5 de octubre de 2011

MADRES DEL DESIERTO (1ª Parte)

  “Las fuentes de la espiritualidad monástica" (Capadocia)

  

INTRODUCCIÓN

Son mujeres que fueron al desierto para buscar mejor a Dios, descubrirle y amarle más, para dedicarse a la ascesis y a la contemplación de los Misterios divinos, por eso y merecen la misma atención que reciben los Padres del Desierto.


Sus vidas, sus experiencias donde encontramos su doctrina espiritual son de gran valor y en nada son menores a la de los Padres.


Mujeres fuertes que ya desde antiguo, complementan la visión “masculina” de la teología con una rica experiencia “femenina” tan llena de valores y matices nuevos.  No pueden ignorarse ni dejar encerradas sus palabras y vivencias que tanto pueden decir hoy a nuestro mundo ardiendo de sed de Dios pero sin referentes y perdido en un mundo secularizado que no le permite vislumbrar la Luz que le conduce a la Verdad a la felicidad, en definitiva, a Dios.


Las Madres, vivían en el desierto, una vida ascética y dura, hace muchos siglos, pero que una vida que nunca pierde su frescura y actualidad. Ellas nos muestran el Rostro de Dios y su amor que les hace dejarlo todo por él es un gran ejemplo para nuestras vidas tan inundadas de egoísmos y de ruidos ensordecedores que nos impiden escuchar la Voz de Dios.


Deseo mostrar el papel de las mujeres a lo largo de la historia, que ha sido muy importante y muy valioso si se tiene en cuenta las dificultades que han tenido las mujeres para hacerse valer en un medio donde los hombres no nos han dejado sobresalir. Sin embargo, han luchado y han demostrado que la contemplación y la vida espiritual y ascética, no es sólo patrimonio de los hombres y que nosotras, las mujeres, tenemos una especial y fina sensibilidad para captar las resonancias del Amor.


Hacer este trabajo para mi, significa conocer mejor este campo todavía muy desconocido, adentrarme y profundizar en esta riqueza que nos tiene mucho que enseñar, y también es mi pequeña contribución y mi humilde homenaje a aquellas que, superando todas las barreras y obstáculos, saltaron sin miedo al mundo desconocido del desierto para mejor buscar a Dios sin que nada las pudiese hacer volver atrás en su firme resolución y como S. Pablo decían: "¿Quién me separar del amor de Cristo? ¿La espada, el hambre, la desnudez?...Pero en todas estas cosas salimos triunfadores por medio de aquel que nos amó. Porque estoy persuadido que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles ni los principados ni las potestades, ni altura ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor"[1].


Es en este espacio donde estas valerosas y enamoradas mujeres encuentran al Dios que se les revela; el desierto es lugar de la revelación de Dios pues es ahí donde se escucha a Dios que habla al corazón: “la llevaré al desierto y le hablaré al corazón”[2]; aunque se necesita alcanzar la pureza de corazón para que se dé el Encuentro: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”[3].


Estas mujeres que viven en el desierto, son un don de Dios, una gracia personal en la mujer para enseñar, y en los que la escuchan o la ven actuar. El que enseña es dios fundamentalmente; por tanto, es a Él a quien hay que orar para recibir este don inmerecido de Su gracia. Ella que practican la ascesis, llegan a la experiencia de la suavidad de Dios. El libro del Cantar de los Cantares es la expresión de un deseo y de una posesión; es un canto de amor que se escucha poniendo en ello todo el ser, cantándolo uno mismo. Sostiene y acompaña los progresos de la fe de gracia en gracia, de la vocación, hasta la entrada en la vida feliz de la bienaventuranza celeste. Existen las luchas cotidianas, la misma ascesis, más también la alegría de esperar los bienes prometidos, las recompensas futuras, otras tantas palabras que dicen: Dios. Porque el Señor está en el punto de partida, en todas las etapas del camino y en el final porque Él mismo es el Fin.


Enseñanza que nos proporcionan más vivida que escrita (aunque también escrita en muchas ocasiones, pero que son avaladas por la vida), tendente a la unión con Dios aquí abajo, en el Cielo más tarde


Vamos a adentrarnos en estas soledades tan llenas de la Presencia de Dios y que las vidas de estas solitarias ascetas sean un aldabonazo en nuestras, muchas veces dormidas, conciencias.


El alma de la mujer posee una intuición y una ternura que hace descubrir el Rostro más verdadero de Dios, los latidos más profundos de Su Corazón; ella, como nadie, se acerca  Las fuentes del monacato son un estímulo para redescubrir el papel de la maternidad espiritual y sus posibilidades actuales. Es necesario hacerlo pues se trata de prestar un servicio al monacato y también a la Iglesia, y como no, a la mujer[4].


MADRES DEL DESIERTO


Tanto la Patrología como la Matrología, contienen idéntica apreciación en lo esencial: santidad de vida de sus protagonistas, irradiación benéfica de su pedagogía espiritual en su entorno, testimonio martirial o confesional de la fe, que incluye la fidelidad heroica al Magisterio de la Iglesia, a la Revelación divina en definitiva, que se expresa en el apasionado amor a la persona de Jesucristo, Dios-Hombre.


La raíz del término “patrología”, viene de “padre”, y este apelativo ha forjado el término “patrología” y más tarde el de “patrística”. Así, la Patrología es la  parte de la historia de la literatura cristiana que trata de los autores de la antigüedad que escribieron sobre temas de teología. Comprende tanto a los escritores ortodoxos como a los heterodoxos, aun cuando se ocupe preferentemente de los que representan la doctrina eclesiástica tradicional, es decir, de los Padres y Doctores de la Iglesia. Incluyen a todos los autores cristianos hasta Gregorio Magno (+ 604) o Isidoro de Sevilla (+ 636) en Occidente, mientras que en Oriente llega generalmente hasta Juan Damasceno (+ 749). Resumiendo, podemos aclarar que “el estudio de los padres viene hoy contemplado por tres ciencias que, con las debidas interferencias, lo hacen objeto de su investigación: Patrología (vida-obras-doctrina), Patrística (teología) y Literatura cristiana antigua (aspectos estilísticos y filológicos)”[5].San Clemente de Alejandría nos dice que el “Padre” es el maestro en la fe.

 Esto mismo también corresponde a las Madres, maestras según el Espíritu que roturaron caminos de virtud y santidad en la vida cristiana, primero con el ejemplo de su vida santa y doctrina ortodoxa. Las diferencias existentes entre Patrología y Matrología, son de tipo cultural: ellas, en general, no escribieron nada (aunque tenemos algunas mujeres, no obstante poquísimas, que escribieron: Perpetua; Faltonia; Egeria), pero vivieron hasta las últimas consecuencias su fe; la tradición oral recogió su valioso legado, que transmitieron los hombres por escrito. Más tarde, las Madres benedictina y cistercienses plasmaron por escrito sus experiencias y vivencias espirituales y hoy constituyen verdaderos tratados místicos.


Las vidas y sentencias de muchas Madres, fueron célebres en su tiempo debido a la tradición oral. Más tarde, sus apotegmas fueron recogidos en manuscritos. Estadísticamente, son más las Madres que los Padres, pero son pocas aquellas de las que nos han llegado datos biográficos y doctrina, debido a razones socio-culturales de la época[6].


Si la palabra Abba significa “padre espiritual”, es decir: el que está lleno del Espíritu Santo; la palabra Amma, expresa Madre espiritual, llena del Espíritu Santo. Nos lo dice Paladio en su “Historia Lusiaca”[7].

Desde los inicios de las migraciones al desierto, ellas están presentes. Las diásporas espirituales comenzaron hacia el 250 d.C.; fue  un movimiento renovador, inspirado sin duda alguna, por el Espíritu. Estos grupos de solitarios y solitarias, se caracterizaron, por su radicalidad de vida a través de la oración y la ascesis[8].


Estos grupos se incrementaron a partir del Edicto de Milán en el 313 cuando el Emperador Constantino convirtió al cristianismo en religión oficial del imperio romano. Muchos cristianos, ante la desaparición del martirio y queriendo vivir una vida cristiana auténtica y añorando el martirio, se decidieron vivir un martirio incruento y marcharon al desierto[9].


Existen sentencias atribuidas a los espirituales de los desiertos que dicen que el ser monje (monja), no es cuestión de cambiar de vestido, de abrazar un especial estilo de vida, sino llevar a cabo esta empresa ardua y sublime que solo se puede llegar a través de caídas y tropiezos para siempre levantarse de nuevo confiando en la misericordia infinita de Dios y en Su perdón.


La espiritualidad monástica es la misma de todo cristiano, pero desde la radicalidad evangélica, siguiendo los Consejos Evangélicos y perseverando en el desierto. Todo esto lo podemos ver en autores como Evagrio Póntico (De ieunio, 13).



I.1- ESPIRITUALIDAD DE LAS AMMAS


Son mujeres que siguiendo la llamada escuchada en su interior, se dirigen al Desierto buscando a Jesús para experimentarlo en la soledad desde su condición de mujeres. Eran teófobas, es decir, portadoras de su cultura femenina injertada en Cristo, y es que la verdadera cultura, crea vida y la desarrolla.


Su espiritualidad nace de la experiencia de la Vida, bajo la inspiración del Espíritu. La escucha a la llamada de Dios es lo principal y ante esta invitación al seguimiento de Jesús según los Consejos Evangélicos, lo dejan todo (Mt 16, 24; 19, 21), renuncian a todo y lo siguen. El concepto de renuncia (apótaxis) era fundamental en la vida monástica y así, a los primeros monjes, se les llamo renunciantes (apótacticoi)[10].


El Abad Alonio decía: “Si no hubiera destruido todo, no podría edificarme a mí mismo”[11]. Es la clásica renuncia monástica

1. Renuncia corporal, celibato. Desprecio de todo bien terreno.         
                                                                                                                                                         2. Llamada a la conversión, renuncia al género de vida anterior con sus vicios, desórdenes, pecados, inclinación al mal espíritu y a la carne.

3. Renuncia a cuanto endurezca el corazón: es necesaria la pureza de corazón, no gustando nada sensible, sino fijando la mirada en los bienes eternos.

      El desierto favorece una oración continua, afectiva, enamorada (como el camino a través del desierto del pueblo de Israel, y en efecto, los profetas lo llaman “noviazgo” del pueblo con su Dios), que es algo común en las Ammas y así, leemos en un apotegma anónimo de una de ellas: “Quien ama, recuerda siempre lo que ama”. Es el recuerdo amoroso de Dios alimentado con la meditación de Su Palabra. Este estado orante determina la huida del mundo, vivir en soledad y silencio que permanezca siempre atento a la escucha.

      Otra característica, e la conciencia del estado de desemejanza con el Creador desde el pecado original, entonces, se busca el Paraíso y el recobrar la semejanza perdida por medio de la obediencia, ya que el que es obediente y mantiene a raya su voluntad, recobra la belleza y la semejanza divina en su alma, porque la obediencia es expresión de humildad. Las Ammas y Padres del desierto, tenían grabado en lo más hondo de sí mismos: “Tomó la condición de esclavo”[12].

      Esta espiritualidad lleva a la hesychia, es decir, a la paz, al silencio, a la dulzura de la unión con Dios; y esto es así cuando se ora con el corazón. Este movimiento de la hesychia, tiene su origen según la tradición primitiva, en la escena del evangelio donde Juan reposa su cabeza en el pecho del Señor en la Última Cena, escuchando los latidos del Corazón de Cristo. Los monjes y monjas de Egipto y Gaza del siglo IV, solían recitar: “A los débiles solo nos queda refugiarnos en el Nombre de Jesús”. Se creían los pobres (anawim) del Reino[13].


      Y es que para ellos, el nombre tiene la misma importancia que en la Biblia donde el nombre está unido al momento de la invocación de este nombre -desde el corazón- y a la comunicación con él. Por ello, el nombre de Dios y Dios mismo, no puede ser manipulado. Con la venida de Cristo, Dios revela Su Nombre propio.

      Sin embargo, el desierto es también el lugar de los grandes combates espirituales, son los que San Antonio llamaba: “los combates de los oídos, de la lengua, de los ojos”. Es aquí donde estas tentaciones y luchas se sienten en toda su agudeza y atacan con fuerza: son los pensamientos impuros, la soberbia y vanagloria, la tristeza, la rebelión, melancolía, la crítica… (La lista varía según los padres. El elenco clásico es el que da Evagrio Póntico: gula, lujuria, avaricia, tristeza, acedia, ira, vanagloria y orgullo). Pero estos ascetas tienen soluciones como la oración, la lectio divina, la ascesis y la apertura del corazón a la madre espiritual (en nuestro caso), y una confianza ilimitada en la misericordia del Señor. Y también el relativizar, no dramatizar, saber reírse de uno mismo.


Martyrius, autor monástico del siglo VII, recoge la tradición espiritual del Desierto desde el siglo I, en su obra más conocida “Libro de la perfección”, en su Tratado tercero, se explaya en la vida solitaria y dice que la verdadera Regla monástica, es la renuncia absoluta a todo y una caridad perfecta; un desapego total y una caridad perfecta, un amor sin reserva. La humildad, la confianza en Dios sin límites y la mente y el corazón humilde son las armas siempre victorias contra el demonio. Termina así: “El monje (la monja) debe estar como embriagado de la caridad de Cristo… unirse únicamente al Dios único y supremo… Única y muy sublime es la regla de vida del retiro solitario, a saber: el angélico estar ante Dios y el recogimiento de espíritu”[14].


Los teólogos cristianos afirmaban la igualdad de los dos sexos en relación con la virtud, e incluso en algunos casos reconocen la superioridad de la mujer en este campo; aunque no todos pensaban así, siempre hubo hombres y padres que opinaban (equivocadamente) que la mujer era más débil que el hombre y que sólo podía llegar a la altura del hombre, “volviéndose varón”. Los Padres de la Iglesia creen que la verdadera diferencia entre los seres humanos no es cuestión de sexo sino de alma, y así Gregorio de Nisa afirma: “Que la mujer no diga: ¡Soy débil! Porque la debilidad es cosa de la carne, y en cambio es en el alma donde está el vigor”[15]. Y Gregorio de Nacianceno exclama: “La naturaleza femenina ha ido más allá que la masculina en el común combate por la salvación, probando con ello que entre los dos hay una diferencia de cuerpo, pero no de alma”[16]. En la misma línea también vemos a Basilio y a Juan Crisóstomo.


Es cierto que los Padres del desierto querían una separación efectiva entre monjes y monjas, y de forma más global, entre hombres y mujeres. Cosa que también deseaban las monjas con respecto a los monjes y los hombres en general. Pero nunca los Padres infravaloraron la vida ascética y espiritual de estas mujeres. Y la razón no era de orden físico porque experimentaban que el vigor masculino no bastaba para ello. La razón estaba en la caridad, el amor a Dios y a Cristo. Y sabían que de este amor son tan capaces las mujeres como los hombres. En la tradición monástica descubrimos que se consideraba a las monjas capaces de dar dirección espiritual en las mismas condiciones que los hombres.


Que las monjas puedan ser guías de otros, deriva del hecho que ellas también pueden ser “espirituales”, portadoras del Espíritu. Y, en cuanto tales, pueden recibir el Título de “Madre” o “Amma”.


Las monjas (aquellas que sabían leer) se servían como los monjes de la Sagrada Escritura y de las vidas y dichos de los Padres, y las adaptaciones de las normas monásticas a la naturaleza femenina eran hechas por una “Amma”. Las mujeres no querían que se edulcorasen para ellas los principios de la vida monástica. La adaptación a la condición femenina no era rebajar el ideal de perfección cristiana, sino vivirlo según otras características. Y nadie mejor para traducir en la práctica las normas de vida monástica  para uso de mujeres que una mujer.


En este contexto, no es de extrañar que la colección de Apotegmas nos ofrezca las sentencias de las “ammas” del desierto intercaladas entre la de los “abbas” más famosos. Y es que según los Padres, las mujeres también podían propagar la buena doctrina y dar una enseñanza espiritual. Los Padres del desierto, y los que inmediatamente compilaron sus sentencias, no solamente dejaron bien sentada la igualdad entre los dos sexos en las cosas del espíritu, sino que consideraron que las mujeres pueden ejercer una maternidad espiritual y transmitir una doctrina espiritual con el mismo derecho que cualquier Padre.


Podemos encontrarnos en las sentencias de las ammas, la espiritualidad de éstas; sus sentencias se caracterizan por su discreción, por su penetración psicológica, por su delicadeza, y por no tener extravagancias como vemos en las sentencias de algunos padres del desierto. En ellas, sus palabras están llenas de una gran madurez, fruto de un don de Dios pero también fruto de una lucha, de una fidelidad y de una oración personales. Sus mismas sentencias no narran  de cómo tuvieron que luchar incluso contra ellas mismas y contra la tentación de abandonar el camino emprendido. Es significativo, además, que el centro de sus apotegmas sea siempre Dios, Jesucristo y las palabras de la Escritura[17]. Tomemos como ejemplo este texto de Santa Sintétlica: “Los que se entregan a Dios tienen que luchar y sufrir mucho al principio, pero después gozan de una alegría inefable. Es lo mismo que los que quieren encender un fuego que empiezan a ahumarse y a lagrimear, pero que al fin consiguen su objeto. La Escritura dice: “Nuestro Dios es fuego devorador” (Hb 12, 28). Debemos encender en nosotros el fuego divino con lágrimas y sufrimiento”[18].


También veamos como muestra, este apotegma de Amma Teodora: “Uno de los ancianos interrogó a Amma Teodora diciendo: ¿Cómo resucitaremos en la resurrección de los muertos? Le respondió: Tenemos como prenda, ejemplo y primicias al que resucitó por nosotros, Cristo nuestro Dios[19]

Marina Medina Postigo
Monaterio de la Santa Cruz


BIBLIOGRAFÍA
Adriana Zierer y Ricardo Da Costa, Vida de Macrina: Santidad, virginidad y ascetismo femenino cristiano en Asia MAenor del s. IV, Revista de expresión de estudiantes de Historia y Ciencias Sociales 6 (2001), Mejico.
Francisco de B. Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva. Estudio histórico y antología patrística, B.A.C, Madrid 1949.
García M. Colombás, El monacato primitivo I, B.A.C., Madrid 1974.
Gregorio De Nisa, Vitae Sanctae Macrinae. Rutas de luz, Madrid 1943.
Gregorio Nacianceno, In Gorgorian, Oratio VIII, 14.
Institutum Patristicum Agustinianum, a cargo de Angelo Di Berardino, Diccionario Patrístico y de la Antigüedad Cristiana. T. II, Ediciones Sígueme, Salamanca 1992.
Jean Leclercq, Cultura y vida cristiana, Ediciones Sígueme, Salamanca 1965.
Josep M. Soler, Las Madres del Desierto y la Maternidad Espiritual. Mujeres del Absoluto, XX semana de estudios monásticos, Abadía de Silos, Burgos 1986.
L.F. Mateo-Seco, Vida de Macrina. Elogio de Basilio, Editorial Ciudad Nueva, Madrid 1995.
Manuel Diego Sánchez, Historia de la espiritualidad patrística, Editorial de espiritualidad, Madrid 1992.
M. De elizalde, Cuadernos Monásticos 17 (1982), abadía de Santa Escolástica, Buenos Aires.
Sagrada Biblia, Ediciones B.A.C., Madrid 1966.
Sira Carrasquer Pedrós, Madres Orientales. (ss. I-VII), Ediciones Monte Carmelo, Burgos 2003.
Sira Carrasquer Pedrós y Araceli De La Red Vega, Madres del Desierto, Matrología, T. 1, Col. Espiritualidad Monástica, Monasterio de las Huelgas, Burgos 1999.



[1] Rm 8,35-39.
2 Os 2, 14.
3 Mt 5, 8.
[4] Cf. Jean Leclercq, Cultura y vida cristiana, Ediciones Sígueme, Salamanca 1965.
[5] Manuel Diego Sánchez, Historia de la espiritualidad patrística, Editorial de espiritualidad, Madrid 1992, p. 14.
[6] La mujer, durante siglos, ha sido considerada, podríamos decir, como un ser de segunda categoría con respecto a los hombres. Las mujeres vivían siempre sometidas al varón, primero permanecían bajo la tutela de su padre, para seguidamente encontrarse ante el dominio del marido. Lo que ellas pensaban no tenía ningún interés, la historia ha sido escrita por hombres y poco sabemos de la mirada femenina de las mujeres sobre ella y de su contribución callada y silenciosa pero no menos importante. Lo que ellas pensaban, sentían o vivían, no tenía relevancia social ninguna en un mundo de hombres, sólo se podían dedicar a la casa y alcuidado de los hijos y el marido. Pero no debemos olvidar que en nuestro caso, hoy no se hablaría de un San Basilio ni de su obra, ni de un San Gregorio de Nisa, sin la influencia de su hermana Santa Macrina.
[7] Alrededor de los años 419, 420, Paladio escribió la Historia Lausiaca, dedicada a Lauso, chambelán de Teodosio II. Está formada por una colección de apuntes sobre varios ascetas, hombres y mujeres, sobre todo del ambiente egipcio y, en menor medida de Palestina. Paladio se refiere a ascetas conocidos por él o de los que había oído a hablar. Quiere escribir sobre todo una obra de edificación; para ello pone de relieve el valor espiritual de la vida del desierto que conocía bastante bien. Existen, desde el punto de vista textual, tres recensiones: una breve que parece ser la original; otra larga que según E. Honigmann habría sido compuesta por Heráclides de Nisa; y otra que es una combinación de las dos anteriores, unida a la Historia monachorum in Aegypto. (Cf. Institutum Patristicum  Agustinianum, a cargo de Angelo Di Berardino, Diccionario Patrístico y de la Antigüedad Cristiana. T. II, Ediciones Sígueme, Salamanca 1992, p. 1648-1649).
[8] En los primeros siglos del cristianismo, a los cristianos que llevaban una vida más austera y sacrificada, más desprendida de las cosas del mundo y más dedicada a la imitación del Señor, se les dieron varios nombres, como el de vírgenes para las mujeres y el de continentes para los hombres. Estos térmisnos señalan lo esencial de su estilo de vida: el celibato. Acabó prevaleciendo, sobre todo en la Iglesia de Oriente, el nombre de asceta. Los solitarios de Egipto se reclutaban en su inmensa mayoría entre las clases bajas de la sociedad copta; también procedían en menor medida, de las clases sociales media y alta; lo importante para ellos era vivir, mejor que especular sobre la vida, avanzar por el camino de la perfección, mejor que analizar sus etapas. La Sagrada Escritura no debía ser ovjeto de especulación teológica, sino norma de vida y de arma en la lucha contra el demonio. El sacerdocio entre los anacoretas coptos era algo excepcional, ern en general, laicos. Lo normal era que los solitarios vivieran cercanos los unos a los otros, pues la vida en el desierto era duray difícil y muchos empezaron a congregarse y organizarse, y muchos buscaban un maestro que fuera su guía espiritual. También hubo muchas mujeres que hicieron vida solitaria en los desiertos de Egipto. Los Padres de la Iglesia las consideraron aptas para transmitir doctrina epiritual y así, tuvieron una maternidad espiritual en nada envidiable a la paternidad espiritual de los Padres. .  vemos que los apotegmas de las Madres, han sido admitidos entre los apotegmans de los padres. (Cf. García M. Colombás, El monacato primitivo I, B.A.C., Madrid 1974, p.31-89).
[9] Orígenes, gran asceta y maestro de ascetas, nos recuerda que el apartamiento del mundo, no se trataba de marchar al desierto, sino que era más bien, una separción moral. Marchar al desierto era dejar Egipto, es decir, el mundo, pero dejarlo no como lugar, sino como modo de pensar.
[10] Cf. Sira Carrasquer Pedrós, Madres Orientales. (ss. I-VII), Ediciones Monte Carmelo, Burgos 2003, p. 185-186.
[11] Sira Carrasquer Pedrós, Madres Orientales. (ss. I-VII), Ediciones Monte Carmelo, Burgos 2003, p. 186.
[12] Fl 2, 5ss
[13] Cf. Sira Carrasquer Pedrós, Madres Orientales. (ss. I-VII), Ediciones Monte Carmelo, Burgos 2003, p. 187.
[14] Cf. Sira Carrasquer Pedrós, Madres Orientales. (ss. I-VII), Ediciones Monte Carmelo, Burgos 2003, p. 188.
[15] Esta sentencia pertenece a un discurso que se atribuye a San Gregorio de Nisa, In Faciamus hominem…, Oratio II; p. 44, 276.
[16] Gregorio Nacianceno, In Gorgorian, Oratio VIII, 14, p. 35, 805.
[17] Josep M. Soler, Las Madres del Desierto y la Maternidad Espiritual. Mujeres del Absoluto, XX semana de estudios monásticos, Abadía de Silos, Burgos 1986, p. 61.
[18] M. De elizalde, Cuadernos Monásticos 17 (1982) 445-448.
[19] M. De elizalde, Cuadernos Monásticos 17 (1982) 118-119.
[20] Adriana Zierer y Ricardo Da Costa, Vida de Macrina: Santidad, virginidad y ascetismo femenino cristiano en Asia MAenor del s. IV, Revista de expresión de estudiantes de Historia y Ciencias Sociales 6 (2001), Mejico.
[21] Cf. Adriana Zierer y Ricardo Da Costa, Vida de Macrina: Santidad, virginidad y ascetismo femenino cristiano en Asia MAenor del s. IV, Revista de expresión de estudiantes de Historia y Ciencias Sociales 6 (2001), Mejico.
[22] Sira Carrasquer Pedrós y Araceli De La Red Vega, Madres del Desierto, Matrología, T. 1, Col. Espiritualidad Monástica, Monasterio de las Huelgas, Burgos 1999. p. 150.
[23] Francisco de B. Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva. Estudio histórico y antología patrística, B.A.C, Madrid 1949, p. 509.
[24] Gregorio De Nisa, Vitae Sanctae Macrinae. Rutas de luz, Madrid 1943, p. 358.
[25]  Francisco de B. Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva. Estudio histórico y antología patrística, B.A.C, Madrid 1949, p. 509.
[25] Gregorio De Nisa, Vitae Sanctae Macrinae. Rutas de luz, Madrid 1943, p. 123-124.
[26] Francisco de B. Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva. Estudio histórico y antología patrística, B.A.C, Madrid 1949, p. 125.
[27] Francisco de B. Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva. Estudio histórico y antología patrística, B.A.C, Madrid 1949, p. 512.
[28]  Francisco de B. Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva. Estudio histórico y antología patrística, B.A.C, Madrid 1949, p.126.
[29]  Francisco de B. Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva. Estudio histórico y antología patrística, B.A.C, Madrid 1949, p. 512-513.
[30] L.F. Mateo-Seco, Vida de Macrina. Elogio de Basilio, Editorial Ciudad Nueva, Madrid 1995, p. 74.
[31] No se puede decir que San Basilio fundase una Orden en sentido estricto de la palabra, ni se puede afirmar que todos aquellos monasterios tuviesen un código legislativo inexorable salido de las manos de Basilio. Fue más bien el conjunto de normas ascéticas, como núcleo substancial de los diversos estatutos particulares de cada casa religiosa, el que sirvió de ocasión para el nombre de basilianos. Tal vez el comienzo de una tal nomenclatura haya que buscarlo en la contraposición con San Benito, patriarca de los monjes de Occidente, y en una fórmula de este último, en que alude a la “Regla de nuestro Padre San Basilio (Regla de San Benito, c. 73, 6). El Papa Gregorio XIII reunió todos los monasterios italianos y españoles inspirados en la Regla de San Basilio en una verdadera Orden basiliana.
[32] L.F. Mateo-Seco, Vida de Macrina. Elogio de Basilio, Editorial Ciudad Nueva, Madrid 1995, p. 75.
[33]Cf. Sira Carrasquer Pedrós, Madres Orientales. (ss. I-VII), Ediciones Monte Carmelo, Burgos 2003, p. 130.
[34] L.F. Mateo-Seco, Vida de Macrina. Elogio de Basilio, Editorial Ciudad Nueva, Madrid 1995, p. 130.
[35] Cf. Francisco de B. Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva. Estudio histórico y antología patrística, B.A.C, Madrid 1949, p. 501-502.
[36] Hay autores que creen que murió en diciembre, pero J. R. Ponchet, en “Fecha de la elección episcopal de San Basilio”, cree que murió el 19 de julio, fecha en que coincide su celebración en el Santoral.
[37] Cf. Adriana Zierer y Ricardo Da Costa, Vida de Macrina: Santidad, virginidad y ascetismo femenino cristiano en Asia MAenor del s. IV, Revista de expresión de estudiantes de Historia y Ciencias Sociales 6 (2001), Mejico.
[38] Cf. Adriana Zierer y Ricardo Da Costa, Vida de Macrina: Santidad, virginidad y ascetismo femenino cristiano en Asia MAenor del s. IV, Revista de expresión de estudiantes de Historia y Ciencias Sociales 6 (2001), Mejico.


 



13 de septiembre de 2011

LA EXALTACION DE LA SANTA CRUZ


Representación del descubimiento de la Cruz de Jesucristo y su
exaltación  en tiempos del Emperador Costantino y su madre
la Emperatriz Elena

El origen de esta fiesta litúrgica y su eucología

             La fiesta del triunfo de la Santa Cruz se remonta a la primera mitad del s. IV.  Según la "Crónica de Alejandría", Elena madre del Emperador Constantino, redescubrió la cruz del Señor el 14 de septiembre del año 320[1]. El 13 de septiembre del 335, tuvo lugar la consagración de las basílicas de la "Anástasis" –resurrección- y del "Martirium" -de la Cruz-, sobre el Gólgota. El 14 de septiembre del mismo año se expuso solemnemente a la veneración de los fieles la cruz del Señor redescubierta. . Después fue tomada por los persas, mas en el siglo séptimo el Emperador Heraclio la recuperó, y en esta oportunidad fue elevada (o exaltada) en la Iglesia de la Santa Resurrección en Jerusalén.
            Son estos dos grandes acontecimientos históricos lo que conmemora la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, celebrada el día catorce de Septiembre. Desde su elevación en Jerusalén en el siglo séptimo, la “exaltación universal” de la cruz de Cristo fue celebrada anualmente en todas las Iglesias del imperio cristiano.
            Las iglesias que poseían una reliquia de la cruz -Jerusalén, Roma y Constantinopla- la mostraban a los fieles en un acto solemne que se llamaba "exaltación", el 14 de septiembre. De ahí deriva el nombre de la  de esta Fiesta.


Con esta solemnidad, y a partir del s. IV  también conmemora la consagración de la Basílica que Santa Elena mandó construir en Jerusalén sobre un lugar en donde se creía que Jesús había muerto y había sido sepultado. Es por tanto, una fiesta para profundizar en el sentido de la Cruz, signo de la fe cristiana.
La célebre peregrina Eteria, nos dejo escrito un valioso testimonio de la vida cristiana del siglo IV, refiere con todo detalle en su Peregrinatio la celebración que tenía lugar en Jerusalén el 14 de septiembre.  El concurso de fieles era inmenso y acudían gran número de obispos y monjes y hasta anacoretas provenientes de Siria, Mesopotamia, Egipto y la Tebaida. Llegaban peregrinos de muchas provincias del Imperio. La importancia de la festividad era tal que se equiparaba a la Pascua y a la Epifanía, por lo cual todas las iglesias de Jerusalén se adornaban con la misma riqueza que en estas ocasiones. Con el tiempo la dedicación de la basílica del Santo Sepulcro pasó a segundo plano hasta quedar casi por completo obnubilada.
Sentido teológico de esta celebración
En todas las mitologías antiguas se hablaba de dioses que habían venido a compartir la existencia de los hombres en este mundo. Aquellas múltiples teofanías habían preparado los espíritus a recibir sin extrañeza la doctrina de un Dios hecho hombre. Pero la estupefacción empezaba cuando se proponía la imagen de un Dios pobre, humillado, cubierto de oprobio y muerto en un patíbulo infame. Por eso nos habla San Pablo del escándalo de la Cruz.
           No obstante, el sentido profundo del misterio encerrado en esa aparente contradicción se impone desde el primer día. Todos los libros apostólicos respiran amor y veneración a la Cruz, y contra las burlas de los judíos y los ascos de los paganos lanzaba el Apóstol aquella réplica altiva: «Nosotros debemos gloriarnos en la Cruz de nuestro Seños Jesucristo.» Aceptar el cristianismo era aceptar la Cruz.
Si el gentil veneraba la lanza de Minerva, el rayo de Júpiter, la cítara de Apolo o el tridente de Neptuno, la veneración del cristianismo se concentraba en la Cruz de Cristo. Ella resumía su fe, condensaba su moral y le señalaba un hito en su peregrinación sobre la tierra. Y de este modo el instrumento de ignominia se convirtió en signo de victoria, en motivo de consuelo, en mensajero de gracia y en confesión de fe. Al nacer los ritos de la literatura cristiana, el signo de la Cruz se junta a ellos, para indicar que de él toman todo su valor. 
 No se podrá bautizar a un catecúmeno, ni consagrar el pan, ni ungir a un moribundo, sin trazar ese signo misterioso. El triunfo del cristianismo a través de la historia, es el triunfo de la Cruz. El símbolo de la esclavitud en el Imperio Romano se ha convirtió en trofeo de la realeza.
Jesús en la Cruz, retenido en el madero por punzantes clavos, nos recuerda que Él siempre está con nosotros. Nos recuerda que el incoado sacrificio de la Cruz se prolonga a través de la historia, que Jesús muere incruentamente en cada Misa que se celebra en el mundo desde hace dos mil años; es una prolongación sacramental del Calvario.
Esa magnitud del sacrificio reconciliador, nos muestra lo inmenso de nuestros pecados y nos enseña también que quien no se sumerge libremente en el dinamismo kenótico, es decir, de abajamiento hasta la muerte, no tendrá parte en el dinamismo ascensional, esto es, en la fuerza de la resurrección que nos lleva a los nuevos cielos y a la tierra nueva. ¡No hay cristianismo sin cruz! Y ello no se refiere a los esfuerzos y trabajos de servicio a los hermanos, que en alguna ocasión pueden ser cruces, u otras circunstancias de mortificación, sino principalmente a la muerte del hombre viejo, tarea fundamental todo hijo de la Iglesia que quiere alcanzar la vida plena en Jesús.
Y morir duele; morir asusta; no sólo la muerte con la cual se termina el peregrinar en esta vida; sino todas las muertes, todas las renuncias, de aquello que que no nos deja crecer en Dios. Cabe precisar que no todo lo que gusta es cómodo, y lo que da placer es malo, pero no pocas cosas sí que lo son. A estas últimas nos referimos.
Duele también el morir a la ley de la mezquindad para vivir en la magnanimidad. Es decir duele morir al cristianismo de mínimos, al cristianismo de legalidades: “hasta aquí está permitido”: lo puedo hacer. Un milímetro más allá, ya no... Es la ley de los que andan “al filo de la navaja”, buscando rehuir la entrega y aspirando a ver cuanto pueden salirse con la suya sin caer definitivamente.
La Cruz con el Crucificado nos recuerda la magnitud de su amor y el horizonte de nuestra respuesta. La Cruz sola nos recuerda el camino. San Agustín decía con bello simbolismo que en un mar tempestuoso, como muchas veces es nuestra propia vida, sólo aferrándonos al madero podremos alcanzar la plenitud en Cristo. Hay que  aprender a llevar la cruz, no como una imposición o un signo de tortura, sino como señal de reconciliación.
             Cuando los cristianos celebramos la exaltación de la Cruz de Jesús no ensalzamos el sufrimiento, ni la muerte, sino el amor y la solidaridad de Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el final.
Celebrar la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz significa tomar conciencia en nuestra vida del amor infinito de Dios hacia nosotros. En todos los tiempos y circunstancias, el  hombre tiene sed de este amor auténtico y lo busca aunque sea por caminos equivocados. Hoy, más que nunca, necesitamos  del consuelo y la fuerza de Aquel que nos ha amado hasta el extremo. Ante este Amor de Dios que se nos revela en la cruz de Jesús podemos dejar hoy también nuestros miedos y nuestras debilidades y abrirnos confiadamente a su amor misericordioso. El es la alegría que nada ni nadie puede quitarnos.

Sentido de la Cruz en la vida del monje
En la vida de San Benito nuestro fundador y legislador se narra la especial devoción que el santo tenía hacia la Cruz del Señor, como signo de nuestra salvación. En uno de los milagros narrados por su biógrafo San Gregorio, dice como un vaso que contenía veneno se quiebra cuando San Benito hace la señal de la cruz sobre él. En otra ocasión, uno de sus discípulos fue perturbado por el maligno, y el santo le manda hacer la señal de la cruz sobre su corazón para verse librado. En su Regla, el Santo Abad indica que, cuando un monje iletrado presenta su carta de profesión monástica ante el altar, debe usar como firma una cruz.

Investigaciones históricas sobre el origen de la Cruz-Medalla de San Benito han determinado que su difusión comenzó hacia el año 1647. En esa época, durante el proceso judicial seguido a unas hechiceras, éstas declararon que no habían podido dañar a la cercana Abadía de Metten, porque estaba protegida por el signo de la Santa Cruz. En dicho monasterio se hallaron pinturas con representaciones de la Cruz junto con las iníciales que acompañan hoy a la Medalla. En el año 1742 el Papa Benedicto XIV decidió aprobar el uso de la Cruz-Medalla de San Benito, y mandó que la oración usada para bendecirla se incorporase al Ritual Romano.
Estos y otros muchos ejemplos invitan a sus seguidores a considerar la Cruz como una señal bienhechora que simboliza la pasión salvadora de Cristo, por la cual fue vencido el poder del mal y de la muerte.  La victoria sobre el demonio se atribuye a la cruz de Jesucristo, que es luz y guía para el fiel, y que se opone al veneno y a la maldad del tentador.
Así se entiende y se trata de vivir a lo largo de la historia, y se refleja muy bien en c. IV de las constituciones de la Congregación de Castilla:
 La vida monástica sólo puede darse bajo el signo de la Cruz. Cristo nos llama cada día, al igual que sus discípulos, a cargar con la cruz.
 Hemos sido llamadas a compartir la cruz de Cristo por medio de la renuncia interior y de la íntima separación del espíritu de este mundo, lo que consiste para nosotras muy frecuentemente en lo siguiente[2]
             M. María Evangelista Fundadora de este monasterio, tuvo este ideal muy claro desde los primeros años de su vida monástica y así le dejó escrito:

Comenta su biógrafo Pedro de Sarabia: "Así es cómo, desde los primeros años de su vida, comenzó a llevar la cruz silenciosamente. Este sería siempre su camino:
Entonces díjome el Señor: Mi camino es camino de Cruz, no hay otro mejor. Por eso Yo lo escogí para mí y este es el tuyo… Esa es mi obra en ti, es tu senda y por ella has de caminar, porque el amor de trabajos y cruces no lleva mezcla de naturaleza.
La Cruz sería también su descanso:
“La Cruz quiero Yo que sea tu lecho y tu nido, ella es la que mi Hijo trajo siempre en su corazón, que es otro nido donde has de descansar”
Jesucristo hizo  la Cruz  instrumento la salud del alma y del cuerpo, muriendo en ella destruyo el  pecado, y la  convirtió en el  árbol de la vida eterna.
Desde entonces, el camino de la salvación pasa por la Cruz, y cobra sentido algo que podría parecernos tan falto de el, como lo es la enfermedad, el dolor, la pobreza, el fracaso... los sacrificios voluntarios. Por eso se convierte en descanso  y alegría de todo el que se asocia a Jesucristo en ella. El amor a la Cruz nos lleva a descubrir a Jesús, que nos sale al encuentro y toma la parte más pesada de ella y la carga sobre sus hombros.

                                                                                                          LMJP
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[1] Hallazgo de la Santa Cruz Según refieren numerosos historiadores, Con 77 años de edad, la Emperatriz Elena marchó a Tierra Santa en busca de la Santa Cruz. después de efectuar profundas excavaciones en el Monte Calvario, fueron encontradas tres cruces, sin ninguna duda, la Cruz de Cristo y la de los dos ladrones que murieron con él. Pero como no se sabía a ciencia cierta cual de las tres era la de Jesús, llevaron a una mujer agonizante a la que pusieron en contacto con la primera. La enferma empeoró considerablemente, lo mismo al tocar la segunda, pero al hacerlo con la tercera, recuperó instantáneamente la salud. Según cuenta la tradición, al ocurrir el prodigio, Elena y sus damas de compañía cayeron de rodillas y agradecieron al Cielo el hallazgo. Santa Elena, junto al obispo Macario de Jerusalén y centenares de devotos, llevaron la Cruz en procesión por las calles y al hacerlo, se cruzaron en el camino con una viuda que llevaba a enterrar a su hijo. Le acercaron la santa reliquia y éste resucitó. Aquellos hechos asombraron a Oriente y las conversiones se sucedieron de a miles. Ordenó la Emperatriz dividir la cruz en tres partes: una quedó en Jerusalén, en poder del obispo Macario, para la Iglesia en Tierra Santa; la segunda fue enviada a Bizancio  y la tercera a Roma, para ser depositada en la Basílica que tiempo después se llamó de la Santa Cruz de Jerusalén.
[2] C. IV, 30-31 de las constituciones de la Congregación de Castilla

Otros enlaces que informan sobre el tema  
de la Exaltación de la Santa Cruz