6 de febrero de 2016

IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)

        

          “Os recuerdo, hermanos, el evangelio que os proclamé, que vosotros aceptasteis, y en el que estáis fundados, y que os está salvando, si es que conserváis el evangelio que os proclamé”. Así invitaba el apóstol Pablo a los cristianos de Corinto a considerar su vocación de discípulos de Jesús, pero también nos interpelan para que reflexionemos sobre nuestra condición de cristianos, que supone haber aceptado el evangelio de Jesucristo, proclamado primero por los apóstoles y después por la Iglesia, y que nos mantenemos fundados en el mismo, deseando tener parte en la salvación que promete. Y no está de más recordar que este evangelio tiene como centro y fundamento lo que repetimos cada vez que recitamos el Credo: que Jesús de Nazaret, llamado también Cristo, murió por nuestros pecados, fue sepultado y resucitó al tercer día y se apareció a muchos que han dado testimonio de que todo esto es verdad. Esta es la fe de la Iglesia, esta es la fe que profesamos, si es que creemos realmente.

            El anuncio del Evangelio casi siempre ha sido hecho desde de la pobreza y limitación de medios humanos. Pablo recionocía que él, el apóstol de las gentes, que trabajó más que todos, no era digno de llamarse apóstol pues había perseguido a la Iglesia. Pero Dios que escoge a los heraldos de su evangelio, tuvo a bien servirse de Pablo para que la palabra de salvación se extendiese por todos los pueblos, confirmando así que el Evangelio no es obra de hombres sino de Dios. La gracia de Dios se ha ido manifestando de modo admirable a lo largo de la historia en todo el ámbito del mundo. Y si en determinados momentos ha podido parecer que se ha perdido alguna batalla, Dios suscita siempre espíritus dispuestos a continuar luchando para que, por la predicación de la Palabra, todos lleguen al conocimiento de la verdad y de la salvación.

            Hoy, en la primera lectura, era Isaías el hombre que no dudaba en confesar su limitación y su pecado cuando, sin mérito de su parte, le fue dado contemplar la magnificencia de la gloria de Dios en el templo de Jerusalén. Precisamente por haber reconocido que era hombre de labios manchados, Dios lo escoge y lo envía como su profeta para que el pueblo mantenga su confianza en el Santo de Israel y pueda esperar así la salvación prometida.

            Un mensaje parecido propone el fragmento del evangelio de Lucas: Pedro, que había faenado inutilmente durante toda la noche, siguiendo la indicación de Jesús, lanza de nuevo las redes. Y cuando constata con grande estupor la abundancia de peces que habían caído en sus redes, cae a los pies de Jesús y proclama: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. Su confesión sincera le vale para pasar de pescador de peces a pescador de hombres y ser la piedra sobre la cual Jesús establecerá su Iglesia, a la que se ha confiado el anuncio del evangelio de Jesús hasta la consumación de los tiempos. En la medida en que sienten su debilidad, los ministros del evangelio reciben la fuerza de Dios, para continuar sembrando la semilla de salvación.

            Hoy, Pablo habla también de la muerte y resurrección de Jesús, el misterio que se renueva ritualmente en cada celebración eucarística. Pero, en este momento en que vivimos, urge proclamar abiertamente la resurrección de Jesús, que es algo que muchas personas, por lo demás merecedoras de todo respeto por su formación intelectual y humana, rechazan de plano o al menos relegan al mundo inocuo de las fantasías y de los sueños. La mayoría de personas sólo se dignan aceptar como histórico lo que puede comprobarse mediante control minucioso y rigurosa experiencia; por esta razón no se muestran de acuerdo con los cristianos cuando insistimos en la realidad de la resurrección de Jesús.

            Constatar esta realidad nos hace palpar nuestra impotencia pero no debe desanimarnos. Hagamos nuestras las palabras de Pedro, cuando Jesús le invitó a echar de nuevo las redes, después de una noche de trabajo infructuoso: “Por tu palabra, echaré las redes”. Fiados en su palabra continuemos ofreciendo a Jesús nuestra colaboración, siguiendo su llamada y anunciando con la palabra pero sobre todo con la vida, nuestra fe en Jesús resucitado, esperanza de gloria y de salvación para todos los hombres.

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