cisterciense[20] y en ésta, son muy importantes nuestros Padres, así que para terminar, no quiero dejar de reproducir una cita de uno de nuestros más importantes autores, S. Bernardo, el cual en su “Comentario al Cantar de los Cantares”, exhorta: 

“Si entras en la casa de oración con espíritu recogido y desocupado; si estando en presencia de Dios… llamas a la puerta del cielo con la mano de tus santos deseos, y siendo presentado al coro de los santos por el fervor de tus súplicas, lloras delante de ellos con profunda humildad tus miserias y aflicciones espirituales… si perseveras en llamar a esta puerta, no te irás allí de vacío.

Y luego, al volver a nuestro trato y compañía, lleno de gracia y amor, del todo ardiendo y como abrasado, no podrás ya disimular el don recibido y nos lo comunicarás…”[21].

Marina Medina Postigo


BIBLIOGRAFÍA

         André Louf, La oración en la Regla de San Benito, Cuadernos Monásticos 77 (1986)163-175.
            Aquinata Böckmann, La oración según la Regla de San Benito, Cuadernos Monásticos 89 (1989) 197-208.

            David N. Bell, De Molesme a Cîteaux. La primera “Espiritualidad” “Cisterciense”, Cistercium 218 (2000) 317-333, Ediciones Monte Casino, Zamora.

            Emmanuel M. Heufelder, La oración según la Regla de San Benito, Cuadernos Monásticos 20 (1972) 111-126.

            Jean De La Croix Robert, Vida monástica: ¿vida de oración?, Cistercium 168 (1985)  49-66, Ediciones Monte Casino, Zamora.

            Iñaki Aranguren, Realización humana de una vida exclusiva para la oración, Cistercium 131 (1973) 181-191.

            La Regla de San Benito, a cargo de García M. Colombás e Iñaki Aranguren, B.A.C., Madrid 1993.

            Lluc Torcal, Regla de nuestro Padre San Benito en concordancia con los artículos de la Declaración.

            Para conocer mejor la Orden Cisterciense, La vida cisterciense actual. Declaración del Capítulo General de la Orden Cisterciense del año 2000, a cargo de la Curia General de la Orden Cisterciense, Roma 2001.

            Robert Thomas, La jornada monástica según nuestros Padres, Cistercium 168 (1985) 67-90.

            Santa Biblia, a cargo  de Evaristo Martín Nieto, Ediciones Paulinas, Madrid 1992.




[1] RB 19.
[2] RB 19, 1.
[3] RB 43, 3.
[4] RB 43, 1.3.
[5] RB 19, 7.
[6] Dios nos ha destinado desde la eternidad para las obras que debemos realizar según Su voluntad (Efesios 1, 4-6).
[7] Rm 8, 15; Gal 4, 6; RB 2, 3.
[8] Comer el mismo Pan es el máximo signo de unidad.
[9] Al comer el mismo Pan con mi hermano no puedo hacerle daño, pues no puedo romper el Cuerpo de Cristo que es uno.
[10] Alimento de vida eterna que nos perite hacer presente a Dios y estar en Dios.
[11] Nuestra vida se funda en la sencillez, también en la liturgia.

[12] Fueron los Fundadores del Nuevo Monasterio (del Cister), los que conservaron diferentes funciones litúrgicas ignoradas por S. Benito e introducidas posteriormente como la Misa conventual diaria. (Declaración 23).
[13] RB 53, 8.
[14] Ignacio Aranguren, Realización humana de una vida en exclusiva para la oración, Cistercium 131 (1973) 181-191.
[15] Jn 21, 25.
[16] RB 4, 21.
[17] RB 5, 2.
[18] RB 72, 11.
[19] Rom 8, 29.
[20] Declaración 8.
[21] Cant 49, 3.