30 de mayo de 2015

DOMINGO DE LA SANTíSIMA TRINIDAD

GLORIA AL PADRE AL HIJO Y AL ESPÍRITU SANTO

            “Reconoce hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Estas palabras del libro del Deuteronomio invitan a recordar a Moisés, el  hombre que hizo salir de Egipto a unas pequeñas tribus esclavizadas por el Faraón, y que, en la soledad del desierto fueron formando el pueblo hebreo, el pueblo de Israel, que, a pesar de su fragilidad, pudo y supo superar ataques y persecuciones de naciones más fuertes, para llegar hasta el día de hoy, como heredero y portador de una tradición espiritual, en cuyo seno apareció Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, venido para salvar a los hombres de toda raza, lengua, cultura y nación.

            La razón que explica la supervivencia de Israel es precisamente su fe en el Dios único, que le escogió, le guió, lo protegió. La Biblia ha conservado los avatares de la relación entre Dios y su pueblo escogido, relación hecha de rebeliones, pecados y apostasías, junto con muestras de perdón, amor y misericordia. La contemplación de esta historia justifica plenamente las palabras que Moisés dirige a su pueblo: “¿Algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos?”.

            La fe de Israel es una fe surgida de la experiencia de haber sentido a Dios junto a sí, en el bien y en el mal, y desde esta realidad vivida ha creído, se ha fiado de Dios. Y esta fe en Dios no queda en  palabras que se lleva el viento, sino que revisten en algo sumamente concreto como es observar los mandamientos, que han entenderse no como imposición de dominio por parte de Dios y de sujeción de parte del hombre, sino como respuesta amorosa y libre del hombre a este Dios que se le hace vecino y compañero, con el que mantiene un diálogo que promete vida.

            Este Dios único, amante de los hombres, a los que ha hablado repetidas veces por medio de profetas, ha querido, en la plenitud de los tiempos, hacerse presente en la tierra en la persona de su Hijo Jesús, para repetir con inusitada insistencia su deseo de ser reconocido como Padre amoroso, que quiere que los hombres sean en verdad hijos y herederos suyos, participando en la misma vida divina. Y comunica con generosidad su mismo Espíritu, para que enseñe a los hombres a llamar sin miedo a Dios con toda confianza: “Abba, Padre”.

            Pero la historia se repite. El hombre de hoy a menudo cierra los oídos del corazón y no acoge la Palabra que salva. Poco a poco, tanto los individuos como la sociedad, vamos marginando al Dios que se ha manifestado, al Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha enriquecido con su Espíritu, que quiere acercarse cual Padre a sus hijos amados. Cada vez más se considera inútil e innecesario este Dios que se nos ha revelado, y el hombre, para no estar sometido al Dios que le ofrece la vida, la inteligencia y la libertad, no duda en escoger otros dioses, ante los cuales se postra, para rendirles homenaje y servicio, para dedicarles su atención, su tiempo y sus energías, no dudando a veces en sacrificarles incluso su vida y la de los demás. Los nuevos dioses que han suplantado al Dios de la Biblia se llaman dinero, poder, placer, diversión, negocios. Y estos dioses, aunque prometan mucho, al fin de cuentas no son capaces de proporcionar la verdadera vida, la verdadera libertad, que en cambio ofrece el Dios de la revelación.

            Nuestro Dios, el Dios de la revelación, no pide que salgamos de este mundo. Fue él que nos dijo: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla”. Nos espera una gran labor, la de colaborar con Dios en la promoción del mundo, para que sea cada vez más justo, más humano, pero esta gran obra hemos de hacerla como hijos de Dios, sin renegar de aquel que ha querido ser llamado Padre y hacernos hijos y herederos. Quizá no estaría de más que, hoy, en la intimidad de nuestro corazón, nos examinemos y nos preguntemos con toda sinceridad: ¿a qué Dios adoramos? ¿En qué Dios creemos? ¿a qué Dios servimos? 

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