31 de diciembre de 2015

Fiesta de santa María Madre de Dios


“El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz”. El leccionario recuerda hoy la antigua fórmula de bendición que los sacerdotes israelitas pronunciaban sobre su pueblo. Bendecir, en lenguaje bíblico, significa invocar a Dios, para que manifieste hacia su pueblo su favor y su protección, contemple a los que son sus hijos y les acompañe en todas sus vicisitudes y asegure la paz. La gran bendición que nosotros, cristianos, hemos recibido de Dios es Jesús, el Hijo de Dios que se ha hecho hombre. Y esta bendición la hemos recibido por medio de María. Por esto hoy, ocho días después de la Navidad, honramos de modo especial a la Virgen Madre que ha dado a luz al Rey eterno, a aquella que tiene al mismo tiempo el gozo de la maternidad y la gloria de la virginidad.

                  María recibió de Dios esta doble condición de virgen y de madre, pero la asumió de modo consciente, con todo lo que entrañaba. La divina maternidad de María, que se hizo realidad cuando pronunció su “si” al escuchar el anuncio angélico, no es todo gozo y alegría. Es también dolor y sufrimiento. Porque María es Madre no sólo en Navidad, sino también el Viernes Santo, cuando, al pie de la cruz, repite con generosidad su “si” incondicional. El evangelio recuerda hoy a María en una actitud contemplativa, conservando y meditándo en su corazón todos los particulares del nacimiento de su Hijo. María es la primera creyente, la totalmente disponible a Dios y a su voluntad.

Según nuestro calendario, uno de los tantos calendarios que el ingenio humano ha ideado en el curso de la historia, empezamos hoy un nuevo año. El tiempo es una realidad palpable que el hombre ha experimentado, desde que tuvo conciencia de su existencia: es un sucederse de luz y tinieblas, que llamamos día y noche, de calor y frío, que llamamos estaciones, y que hemos organizado en semanas, meses, años y siglos. Este pasar del tiempo significa a la vez el pasar de nuestra existencia y en consecuencia cada vez que iniciamos un año podemos decir que es un año más que hemos pasado y un año menos que nos queda por vivir.
Nuestro calendario, con más o menos precisión, calcula el tiempo a partir del nacimiento de Jesús de Nazaret. Este hecho tiene su importancia. Quiere decirnos que consideramos que Jesús es el centro de la historia, del tiempo. Para antiguas culturas provenientes del oriente, el tiempo era entendido como un ciclo eterno en el que las cosas se reproducían sin cesar. Y en esta concepción, la salvación, la liberación consistía en salir del tiempo, en romper este círculo fatal que oprime. En cambio, los primeros cristianos, fieles a la tradición recogida en el Antiguo Testamento, entendieron el tiempo en un sentido lineal que parte del acto creador de Dios, al principio de todo y que encontrará su fin, al final de la historia. Y es precisamente en este tiempo que fluye que proclamamos que Dios ha intervenido para ofrecer a los hombre la verdadera salvación, salvación que no consiste en huir del tiempo sino en asumirlo para responder con generosidad a la voluntad divina.


En este sentido, san Pablo ha podido afirmar en la segunda lectura que cuando se cumplió el tiempo, es decir, cuando llego el momento adecuado según el plan divino, Dios envió a su Hijo para salvar al mundo. Y este Hijo aparece entre nosotros por la vía normal de los hombres: nace de una mujer, nace en un pueblo concreto y acepta estar bajo la ley que en él regía. Una vez hecho hombre, el Hijo de Dios ha llevado a cabo su obra redentora, que el apóstol define como un dejar de ser esclavos para llegar a ser hijos de Dios por adopción, y también herederos de las promesas de salvación. Con la encarnación del Hijo de Dios el tiempo deja de ser profano en cuanto se convierte en el escenario en el que se actúa la salvación querida por Dios. Por esto los cristianos aceptamos en todo su significado el tiempo; damos gracias por el tiempo transcurrido e invocamos la ayuda del Señor para poder aprovechar el tiempo que nos queda por delante.

FIESTA DE “SANTA MARÍA MADRE DE DIOS”



El título de “Santa María Madre de Dios”, expresa muy bien la misión de María en la historia de la salvación. Todos los demás títulos atribuidos a la Virgen se fundamentan en su vocación de Madre del Redentor. El hombre es elegido por Dios para realizar el plan de la salvación, centrado en el gran misterio de la “encarnación del Verbo divino en María”. Pues aunque va a ser un poco más largo, vale la pena que dejemos a San Bernardo cante aquí sus grandezas,  para eso se le ha dado el apelativo de Cantor de María. ¡Quién mejor que él!

            “Dichosa fue en todo María, a quien ni faltó la humildad, ni dejó de adornarla la virginidad. Singular virginidad, que no violó, sino que honró la fecundidad; ilustrísima humildad, que no disminuyó sino que engrandeció su fecunda virginidad; incomparable fecundidad, a la que acompañan juntas la virginidad y humildad”.

“Qué maravillas que Dios, a quien leemos y vemos admirable en sus Santos, se haya mostrado más maravilloso en su Madre?”.

“Por eso quiso que fuese Virgen, para tener una Madre Purísima, él que es infinitamente puro y venía a limpiar las manchas de todos quiso que fuese humilde para tener una Madre tal, él que es manso y humilde de corazón, a fin de mostrarnos en sí mismo el necesario y saludable ejemplo de todas estas virtudes. Quiso que fuese Madre el mismo Señor que la había inspirado el voto de virginidad y la había enriquecido antes igualmente con el mérito de la humildad”.

“Oh Virgen admirable y dignísima de todo honor. ¡Oh mujer singularmente venerable, admirable entre todas las mujeres que trajo la restauración a sus padres y la vida a sus descendientes!”.

“Y fue enviado, dice, el ángel Gabriel a una Virgen, Virgen en el cuerpo, Virgen en el alma, Virgen en la profesión, Virgen como la que describe el Apóstol, santa en el alma y en el cuerpo, no hallada nuevamente o sin especial providencia sino escogida desde la Eternidad, conocida en la presencia del Altísimo y preparada para sí mismo, guardada por los Ángeles, designada por los antiguos Padres, prometida por los profetas”.

“¿Qué pronosticaba en otro tiempo aquella zarza de Moisés, echando llamas pero sin consumirse sino a María dando a luz sin sentir dolor? ¿Qué anunciaba aquella vara de Aarón que floreció estando seca, sino a la misma concibiendo pero sin obra de varón alguno? El mayor misterio de este gran milagro lo explica Isaías diciendo: Saldrá una vara de la raíz de Jesé y de su raíz subirá una flor extendiendo en la vara a la Virgen y en la flor a su hijo divino el Redentor”.

“Si ella te tiene de su mano no caerás, si te protege, nada tendrás que temer, no te fatigarás si es tu guía, llegarás felizmente al puerto, si ella te ampara, y así en ti mismo experimentarás con cuanta razón se dijo: El nombre de la Virgen era María”.

“En los peligros, en las angustias, en las dudas, acuérdate de María, invoca a María”.

“Suele llamarse bendito al hombre, bendito al pan, bendita la mujer, bendita la tierra y las demás cosas, pero singularmente es bendito el fruto de tu vientre, porque es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos”.

“¿En dónde habías leído, Virgen devota, que la sabiduría de la carne es muerte, y no queráis contentar vuestra sensualidad satisfaciendo a sus deseos? ¿En dónde habías leído de la vírgenes, que cantan un nuevo cántico que ningún otro puede cantar y que siguen al Cordero a donde quiera que vaya? ¿En dónde habías leído que son alabados los que hicieron continentes por el reino de Dios? ¿En dónde habías leído: aunque vivimos en la carne, nuestra conducta no es carnal? Y aquel que casa a su hija hace bien y aquél que no la casa hace mejor. ¿Dónde habías oído: Quisiera que todos vosotros permanecierais en el estado en que yo me hallo, y bueno es para el hombre si así permaneciere como yo le aconsejo?”.

“Quitad a María, estrella del mar, de ese mar vasto y proceloso, ¿qué quedará, sino oscuridad que todo lo ofusque, sombras de muerte y densísimas tinieblas?”.

“Con todo lo más íntimo, pues de nuestra alma, con todos los afectos de nuestro corazón y con todos los sentimientos y deseos de nuestra voluntad veneramos a María, porque esta es la voluntad de aquel Señor que quiso que todo lo recibiéramos por María. Esta es repito, su voluntad, pero para bien nuestro”.

“Resplandeciente día es sin duda, la que se elevó cual aurora naciente, hermosa como la luna, escogida como el sol”.

“Pero sea lo que fuere aquello que dispones ofrecer, acuérdate de encomendarlo a María, para que vuelva la gracia al Dador de la misma, por el mismo cauce por donde corrió. No le faltaba a Dios ciertamente, poder para infundirnos la gracia sin valerse de este Acueducto, si El hubiera querido, pero quiso proveerte de ella por este conducto. Acaso tus manos están aún llenas de sangre, o manchadas con dádivas sobornadoras, porque todavía no las tienes lavadas de toda mancha. Por eso aquello poco que deseas ofrecer procura depositarlo en aquellas manos de María, grandiosísimas y dignísimas de todo aprecio, a fin de que sea ofrecido al Señor y no sea desechado”.

“Necesitando como necesitamos un mediador cerca de este Mediador, nadie puede desempeñar tan provechosamente este oficio como María”.

“Aquella fue instrumento de la seducción, esta de propiciación: aquella sugirió la prevaricación, esta introdujo la redención”.

“¡Oh, Señora! Cuán familiar de Dios habéis llegado a ser. ¡Cuán allegada, mejor dicho, cuán íntima suya merecisteis ser hecha! ¡Cuánta gracia hallasteis a sus ojos. En vos está y vos en El: a El le vestís y sois vestida por El. Le vestís con la sustancia de vuestra carne y El os viste con la gloria de su majestad. Vestís al sol con una nube, y sois vestida vos misma de un sol. Porque; como dice Jeremías, un nuevo prodigio ha obrado el Señor sobre la Tierra y es que una mujer virgen encierre dentro de sí al hombre de Dios, que no es otro que Cristo, de quien se dice: He aquí un varón cuyo nombre es Oriente. Y otro prodigio semejante ha obrado Dios en el cielo, y es, que apareciese allí un mujer vestida de sol: Ella le coronó y mereció ser coronada por El.

Salid, hijas de Sión y ved al Rey Salomón con la diadema con que le coronó su Madre, contemplad a la dulce Reina del cielo adornada con la diadema con que la coronó su Hijo”.

“En todo el contexto de los cuatro Evangelios, no se oye hablar a María más que cuatro veces. La primera con el Ángel, pero cuando ya una y dos veces le había hablado él: la segunda Isabel cuando la voz de su salutación hizo saltar a Juan de gozo y tomando ocasión de las alabanzas que su prima le dirigía, se apresuró a magnificar al Señor: la tercera con su Hijo siendo éste ya de doce años, manifestándole como ella y su padre llenos de dolor le habían buscado: la cuarta en las bodas de Caná, primero con Jesús y después con los que servían a la mesa.
           
Y en esta ocasión fue cuando brilló de una manera más especial su ingénita mansedumbre y modestia virginal, puesto que tomando como propio el apuro en que iban a verse los esposos no le sufrió el corazón permanecer silenciosa, manifestando a su Hijo la falta de vino; y al ver que Jesús al parecer no atendía a su súplica, como mansa y humilde de corazón no le respondió palabra, sino que se limitó a recomendar a los ministros que hiciesen lo que El les dijese, esperando en que no saldría fallida su confianza”.

“¡Cuántas veces oyó María a su Hijo no solo hablando en parábolas a las turbas, sino descubriendo aparte a sus discípulos el misterio del reino de Dios! ¡Vióle haciendo prodigios, vióle pendiente de la Cruz, vióle expirando, vióle cuando resucitó, vióle, en fin, ascendiendo a los Cielos, y en todas estas circunstancias ¿cuántas veces se menciona haber sido oída la voz de esta pudorosísima Virgen, cuántas el arrullo de esta castísima y mansísima Tórtola?”.

“María siendo la mayor de todas y en todo, se humilló en todo y más que todos. Con razón, pues, fue constituida la primera de todos, la que siendo en realidad la más excelsa, escogía para sí el último lugar. Con razón fue hecha Señora de todos, la que se portaba como sierva de todos. Con razón, en fin, fue ensalzada sobre todos los coros de los coros de los Ángeles, la que con inefable mansedumbre se abatía a sí misma debajo de las viudas y penitentes, y aún debajo de aquella de quien había sido lanzados siete demonios. Ruegoos, fieles amadísimos, que os prendéis de esta virtud si amáis de veras a María: si anheláis agradarla, imitad su modestia y humildad. Nada hay que tan bien sienta al hombre, nada tan necesario al cristiano, nada que tanto realce al religioso como la verdadera humildad y mansedumbre”.


26 de diciembre de 2015

Fiesta de la Sagrada Familia



          “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados. ¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que yo de-bía estar en la casa de mi Padre?”. En el primer domingo después de Navidad, en la celebración de la Sagrada Familia, el evangelio invita a contemplar a Jesús en la casa de José y María. El episodio evangélico, más que un ejemplo de convivencia entre Jesús, María y José, muestra un momento de tensión en su experiencia familiar, con motivo de la pérdida y hallazgo de Jesús en el templo. San Lucas, al escribir el evangelio de la infancia de Jesús, lo hace a la luz de los acontecimientos pascuales, que dan sentido a toda la fe cristiana, y es desde esta perspectiva que hemos de entender este episodio.

         José y María, como buenos israelitas, suben a Jerusalén para celebrar la Pascua, y aquel año llevan consigo a Jesús, con doce años cumplidos, pues, según las costumbres judías, los adolescentes llegaban a la mayoría de edad desde el punto de vista religioso a los trece año. Jesús, en el momento en el momento del regreso a Nazaret, se queda en Jerusalén. Sus padres lo buscan ansiosos durante tres días. Estos tres días remiten al hecho de la muerte y resurrección. En efecto, el drama de los apóstoles y discípulos en el momento de la pasión al desaparecer su amado Maestro lo vivieron anticipadamente María y José al perder a su hijo. María y José encuentran a su hijo en el templo en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas, y todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. La sabiduría que Jesús mostraba a los doce años sorprenderá también más tarde a sus paisanos, cuando hablará en las sinagogas y la gente exclamará: ¿De dónde saca éste esa sabiduría?

         La reprensión de María a su hijo es del todo legítima. Más que un regaño es una queja, expresión de amor en el fondo. María se siente herida en su condición de madre en cuanto su hijo desaparece sin decir nada. María se siente madre; ahora constata que tiene un hijo, pero que no lo posee de forma egoísta. En su espíritu se repetía la pregunta que no tiene respuesta: ¿Por qué? El drama interior de María anuncia el drama de la comunidad apostólica que no acaba de entender el escándalo de la cruz. Y aún hoy la Iglesia continua preguntándose sobre el por qué de la cruz, sobre la necesidad de la muerte del Salvador.

         La respuesta de Jesús a sus padres es, en el fondo, el planteamiento de la dimensión trascendente del mensaje cristiano, que es invitación a superar las coordenadas humanas y ponernos en camino en pos de Jesús. Llamada nada fácil, porque son demasiado fuertes los vínculos que nos atan a la realidad de este mundo. Es comprensible que María y José no comprendieran lo que quería decir Jesús, como más tarde los apóstoles no entendían a Jesús cuando hablaba de muerte y de resurrección.


         En este sentido María aparece como el prototipo de creyente. No ha entendido lo que su hijo intentaba decirle, pero en lugar de rechazarlo haciendo valer su autoridad de madre, trata de penetrar más y más en su significado, a través de una asidua, atenta y constante meditación: “María conservaba todo esto en su corazón”. La palabra de Jesús puede, a menudo, aparecer como llena de sombras, de oscuridad, pero, a la larga, siempre es la respuesta justa que el hombre necesita para sus problemas. La propuesta de la fe no es siempre verificable, quizá no lo es nunca; hay que aceptarla, meditarla hasta que se pueda asumir con generosidad, como hizo María, como hace la Iglesia. María y José nos muestran el camino de la fe, de la humilde aceptación de la voluntad de Dios, el único que existe para llegar a la verdadera alegría de la vida terna. 

24 de diciembre de 2015

SANTA NAVIDAD DEL SEÑOR

       

            “En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre”. Para explicar de alguna manera el objeto de la celebración de la Navidad de Jesús, hemos escuchado la página que Juan, el discípulo amado, compuso como prólogo de su evangelio. Empieza remontándose a antes del comienzo de los tiempos, para afirmar que  la Palabra existía desde el principio, que esta Palabra ha existido siempre, que Palabra está junto a Dios, porqué es Dios. A continuación, Juan dice que aquella Palabra ha descendido hasta hacerse carne, o mejor para entenderlo más claramente, se hizo hombre como nosotros. Y utiliza una imagen muy gráfica para gente que vivía en el desierto o en la estepa, que acompañaba a sus ganados en la búsqueda de pastos, pero que dice bien poco a los hombres de la era espacial: “acampó entre nosotros, plantó su tienda entre nosotros”.

            Indudablemente estamos en el ámbito de la fe. Creer es asumir lo que se nos propone aunque no se acabe de ver claro, pues si se viese claro ya no sería fe. Hemos de creer pues lo que nos dice Juan y entender que sus palabras intentan darnos unas coordenadas para entender mejor nuestra existencia. Porque la aventura de esa Palabra no es algo que interese sólo a ella, pues estaba junto a Dios, y por medio de ella se hizo todo lo que existe, porque en ella había vida y la vida era luz para los hombres. Con otras palabras, la realidad que llamamos universo depende de esa Palabra, pues ella fue que la creó, la iluminó, le dio vida.

            Per Juan sigue con su exposición que adquiere un tinte dramático al afirmar que ha existido, existe y existirá una de confrontación entre esta Palabra y los hombres a los cuales iba dirigida: “Al mundo vino y en el mundo estaba y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron”. Israel profesaba devoción a la Escritura y esperaba ardientemente al Mesías, pero cuando llegó no lo recibieron. El Mesías que se les presentó no encajaba en el proyecto que se había hecho, lo que provocó el rechazo. Aún hoy, son legión en el mundo los que o no han oído hablar de la Palabra, o no han querido acogerla, o la han combatido, o, simplemente, quieren ignorarla, porque sus exigencias molestan, son incómodas. Estamos ante el problema siempre actual de la fe y de la incredulidad, de la aceptación y del rechazo.

            El mismo evangelista deja abierta la posibilidad de que algunos, que de hecho han sido muchos a lo largo de los siglos, han recibido esta Palabra, se han abierto a ella, y así han recibido el poder de ser hijos de Dios, en la medida en que creen en su nombre. Estas reflexiones del evangelista invitan a plantearnos la realidad de nuestra fe cristiana. Creer en Cristo no quiere decir simplemente repetir con los labios el símbolo de la fe, manifestar oralmente que aceptamos determinadas verdades o dogmas, participar al menos externamente en actos y celebraciones. Creer en la Palabra significa abrir nuestro corazón al mensaje que nos ofrece, dejar nuestros planteamientos egoístas y ambiciosos para acoger la ley del amor que es, en resumen, el contenido fundamental del evangelio de Jesús.

            Si la Palabra ha acampado entre nosotros, si Dios ha querido hacerse hombre es para enseñarnos a valorar lo que significa ser hombre, lo que representa cada hombre de cualquier raza, lengua, pueblo, cultura o mentalidad. La Navidad que celebramos ha de hacernos más sensibles al hermano que tenemos al lado. Es con nuestro amor, con nuestra dedicación al prójimo que llevaremos a cabo la labor evangelizadora que Jesús ha venido a iniciar en este mundo. Queda mucho por hacer, pero si todos nos apuntamos con decisión y entusiasmo, el Señor continuará haciendo maravillas.

OS ANUNCIO UNA GRAN ALEGRÍA

          

            “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló”. Estas palabras del profeta Isaías trataban de reanimar la esperanza del pueblo, abrumado por la amenaza de Asiria, que anunciaba muerte y destrucción. Pero Dios, por medio de su profeta anuncia un mensaje de esperanza, el nacimiento de un niño que se sentará sobre el trono de David y traerá la justicia, el derecho y una paz sin límites. Aunque las palabras del oráculo se referían, en primer término, a la figura del rey Ezequías, que pudo mantener su reino sin caer en manos asirias, la tradición del pueblo judío primero y la Iglesia cristiana después, han visto en este oráculo un anuncio de la llegada de la salvación divina que vendría de mano de un descendiente de David, que se ha identificado con el Mesías esperado, para nosotros Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, nacido de la Virgen María.

            Lo que el profeta anunciaba para un futuro lejano, san Lucas lo ha descrito en el evangelio como realizado. Mientras las tinieblas de la noche cubrían la tierra, una luz que viene de Dios acompaña el anuncio del nacimiento del Hijo de María, que es el Salvador, el Mesías, el Señor. La contemplación del Nacimiento de Jesús en Belén, acogido por María y José, cantado por los ángeles, adorado por los pastores, puede convertirse para nosotros en evasión, olvidando, aunque sea por unos momentos, la realidad concreta de cada día, con sus penas y trabajos, con sus esperanzas y sus desilusiones. Celebrar la Navidad del Señor  ha de abrirnos para aceptar en todas sus consecuencias el don de Dios que hoy hace a los hombres: su Hijo único, que ha asumido nuestra naturaleza humana.

            En efecto, el Hijo de Dios se ha hecho hombre, ha querido ser uno de nosotros, para hacer suyo todo lo que supone la vida humana, sin excluir ni el sufrimiento ni la muerte. Y se ha hecho hombre para manifestarnos el amor con el que Dios ama a todos los hombres y con el que debemos amarnos unos a otros. La celebración de la Navidad nos invita a entender este amor de Dios, que es don y servicio orientado al bien de la humanidad, para obtener la liberación de toda suerte de esclavitud, para reconciliar a los hombres con Dios y entre sí, para formar lo que llamamos el Reino de Dios, esta fraternidad universal en la que los hombres puedan vivir según la voluntad de Dios.

            Pero la luz y la alegría de la Navidad no deben ni pueden impedirnos constatar que vivimos en un mundo que está muy lejos de ser el paraiso que los profetas anunciaban junto con la salvación de Dios. Para nosotros, cristianos, Jesús, el Mesías, nació hace dos mil años y predicó un evangelio de amor, justicia y paz. Pero nuestro mundo  está dominado por la injusticia y la ambición, que generan diferencia de clases, odio, guerra, violencia. Los responsables de los pueblos trabajan para ofrecer un ambiente de bienestar y tranquilidad, pero a veces no nos damos cuenta que este esfuerzo tiene un precio sumamente alto, pues muchas personas quedan reducidas a la miseria, y a penas pueden subsistir.


            Celebrar la Navidad para nosotros, creyentes en Jesús, ha de significar entender el inmenso amor que Dios siente por los hombres y que lo ha demostrado haciéndose hombre a su vez.         Es en este sentido  hemos de interpretar las palabras de san Pablo cuando invita a renunciar a una vida de impiedad, a una vida sin religión, a una vida en la que la fe o queda marginada o incluso suprimida. Como remedio propone llevar una vida sobria, una vida honrada, y una vida de piedad para mantener viva nuestra rela-ción con Dios. Con esta  actitud podremos esperar la gloriosa aparición de nuestro Señor Jesucristo, cuando llegue al final de nuestra existencia, aparición de la que es anuncio y prenda la celebración de esta noche. Despertemos pues a una vida nueva, abramos nuestro es-píritu a la esperanza, dejándonos salvar por Jesús.

22 de diciembre de 2015

“Todos verán la salvación de Dios”


Juan recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Una voz grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. ¡Y toda carne verá la salvación de Dios!” (Lc 3, 1-6)
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        Hora es ya de que consideremos el tiempo mismo en que vino el Salvador. Vino, en efecto –como sin duda bien sabéis– no al comienzo, no a la mitad, sino al final de los tiempos. Y esto no se hizo porque sí, sino que, conociendo la Sabiduría la propensión de los hijos de Adán a la ingratitud, dispuso muy sabiamente prestar su auxilio cuando éste era más necesario. Realmente atardecía y el día iba ya de caída; el Sol de justicia se había prácticamente puesto por completo, de suerte que su resplandor y su calor eran seriamente escasos sobre la tierra. La luz del conocimiento de Dios era francamente insignificante y, al crecer la maldad, se había enfriado el fervor de la caridad.

Ya no se aparecían ángeles ni se oía la voz de los profetas; habían cesado como vencidos por la desesperanza, debido precisamente a la increíble dureza y obstinación de los hombres. Entonces yo digo –son palabras del hijo–: «Aquí estoy». Oportunamente, pues, llegó la eternidad, cuando más prevalecía la temporalidad. Porque –para no citar más que un ejemplo– era tan grande en aquel tiempo la misma paz temporal, que al edicto de un solo hombre se llevó a cabo el censo del mundo entero.
          Conocéis ya la persona del que viene y la ubicación de ambos: de aquel de quien procede y de aquel a quien viene; no ignoráis tampoco el motivo y el tiempo de su venida. Una sola cosa resta por saber: es decir, el camino por el que viene, camino que hemos también de indagar diligentemente, para que, como es justo, podamos salirle al encuentro. Sin embargo, así como para operar la salvación en medio de la tierra, vino una sola vez en carne visible, así también, para salvar las almas individuales, viene cada día en espíritu e invisible, como está escrito: Nuestro aliento vital es el Ungido del Señor. Y para que comprendas que esta venida es oculta y espiritual, dice: A su sombra viviremos entre las naciones. En consecuencia, es justo que si el enfermo no puede ir muy lejos al encuentro de médico tan excelente, haga al menos un esfuerzo por alzar la cabeza e incorporarse un tanto en atención al que se acerca.
           No tienes necesidad, oh hombre, de atravesar los mares ni de elevarte sobre las nubes y traspasar los Alpes; no, no es tan largo el camino que se te señala: sal al encuentro de tu Dios dentro de ti mismo. Pues la palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón. Sal a su encuentro con la compunción del corazón y la confesión sobre los labios, para que al menos salgas del estercolero de tu conciencia miserable, pues sería indigno que entrara allí el Autor de la pureza.

         Lo dicho hasta aquí se refiere a aquella venida, con la que se digna iluminar poderosamente las almas de todos y cada uno de los hombres.

"Que en este adviento, mientras esperamos y preparamos el retorno definitivo del Hijo de Dios, cambiemos nuestras amarguras en gozo y alegría, auténticos frutos de la justicia y el amor"

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 (San Bernardo de Claraval, Sermón 1 en el Adviento del Señor (9-10: Opera omnia, edit. Cist. 4, 1966, 167-169)

19 de diciembre de 2015

DOMINGO IV DE ADVIENTO - Ciclo C)


            “Tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel, y éste será nuestra paz”. En este cuarto domingo de adviento, el oráculo del profeta Miqueas invita a evocar la realidad del nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre en el portal de Belen. El oráculo del profeta iba dirigido a los habitantes del reino de Judá que atravesaba un período de decadencia moral, en el que la justicia y el derecho eran conculcadas habitualmente, y el mismo rey, descendiente de David, había prevaricado. Dios manda a su profeta para que advierta que está por llegar el día del Señor, es decir el día de juicio en el que Dios mismo pedirá cuentas de los desmanes de su pueblo. Pero junto a la gravedad del mensaje aparece una nota de esperanza, cuando el profeta señala que de Belén, del mismo lugar de donde salió David, Dios mismo suscitará un nuevo rey, cuya misión será pastorear a los suyos asegurando la paz y la tranquilidad para todos. Este caudillo dará comienzo a una nueva era y pondrá fin a la enemistad de los hombres con Dios y él mismo será la paz.

            La visita de María a Isabel, que ha evocado el evangelio, recuerda cómo Dios llevó a cumplimiento la promesa anunciada por Miqueas. María recibió el mensaje del ángel, comunicándole que había sido escogida para ser la Madre del enviado de Dios. Llevando en si la Palabra hecha carne, se siente impulsada por la caridad de Dios y corre al encuentro de su pariente Isabel, que también espera un hijo. El primer efecto de la caridad divina cuando invade a una persona es hacerle sentir la necesidad de comunicar la palabra de gracia recibida. María lo ha entendido perfectamente. Por eso le falta tiempo para acercarse a Isabel. Y del mismo modo que María, lo ha entendido también la Iglesia que, a lo largo de la historia ha sido consciente de que su primer deber es manifestar el amor de Dios recibido evangelizando a los hombres, sin distinción de raza, lengua o cultura.

            En el viaje de María hacia la casa de Isabel, el Hijo de Dios hace su primer viaje misionero para comunicar a los hombres la fuerza que posee, el mismo Espíritu de Dios. Cuando María llega a la casa de Isabel, el Espíritu hace saltar de alegría a Juan en el seno de su madre. Jesús, desde María, comunica su gracia y su Espíritu al que ha de ser su precursor. Juan exulta y transmite a su madre el don recibido. De ahí el grito de Isabel: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”. Es el alba de la redención: Dios visita a su pueblo para estar con él, dispuesto a borrar cuanto de pecado y de error puede impedir esta comunión de vida y de esperanza. El Espíritu hace percibir la Venida del Señor, Juan se alegra, Isabel bendice, María es ensalzada, ella que es la que ha creído en la potente palabra de Dios.

            Completando este mensaje, en la segunda lectura, el autor de la carta a los Hebreos habla de la entrada en el mundo del Hijo de Dios hecho hijo de María. Sin entrar en detalles de esta venida, apunta directamente a la consumación de la redención. Poniendo en labios de Jesús un fragmento del salmo 39, deja comprender su vivencia espiritual: “Me has preparado un cuerpo, y dado que no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias, aquí estoy, Oh Dios para hacer tu voluntad”. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre en María, ha venido al mundo para cumplir la voluntad del Padre y ofrecerse libremente por su amor para reparar el error del primer hombre. De este modo, mediante su obediencia, obtuvo la salvación para quienes, por la desobediencia de uno solo, estaban apartados de Dios.

            La celebración de la próxima Navidad de Jesús, que despierta  entrañables sentimientos, ha de llevarnos a tener presente que él ha aceptado nacer para asumir libremente su total entrega que tendrá lugar en el Calvario, el Viernes Santo, cuando desde la cruz entregará su espíritu. Jesús desde su nacimiento invita a tomar en serio su vida y su obra, que es la salvación, la redención de todos los hombres.



12 de diciembre de 2015

III DOMINGO DE ADVIENTO (ciclo C)



        “Estad siempre alegres en el Señor”. Hoy, la liturgia invita a vivir en la alegría, pero si miramos el panorama de nuestro mundo veremos que abundan las violencias, las muertes, las guerras, los terrorismos, las hambres, las injusticias, los odios, los egoísmos, y en consecuencia cabe preguntarse si posible vivir alegres en medio de toda esta realidad. Pero la alegría cristiana no es una alegría vacía o superficial, sino que es un gozo fundamentado en la cercanía del Señor que ofrece sin césar su presencia, activa y salvadora. 

En la primera lectura el profeta Sofonías, que vivió en años difíciles para Israel, interpreta las calamidades de aquel momento como un castigo por los pecados del pueblo, pero al mismo tiempo está convencido que el amor que Dios le tiene supera infinitamente cuanto puedan merecer los pecados cometidos y se siente impulsado a invitar  a mantener la alegría confiando en lo que Dios hará con los suyos. Por esto el profeta repite incansable, dirigiéndose a su pueblo: “No temas, no desfallezcas, regocíjate, grita de júbilo, gózate de todo corazón”.

En esta misma linea, San Pablo, en la segunda lectura, repite la invitación a estar alegres porque el Señor está cerca. El apóstol, consciente de la realidad de la vida cotidiana, ansía la llegada del Señor que viene y quiere todos participen de la misma esperanza. La llegada del Señor, la inminencia de su venida es para Pablo un motivo de alegría. La alegría que anuncia y recomienda es el resultado de una dedicación serena y decidida al servicio del Señor. Las preocupaciones que la vida lleva consigo no han de ser obstáculo para esta alegría. 

El evangelio evoca de nuevo de la figura de Juan el Bautista, el precursor del Señor. Juan propone un bautismo de agua como expresión de la voluntad de preparar el camino al Señor que viene, de disponer los corazones de los hombres para que puedan acoger a aquel que bautizará con Espíritu Santo y fuego. El juicio que Juan anuncia  ha de entenderse como una posibilidad de acoger la salvación, más que como una amenaza de condenación. La predicación de Juan repite la doctrina acerca de la conversión verdadera que había sido señalada ya por los profetas: la necesidad de dejar el culto de los dioses falsos, sean los que sean, respetar al prójimo y procurar hacer todo el bien posible. 

De este programa no se excluye a nadie, como tampoco ninguna situación humana o profesional puede ser un obstáculo para acoger el mensaje de renovación. Por esto los que escuchan al Precursor, tanto personas normales, como recaudadores de impuestos o soldados, categorías que en aquella época eran cordialmente despreciadas, se acercan a él, y, convencidos de la necesidad de prepararse a lo que el Precursos anunciaba, le preguntan: “¿Qué hemos de hacer nosotros?”. La llamada a la conversión no es una propuesta para huir de nuestro mundo, sino para estar en él de manera nueva, es decir, se trata de una invitación a actuar de otro modo, de hacer mejor lo que se hace habitualmente. Lo más importante no es saber a ciencia cierta lo que hay que hacer para cambiar, sino el sentir en el fondo de nosotros mismos la inquietud de que hay que hacer algo, que no podemos seguir como hasta ahora.

Las palabras del Precursor al anunciar el inminente juicio de Dios aparecen teñidas de una seriedad, que contrasta con la insistente invitación a la alegría de las dos primeras lecturas. Si prestamos atención a estos textos podremos darnos cuenta que el discurso sobre el juicio descansa sobre la misma convicción que anima al profeta Sofonías y al apóstol Pablo a proclamar la necesidad de dejarnos llenar el corazón y los labios de gozo y júbilo: Dios viene a nosotros, más aún, está en medio de nosotros para proponernos un mensaje de salvación, que si lo aceptamos con generosidad, nos permitirá gozar para siempre de la verdadera e inextinguible alegría.
Oración 

       Mira, Señor, a tu pueblo que espera con fe la fiesta del nacimiento de tu Hijo, y concédele celebrar el gran misterio de nuestra salvación con un corazón nuevo y una inmensa alegría. Amén



9 de diciembre de 2015

VENDRÁ A NOSOTROS LA PALABRA DE DIOS


           Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquellas son invisibles, pero ésta no. En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y convivió con los hombres, cuando, como atestigua él mismo, lo vieron y lo odiaron. En la última, todos verán la salvación de Dios y mirarán al que traspasaron. La intermedia, en cambio, es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan. De manera que, en la primera venida, el Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en espíritu y poder; y, en la última, en gloria y majestad.
        Esta venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la primera a la última: en la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última, aparecerá como nuestra vida; en ésta, es nuestro descanso y nuestro consuelo.
       Y para que nadie piense que es pura invención lo que estamos diciendo de esta venida intermedia, oídle a él mismo: El que me ama —nos dice— guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él. He leído en otra parte: El que teme a Dios obrará el bien; pero pienso que se dice algo más del que ama, porque éste guardará su palabra. ¿Y dónde va a guardarla? En el corazón, sin duda alguna, como dice el profeta: En mi corazón escondo tus consignas, así no pecaré contra ti.
        Así es cómo has de cumplir la palabra de Dios, porque son dichosos los que la cumplen. Es como si la palabra de Dios tuviera que pasar a las entrañas de tu alma, a tus afectos y a tu conducta. Haz del bien tu comida, y tu alma disfrutará con este alimento sustancioso. Y no te olvides de comer tu pan, no sea que tu corazón se vuelva árido: por el contrario, que tu alma rebose completamente satisfecha.
         Si es así como guardas la palabra de Dios, no cabe duda que ella te guardará a ti. El Hijo vendrá a ti en compañía del Padre, vendrá el gran Profeta, que renovará Jerusalén, el que lo hace todo nuevo. Tal será la eficacia de esta venida, que nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial. Y así como el viejo Adán se difundió por toda la humanidad y ocupó al hombre entero, así es ahora preciso que Cristo lo posea todo, porque él lo creó todo, lo redimió todo, y lo glorificará todo.
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De los sermones de san Bernardo (Sermón 5, 1-3: Opera omnia, 4, 188)


7 de diciembre de 2015

Solemnidad de la Inmaculada Concepción


¡Oh, rosa sin espinas! 
 ¡Oh, vaso de elección!
de Ti nació la vida,
 por Ti Nos vino Dios.

           “Oh Dios, por la concepción inmaculada de la Virgen María preparaste a tu Hijo una digna morada”. Estas palabras con las que  inicia hoy la oración colecta, permiten entender el significado de la celebración de este día, en pleno tiempo de Adviento, el tiempo que prepara la Navidad, en la que conmemoraremos el nacimiento según la carne del Hijo de Dios hecho hombre. En efecto, Dios ha querido que su Hijo, su Palabra creadora, se hiciese hombre, que asumiese en plenitud nuestra condición humana para ser igual a nosotros en todo, excepto en el pecado y poder así salvar a los hombres de su pecado y restituirles su condición de hijos adoptivos de Dios. Pero si el Hijo de Dios había de ser también hijo del hombre, necesitaba, como todo hombre, una madre. Y aquí intervino Dios de modo inefable. Dios Padre preparó para su Hijo una digna morada en la Virgen María, la mujer destinada a ser la Madre de la Palabra de Dios hecha hombre.

            Pero Dios preservó a la mujer que debía llevar en su seno al Hijo de Dios, de toda culpa desde el primer instante de su concepción en las entrañas de santa Ana. Es en este sentido que hablamos de Inmaculada Concepción de María. La Sagrada Escritura no habla abiertamente de esta prerrogativa de María, pero de las palabras con que el ángel saludó a la Virgen en el momento de la anunciación, llamándola «llena de gracia», la reflexión de la fe cristiana ha deducido que la abundancia de gracia que Dios otorgó a la que sería la Madre de su Hijo Jesús, debía haber empezado desde el primer instante de su existencia. Esta fe del pueblo cristiano fue confirmada por el Papa Pio IX en 1854.

            La primera lectura ha recordado cómo, al principio, Dios llamó a la vida a Adán, el primer hombre, en condiciones óptimas para responder a su vocación, pero el hombre no supo o no quiso responder a la llamada divina. El diálogo de Dios con Adán y Eva después de la caída, muestra la situación en la que el hombre vino a encontrarse por su desobediencia. El autor del libro del Génesis describe al hombre  escondiéndose de Dios, consciente de su desnudez, es decir de haber perdido la comunión que lo ligaba a Dios y también a su misma compañera. Al serle reprochada su desobediencia, aparece como incapaz de asumir la responsabilidad de su acto y descarga el peso en la mujer y ésta, a su vez, en la serpiente.

            Pero Dios no deja a la humanidad sumida en el pecado: sino que anuncia al nuevo Adán, nacido de la estirpe de la mujer, que con su fidelidad reanudará la relación de la familia humana con Dios, venciendo al pecado y a la muerte. Y así, en contraste con la vocación frustrada de Adán, el evangelio ofrece la historia de la vocación de María. Ésta, saludada por el ángel como la «llena de gracia», es escogida por Dios, recibe el favor divino con toda la apertura con que una criatura puede acogerlo. María está preparada para la misión a que se le destina, y al pedírsele su parecer, colabora con generosidad: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». María, concebida sin pecado y generosa en su disponibilidad total, puede acoger a la Palabra hecha carne y asegurar así la salvación de toda la familia de los hombres.

            Pablo recordaba que antes de la creación del mundo, Dios ha escogido, en la persona de Jesús, a todos los hombres y mujeres para ser sus hijos, santos e irreprochables ante él por el amor. Este designio de Dios queda supeditado de alguna manera a que nosotros lo aceptemos libremente. La estirpe humana, representada en María, escogida por Dios para ser Madre de su Hijo unigénito, acepta colaborar con Dios en la obra de la salvación. Al celebrar la solemnidad de la Concepción Inmaculada de María, conviene recordar que también hemos sido escogidos por Dios para tener parte en su proyecto de salvación y se nos ha dado todo cuanto necesitamos para aceptar esta llamada. Toca a nosotros saber responder con la misma prontitud y generosidad de María para ser santos e irreprochables ante él en el amor.


5 de diciembre de 2015

DOMINGO II DE ADVIENTO


Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros esta buena obra, la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús”. Con estas palabras san Pablo animaba a los cristianos de Filipos que, por haber creído en Jesús, encontraban muchas dificultades en su caminar por la vida. Y estas palabras mantienen todo su valor para nosotros que vivimos en un mundo agobiado por conflictos, tensiones y violencias, hasta el punto de que, a menudo, nos preguntamos qué futuro nos espera cuando se están poniendo en duda valores que parecían seguros y estables.

            Pero las palabras del apóstol recuerdan que ha sido Dios mismo que ha inaugurado en nosotros una obra buena, y por lo tanto hemos de estar seguros de que nuestra vida no está llevada al azar por fuerzas ocultas sino que estamos en manos de Dios. El apóstol asegura que nos encaminamos hacia el día de Jesús y, por esta razón estamos invitados a esperar y vigilar, a fin de poder acoger la llegada de aquel momento de modo que el encuentro con Jesús sea un momento de gozo y alegría. Porque aquel momento significará que habremos alcanzado otro nivel de vida, que no solo carecerá de las contingencias actuales, sino también supondrá haber alcanzado la salvación que Dios ha prometido e iniciado.

            La salvación de Dios. Esta afirmación la oiremos a menudo a lo largo del tiempo de Adviento, y cabe preguntarse si tiene sentido aún para el hombre moderno. Nuestra sociedad trabaja con tesón para crear bienestar, alejar guerras y revoluciones, fomentar el progreso en todos los niveles, venciendo enfermedades y alargando la vida, insistiendo en la formación para vencer la ignorancia, exaltando los valores de libertad, de justicia y de paz. Pero, al mismo tiempo, este cuadro ofrece un preocupante vacío, en cuanto muchos hombres y mujeres, mientras buscan el progreso, van perdiendo la referencia a Dios.

Hay quien insiste en que Dios ya no es necesario, porque el hombre sabe hallar explicaciones a todo y no siente la necesidad de un Dios bueno que solucione sus entuertos. Disminuye la práctica religiosa y son muchos los que muestran desconocimiento de las verdades de la fe cristiana. Esta realidad nos invita a esforzarnos para vivir sinceramente la fe en Jesús, cumpliendo la voluntad del Padre, más que con palabras, con obras, tratando de vivir el contenido del tiempo de adviento. Si tomamos en serio este empeño, podremos ayudar a los demás hombre y mujeres a descubrir que la salvación de Dios no es una frase esteriotipada, vacía, sino todo un programa que merece ser tenido en cuenta y llevado a la práctica.

            Es desde esta perspectiva que se pueden entender en toda su plenitud los acentos llenos de esperanza del libro de Baruc que, dirigiéndose a la ciudad de Jerusalén que había sucumbido por su infidelidad, la invitaba a ponerse en pie, a mirar hacia oriente, para contemplar como se abajarán los montes encumbrados, como se rellenarán los barrancos para disponer una senda que facilite el paso hasta llegar a la intimidad con Dios.


            Palabras parecidas, prestadas por el libro de Isaías, ilustran el comienzo del ministerio de Juan, el hijo de Zacarías, enviado para llamar a la conversión a sus conciudadanos, para inducirles a recibir el bautismo de agua, signo de cambio para recibir el perdón de los pecados. Juan se presenta a sí mismo como la voz que grita en el desierto para mostrar a todos la salvación de Dios.  Confortados pues por la palabra de Dios, preparémonos para dar cumplida respuesta a la invitación de vivir el Adviento de Jesús, preparándonos para acoger con generosidad la salvación que Dios ofrece gratuitamente a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.