11 de abril de 2015

II DOMINGO DE PASCUA (Ciclo B)



           ¡Porque me has visto Tomás, has creído? ¡Dichosos los que crean sin haber visto!”. El evangelio de san Juan recuerda hoy las primeras apariciones de Jesús resucitado a sus apóstoles, sin ocultar las dudas de Tomás. Este apóstol, ausente en la primera aparición, exigía para creer el tocar con sus propios dedos las llagas del crucificado, y cerciorarse así de la realidad de la resurrección. Jesús no toma a mal la dificultad de Tomás, no duda en venirle al encuentro, invitándole a palpar sus llagas. Esta condescendencia arranca obtiene la conocida confesión: “¡Señor mío y Dios mío!”. Comentando en sus homilías este pasaje, el Papa San Gregorio Magno dice que las dudas de Tomás son una ayuda para nuestra fe vacilante, para tomar en serio el mensaje de la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte.

Pero las palabras de Tomás son algo más que una manifestación de sorpresa ante el Resucitado. Tomás fue testigo de la resurrección de Lázaro, pero sabe distinguir muy bien entre lo sucedido a Lázaro y lo que significa la presencia de Jesús resucitado. No se trata de la reanimación de un cadáver sino de una presencia nueva, que permite adivinar una realidad que va mucho más allá de lo que los hombres podían esperar. Por esto no duda en proclamar que Jesús es Señor, el Mesías, el Cristo o Ungido del Padre, que es el Hijo de Dios, en su sentido pleno, es decir que es Dios.

La misma fe de Tomás la confirma el apóstol Juan cuando afirma que Jesús es el Hijo de Dios, que vino con agua y con sangre, aludiendo así concretamente a la lanzada que infligieron a Jesús en la cruz, de cuya herida brotaron sangre y agua, que la tradición interpreta como símbolos de los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, por los cuales entramos en estrecha comunión de vida con Jesús resucitado. Porque el hecho de la resurrección supone un cambio profundo en Jesús, pero también en todos los que creemos en él. Por esto el apóstol  continua: “El que cree que Jesús es Hijo de Dios, vence al mundo”. El que participa en la victoria de Jesús resucitado recibe la fuerza para vencer el mundo, para poder vivir sin miedo ni temor. Y ésto, según san Juan, porque el que cree que Jesús es el Cristo nacido de Dios llega a ser en verdad hijo de Dios, y, en consecuencia, demuestra que ama a Dios cumpliendo sus mandamientos.

Cumplir los mandamientos. He aquí un punto delicado que crea dificultades. El apóstol Juan asegura que los mandamientos no son pesados. Y no lo son porque los mandamientos, en la perspectiva del evangelio, sólo se pueden entender y aceptar desde una perspectiva de amor. El que ama cumple los mandamientos, así como el amigo, el amante, busca libremente como expresión de cariño el bien de la persona amada.

Sería empobrecer el mensaje de la resurrección reducirlo a la observancia fría y escrupulosa de determinadas reglas o normas. El que vive en el ámbito del resucitado entra en una dimensión nueva, cambia parámetros. Es lo que Lucas trata de esbozar en la primera lectura de hoy, al describir, de manera bastante idealista, la primera comunidad de Jerusalén. Aquella gente, dice Lucas, se tomó tan en serio el mensaje de la novedad de Jesús resucitado que todos pensaban y sentían lo mismo, lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían lo ponían a disposición de los apóstoles que lo distribuían según lo que necesitaba cada uno. Para concluir diciendo que Dios los miraba a todos con mucho agrado.

El ideal trazado por Lucas, el hecho de la resurrección de Jesús debería invitarnos a revisar nuestro modo de pensar, de hacer, de vivir, para dejar nuestros egoísmos y abrirnos al amor y al servicio de todos los hermanos, de modo que los que no creen, al vernos deban reconocer que Jesús ha resucitado verdaderamente por que hay hombres y mujeres que viven ya una vida nueva.











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