2 de mayo de 2015

QUINTO DOMINGO DE PASCUA (Ciclo B)

“Yo soy la vid; vosotros los sarmientos.
 El que permanece en mí y yo en él,
 ése da mucho fruto”
            
       Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El evangelista san Juan, poniendo en labios de Jesús la imagen de la vid y de los sarmientos, invita a comprender a la Iglesia como comunidad de los creyentes. Jesús se sirve, como en otras ocasiones, de una imagen sacada de la vida real, la imagen de una cepa, algo familiar a los palestinos de su tiempo. Para quien la contempla, una vid, una cepa con sus sarmientos forman una unidad de vida. La vid saca de la tierra la savia vital que comunica a sus sarmientos, para que estos puedan dar el fruto que se espera de ellos. Los sarmientos tienen vida en la medida en que están unidos a la vid. Sólo hay posibilidad de dar fruto y es la de permanecer unidos a la vid. Precisamente por esta razón, Jesús no duda en afirmar: “Sin mí no podéis hacer nada”. Permaneciendo unidos a él se nos promete la vida, vida que se manifiesta en el dar fruto abundante. En cambio, si el sarmiento se separa de la vid, ya sea por propia voluntad, ya por la intervención de alguien que corta y aparta los sarmientos que no producen fruto, a ese sarmiento no le espera otra cosa que la destrucción, pues el sarmiento inútil se deja secar, y termina en el fuego. 

          Saliéndose un poco de los límites de la comparación, Jesús termina su discurso afirmando que, precisamente, en la medida en que permanezcamos unidos a él, podremos dirigirnos al Padre por la oración y ser escuchados. Si somos sarmientos de la verdadera vid, tenemos libre acceso al Padre, al labrador, que nos conoce y nos ama en la medida que formamos una sola cosa con su Hijo, el predilecto. El eco de estas palabras de Jesús relativas a la oración lo encontramos también en la segunda lectura en la que el apóstol san Juan recuerda que, en la medida en que guardemos sus mandamientos y hagamos lo que le agrada, cuanto pidamos en la oración lo recibiremos de su generosidad. Esta insistencia en el valor de la plegaria tiene una enorme importancia. Creer que Dios nos ha salvado pero aplazar el resultado de esta salvación únicamente para después de la muerte podría ser causa de desánimo. En cambio, cuando Jesús insiste que con la oración podemos pedir cuanto necesitamos, sin miedo, con el atrevimiento propio de los hijos, acerca de alguna manera a nosotros el resultado del misterio pascual de Jesús. Éste no queda lejos, está junto a nosotros, podemos acceder a él por la oración hecha en su nombre.

Pero esta oración no es un instrumento que se nos ofrece para servirnos de Dios según nuestros caprichos y obtener de él lo que nos plazca. La verdadera oración, la plegaria hecha al Padre en nombre de Jesús sólo será tal si brota de una vida de amor profundo que vincule a los hermanos. Para entendernos: nuestra unión con Jesús, en virtud de la cual podemos dirigirnos al Padre en la plegaria, exige una unión real con los hermanos: “No amemos de palabra ni de boca, -nos decía el apóstol san Juan-, sino con obras y según la verdad”. Si nos amamos así, si guardamos de este modo sus mandamientos, daremos el fruto abundante que se espera de los sarmientos unidos a la vid.

La Iglesia cristiana, de la que formamos parte, no es otra cosa que este conjunto de sarmientos enraizados en la vid que es Jesús, que saben mantener la unidad en la fe y el amor. La primera lectura de hoy, sacada de los Hechos de los Apóstoles, ha recordado un episodio de los primeros tiempos de la Iglesia. Pablo, el que fue perseguidor de los discípulos de Jesús, después de que viera a éste en el camino a Damasco, pasó a ser un ardiente propagador de él y de su evangelio. Pero no todos se fiaban de él: sólo cuando su actividad fue aprobada por los apóstoles, cuando no quedaron dudas de que era un sarmiento unido a la vid se le reconoció la misión que había recibido y que mucho contribuyó a la edificación de la Iglesia en la fidelidad a Jesús por obra del Espíritu Santo. También nosotros, en este momento de la historia, hemos de creer en Jesús resucitado, que nos vincula con Dios, pero  también entre nosotros, y así formamos parte de un pueblo, que es la Iglesia, guiados y sostenidos por el Espíritu que nos recuerda cuanto Jesús hizo y enseñó, durante su vida mortal.

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