30 de marzo de 2015

LA LITURGIA MONÁSTICA EN LA ACTUALIDAD (3ª parte)


1. La liturgia en nuestra vida cisterciense hoy

Tradicionalmente, los monasterios han desempe­ñado un papel de primerísimo orden en la historia del movimiento litúrgico occidental, tanto por la elaboración y difusión de documentos, como por la doctrina litúrgica transmitida. En este sentido, son los benedictinos quienes ocupan un lugar preeminente en el campo de la restauración litúrgica; mas todas las órdenes constatamos que vivimos en otro mundo y en una situación muy diferente a la de las generaciones que nos precedieron.

La formación litúrgica, a lo largo de los siglos, nos ha ido aclarando ideas, y las mentalidades han evolucionado bastante en algunos momentos de la historia. Esto no ha sido fácil.

Como hemos visto ya, ha habido épocas en nuestra historia en que el interés por la liturgia ha sido tal, que cualquier otro elemento constitutivo de la vida monástica quedaba desplazado a un plano mucho más inferior del que San Benito quería, rompiendo así el equilibrio que observamos en su Regla. Con el paso del tiempo la espiritualidad se ritualizó tanto, que el culto llegó a ser la única escuela del servicio de los monjes, y así, éstos, descargados de los trabajos domésticos, pudieron dedicarse totalmente a la absorbente tarea de la celebración litúrgica.

Las ideas a renovar se fueron aclarando poco a poco, pero a costa de años de esfuerzos, y no hubiera sido posible la renovación litúrgica si no se hubiera producido un cambio de mentalidad, aunque fuera lentamente.

La reforma litúrgica imprime un sello característico a la vida de la Iglesia en nuestro tiempo y, como consecuencia, a la vida monástica, pues a ritmos de vida diferente han de responder también distintos ritmos de respiración orante. De ahí los matices que reviste el hecho litúrgico celebrado en una época de la historia o en otra, así como en una comuni­dad apostólica o en una asamblea de contemplativos, etc.

El Concilio Vaticano II ha desencadenado y realizado un “aggiornamento” de la vida religiosa -y precisamente en el campo litúrgico- como no se había visto jamás en el curso de los dos milenios de la historia de la Iglesia. Ha sido, sin lugar a dudas, la reforma litúrgica más radical de toda la historia. El Concilio Vaticano II ha llegado a una visión nueva, más profunda y esencial de la liturgia, precedida por notables trabajos del Movimiento bíblico, patrístico y litúrgico del siglo XX, y también por la renovación de la teología. Esta reforma la ha expuesto en la Constitución sobre la Liturgia, Sacrosanctum Concilium (de la que hemos hablado al principio). En ella encontramos los dos mayores criterios para la renovación de la liturgia de la Iglesia: fidelidad a los orígenes, a la “sana Tradición”, y a la vida concreta de cristianas y cristianos en el mundo de hoy[1].

Después del concilio, en nuestros monasterios la liturgia ha sido fundamentalmente renovada en el curso de los últimos 35 años. El patrimonio litúrgico secular de nuestra orden fue profundamente modificado: el latín fue reemplazado por la lengua vernácula y el esquema benedictino del oficio casi abandonado.

La obra de renovación ha conducido a una colaboración entre los monasterios, a nivel regional e interregional,  y entre las órdenes monásticas. El más bello fruto de este ecumenismo cisterciense en la liturgia es el Ritual Cisterciense, aparecido en 1998, aprobado por el Capítulo General de cada una de las Órdenes y por la Santa Sede.

De los cuatro principios de la reforma litúrgica de los primeros cistercienses, han quedado en vigor dos: la simplicidad y la autenticidad (pero no siempre ni en todos sitios).

Hoy tenemos una liturgia renovada, viviente, fácilmente comprensible y realizable. Aunque la reforma litúrgica que nos pedía el Concilio Vaticano II está terminada, nos queda profundizar las celebraciones litúrgicas, los textos y los cantos, y penetrar principalmente en el espíritu de la liturgia, tal como nos la describe la Constitución SC. Para este fin es indispensable una sólida formación litúrgica en el comienzo de la vida monástica, y a lo largo de toda la vida, como un trabajo permanente. Disponemos hoy de excelentes manuales y libros que tratan de todos los campos y aspectos de la liturgia, y de revistas litúrgicas para la formación litúrgica.

Al ser un acontecimiento y obra de naturaleza teológica y comunicativa-dialogal, la liturgia reviste numerosos aspectos: antropológico, sociológico, bíblico, teológico, patrístico, histórico y otros. Estos aspectos son para tomarlos en consideración y profundizarlos. La dimensión antropológica de la liturgia ha atraído la atención estos últimos años: la liturgia como acto de comunicación, como acción expresiva y simbólica. La visión teológico-espiritual de la liturgia y de su celebración que más interesa a los monjes/as, “profesionales de la liturgia”, como por ejemplo, la Teología de las Horas, ocupa un amplio lugar en nuestra vida.

El “aggiornamento” de la vida cisterciense que ha seguido al último concilio condujo a redefinir el lugar y la significación de la liturgia a nuestras órdenes, para nosotros hoy, y ha tenido que repensar el equilibrio entre la liturgia, la lectio y el trabajo. 

II.  TEOLOGÍA DE LA LITURGIA MONÁSTICA

1. La liturgia sigue siendo oración hecha arte

Los monjes, ya de madrugada, cuando los primeros rayos de la aurora se filtran a la iglesia por los rosetones o ventanas, inundándola con una miríada de colores, estarán uniendo sus voces a las de los coros de los ángeles y haciendo resonar el eco de sus alabanzas al Padre misericordioso, al Dios de toda consolación.

El silencio contemplativo del monasterio, entrelazado con los esplendores litúrgicos y el canto del Oficio Divino – como decía San Gregorio de Nacianzo: la alabanza es hija del silencio-, ha ido haciendo germinar continuamente los cambios, siempre sorprendentes, en la vida cristiana de todos los tiempos.

En todo esmero por la liturgia, el criterio determinante debe ser siempre la mirada puesta en Dios: Él nos habla y nosotros le hablamos a Él. La belleza del culto, la calidad y el esplendor del canto y de los ornamentos litúrgicos, o el cumplimiento estricto de las rúbricas, todas estas cosas tienen como fin despertar en el monje y en los fieles el asombro y suscitar la contemplación de la majestad divina.

La liturgia hemos de celebrarla dirigiendo la mirada a Dios, en la comunión de los santos, de la Iglesia viva de todos los lugares y de todos los tiempos, para que se transforme en expresión de belleza y de la sublimidad del Dios amigo de los hombres[2].

Las “acciones espirituales”, que son representaciones litúrgicas, piden al monje la misma apertura del alma, la misma atención, hecha de deseo e impregnada de humildad, que tuvo en la lectio divina, en donde Dios se comunica con él. Lo que los conceptos y las palabras son impotentes de expresar, Dios mismo lo manifiesta por símbolos. Las manifestaciones litúrgicas están llenas de palabras, ornamentos y ceremonias simbólicas que requieren de nosotros, ayudados de la luz divina, inteligencia espiritual apta para comprender el sentido oculto de esas acciones sagradas: cantos, himnos, luminarias, que no son de suyo un fin.

Todo ha de ser un concierto sublime de armonía; nada falta y nada sobra. La obra de Dios es grande y maravillosa, pero es infinitamente más grande y maravilloso ese Dios para el que cantamos salmos. ¡Nos vemos tan pequeños al abismarnos en Su grandeza! Y para adentrarnos en el abismo de Su grandeza, de Su belleza y del amor insondable e infinito de Dios, necesitamos del misterio eucarístico.

El candidato a la vida monástica puede ser atraído por la calidad de la celebración litúrgica, su gusto estético puede sentirse satisfecho. Pero San Benito advierte que el Oficio Divino es también un “pensum servitutis[3], un ejercicio oneroso. No se trata de dejarse mecer por cualquier fervor ambiguo, sino -como vuelve a decir San Benito- “que la mente concuerde con los labios”[4], esto es, que la persona, en su mente y en su corazón, se comprometa con su actividad bucal[5].

Por otra  parte, el Opus Dei no se reduce sólo a la liturgia; tener celo por el Opus Dei, es convertirse en “cooperador de Dios”, con toda su vida en la obediencia[6].

Como bien dice Thomas Merton:
“La liturgia es la gran escuela de oración de la Iglesia, que no es simplemente una cuestión de arte, canto y simbolismo, sino que va mucho más allá. En la liturgia, Cristo mismo, por el Espíritu Santo, ora y ofrece un sacrificio en su cuerpo que es la Iglesia. La participación activa en la liturgia es, por tanto, mucho más que un mero cumplimiento exacto de rúbricas y gusto estético; es incluso más que la comprensión y aplicación espiritual de los grandes textos inspirados. Es una participación mística en la oración y sacrificio de Jesucristo, el Verbo encarnado, el nuevo Adán y sumo sacerdote de la nueva creación.
Cuando celebramos la Sagrada Liturgia, Cristo ora en nosotros, y su Espíritu adora y ama en nosotros. La luz para entender lo que cantamos y estamos haciendo, la recibimos sobrenatural­mente del Espíritu Santo. Su gracia nos transformará en Cristo, de tal manera, que en lo más íntimo de nuestras almas comenzamos a asemejarnos a Cristo, y nuestros corazones participan en el amor y en la entrega con que Él mismo, en la tierra, se ofreció al Padre por los pecados del mundo”[7].

Y con palabras del Beato Rafael Arnáiz:
Alrededor del Sagrario gira toda la actividad del monje cisterciense; los Oficios divinos en el coro no cansan nunca; las horas que se pasan en la iglesia parecen minutos…La fe nos dice que estamos alabando a Dios, y Dios está allí, muy cerca, a unos pasos en el Sagrario… ¡Qué sabe el mundo lo que es una Trapa! Yo cada vez le doy más gracias a Dios de mi vocación y le pido que me lleve de Venta de Baños al cielo, para allí, ya cara a cara con Él, como decía Santa Teresita, poder seguir cantando[8].

2.  La liturgia: escuela de vida en común

Hablar de la liturgia no es afrontar un aspecto más -al lado de otros- de la vida en común, sino reconocer su carácter, también aquí, de fons et culmen, según la bella expresión de la Constitución del Concilio Vaticano II[9]. Al calificar a la liturgia, nos da ya la idea de una realidad que está en el origen y, a la vez, es condición indispensable para un desarrollo en madurez de la vida comunitaria.

Romano Guardini señaló con fuerza, a principios de este siglo, en su obra El espíritu de la liturgia[10], cuando declaraba que la liturgia no tiene “objeto”, no tiene finalidad práctica, no es un medio, ni una etapa para conseguir una noble meta que está fuera de ella; su “fin” está en sí misma y el motivo de ello es que la liturgia mira a Dios, es contemplación de su gloria, por lo cual el auténtico sentido de la liturgia consiste en el hecho de que el alma esté delante de Dios, se expanda delante de Él, penetre en su vida, en el mundo santo de las realidades, verdades, misterios, signos divinos, y asuma su real y verdadera vida.

“En la liturgia el hombre no se mira a sí mismo, sino a Dios; hacia Él dirige su mirada. En ella el hombre no debe tanto educarse, como contemplar la gloria de Dios”[11]. Es por ello que la liturgia “moraliza” un poco. “En ella el alma se forma, pero no a través de una elaborada doctrina de la virtud o de un ejercicio sistemático, sino viviendo en la luz de la eterna Verdad, en el orden genuino, naturalmente y sobrenaturalmente sano”[12].

Hay que agradecer al Papa Juan Pablo II su magisterio cuando escribió, con ocasión de los veinticinco años de la promulgación de la Sacrosanctum Concilium: “Tenemos que hablar de una profundización cada vez más intensa en la liturgia de la Iglesia, celebrada según los libros vigentes y vivida, sobre todo, como un hecho de orden espiritual”[13]. Porque la liturgia es, antes que nada, un hecho de orden espiritual; la praxis litúrgica será siempre el termómetro más fiable para medir el grado de vida espiritual en nuestras comunidades y, por extensión, en la Iglesia toda.

3. Los monjes encargados por la Iglesia, también hoy, de mantener viva la oración de Cristo

La Iglesia delega, de modo particular, en las comunidades monásticas, el honor y la obligación de mantener en la tierra el himno de alabanza que el Verbo introdujo en el mundo al encarnarse, y del que Jesús hizo depositaria y responsable a la misma Iglesia

“…Tal como demuestran toda la tradición monástica y las disposiciones de la Iglesia, los monjes están llamados, de modo especial, a continuar en la Iglesia la oración de Cristo, ya sea en la celebración de la Misa y del Oficio Divino -que, necesariamente, ha de ocupar el primer lugar en su vida-, ya sea en las demás formas de oración, la cual debe empapar toda su vida”[14]

La especial vocación de los monjes, dentro de la comunidad cristiana, justifica que hayan recibido un especial encargo de ser comunidad orante, así como también se supone que son unas personas que están más al servicio de los demás, que ponen más empeño en la misión evangelizadora de la Iglesia y buscan una fraternidad más testimonial; también, en cuanto a la oración, se les pide que sean ejemplares.

El monje presta a la Iglesia su mente, su corazón, sus labios, toda su alma y todo su cuerpo, para que mediante ellos pueda ésta seguir haciendo realidad en el tiempo y en el espacio el himno salvífico que Cristo le dejó como preciado botín de su victoria. El monje es, en manos de la Iglesia una especie de sacramento de salvación que, a través de los signos que ella pone a su disposición, continúa la obra de Cristo: glorificar al Padre, salvar al hombre.

Por ambas razones: porque la liturgia es la fuente primera de salvación, el lugar privilegiado para el encuentro con Dios en Cristo y para el diálogo con Dios, que ha venido a buscar al monasterio; y porque la Iglesia le ha elegido para cantar en su nombre el Cántico nuevo, el monje se siente gozosamente obligado a dedicar lo mejor de sus energías y de su tiempo e ilusión a celebrar la liturgia.

Una comunidad monástica es como una Iglesia en pequeño: fraterna, misionera, llena de esperanza, liberadora; pero también una comunidad orante, más intensa y significativamente orante -en particular con la Liturgia de las Horas-, aunque también entren en su jornada y espiritualidad otras modalidades de oración, tanto personal como comunitaria. “Del mismo modo que la vocación es una gracia de Dios, así nuestra posibilidad de orar no nos viene de nosotros mismos, sino del Espíritu Santo, por el cual clamamos: Abba, Padre. Con la frecuencia de los sacramentos y, de modo especial, en la celebración cotidiana de la Eucaristía, va aumentando asiduamente en nosotros la vida de la gracia, y nuestra oración se une sacramentalmente a los actos salvíficos de Cristo”[15].

El Concilio había apuntado en esta dirección cuando afirmó que los religiosos “deben cultivar con asiduo empeño el espíritu de oración y la oración misma, bebiendo en las genuinas fuentes de la espiritualidad cristiana”[16]. Aunque no se nombrara entonces todavía de modo explícito la Liturgia de las Horas (eso se vio con mayor claridad en la evolución posterior), sí se decía que, sobre todo las comunidades contemplativas, “ofrecen a Dios un eximio sacrificio de alabanzas”[17].

No se entiende una comunidad de personas consagradas a Dios sin que sea una comunidad orante, como una fotografía en pequeño de lo que es y quiere ser toda la Iglesia: abierta a Dios y a su Palabra, dedicada a la caridad, pero también a la alabanza de Dios y a la intercesión orante por todo el mundo.

La acción litúrgica es la expresión del misterio central de la economía redentora: el misterio de Cristo.

La Iglesia ha insertado sus momentos de salvación en las unidades del tiempo cósmico: año, semana, día, hora. El monje es convocado varias veces durante el día y durante la noche para, en unión con sus hermanos, celebrar estos tiempos. En las “Horas” -y de modo eminente en la Eucaristía- recibe la visita del Señor. Cada “Hora” es para el monje un acontecimiento pascual, un paso por su vida del Señor resucitado, una entrada en contacto con el misterio de Cristo y, en Cristo, con los coros celestiales y con los hombres que luchan aún sobre la tierra. Y para la comunidad son los momentos en que ésta se constituye en Ecclesia orans.

El Opus Dei monástico es la actividad privilegiada en un monasterio cisterciense; es, además, el elemento más característico de su espiritualidad. Una espiritualidad objetiva que, mediante la celebración litúrgica, actualiza cíclicamente la Historia de la Salvación, así como una espiritualidad dialogal y contemplativa, que se actualiza principalmente en la oración, mediante la Palabra de Dios, y continuando con la oración silenciosa por la que el monje es conducido a la contemplación, cara a cara y cada vez más intensa, de la Gloria de Dios, hasta ser transformado en su imagen con resplandor creciente”[18]. Una espiritualidad que tiene como meta la revelación al mundo del amor de Dios y que es espiritualidad de comunión. Por esta razón, el monje manifiesta, efectivamente, la autenticidad de su vocación “si es solícito para el Opus Dei[19], si consiente en matricularse en la “escuela del servicio divino”[20], en la que asistir al Opus Dei es un privilegio y fuente de vida, y no una obligación.

Y para vivir en medio de los hombres, amando como Cristo nos ama, como amaron los santos testigos de Cristo, para vivir con este amor cristiano que es don de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, necesitamos de la Eucaristía, Sacramentum Caritatis, como la ha llamado el Papa Benedicto XVI[21]. De ahí brotará todo el dinamismo de caridad, con el que celebraremos bien la liturgia y la viviremos con coherencia.

Cada vez son más los cristianos que sintonizan con la afirmación del Concilio Vaticano II: “Ya que ellos -los contemplativos- ofrecen a Dios el excelente sacrificio de la alabanza, enriquecen al pueblo de Dios con frutos espléndidos de santidad, arrastran con su ejemplo y dilatan las obras apostólicas con una fecundidad misteriosa; de este modo, son el honor de la Iglesia y torrente de gracias celestiales”[22]. La perenne actualidad de la misión particular del monje aparece, sobre todo, cuando se la confronta con la misión universal de la Iglesia.

III.  CONCLUSIÓN

No existe una “liturgia monástica”, como no existe una liturgia benedictina-cisterciense, ni ha existido nunca; existe un modo monástico o benedictino-cisterciense de celebrar la sagrada liturgia. Porque la liturgia pertenece a la Iglesia, y es pensada, actuada y vivida para todos los cristianos. Los monjes no nos apartamos de la liturgia de la Iglesia, sino que más bien nos aprovechamos de ella y vivimos de ella, puesto que la liturgia es de la Iglesia.

La liturgia monástica -aun conservando su ritmo y procurando hacer oportunas adaptaciones pastorales, como es justo esperar de un monasterio que desea ser, en su medio ambiente, fermento de vida-, ha de estar abierta a todos los que desean participar en ella. Se trata de una apertura acogedora, que permita a los de fuera integrarse en la actual comunidad orante. Y como dice nuestra Declaración: “…Hemos de procurar que la actividad litúrgica de nuestros monasterios, sea como una luz ardiente y brillante que se difunda por la Iglesia local; que nuestras celebraciones inviten a los fieles vecinos a una participación activa, y ofrezcan al pueblo cristiano una fuente abundante para su vida espiritual”[23]. Esta apertura y su dosificación dependerá de la situación concreta de cada monasterio.

La liturgia en los monasterios de hoy debe ser una liturgia que refleje el espíritu y la letra de los libros litúrgicos, renovados tras la reforma litúrgica. Sin nostalgias ni vueltas a un pasado romántico, los monasterios estuvieron en la vanguardia del movimiento litúrgico y, en línea con ello, debemos continuar siendo lugares donde se celebra y se vive la liturgia de hoy con el espíritu de siempre.

Todos los monasterios tienen sus puertas abiertas a su tesoro más precioso: su oración litúrgica; de modo que la oración de la comunidad que allí vive es compartida con huéspedes y visitantes, que son introducidos de ese modo en la gran oración de la Iglesia.

La liturgia no es la única manera de orar y de expresar a Dios los sentimientos de nuestro corazón. Y quizá lo más bello de ella es su reiteración. Cantar es una manera de orar y de expresar a Dios los sentimientos de nuestro corazón, que son puestos por Él. Y esto es también válido para todo cristiano.

Benedicto XVI en su viaje apostólico a Estados Unidos de América, y coincidiendo con la fecha del tercer aniversario de su pontificado, el 19 de abril, mantenía un caluroso encuentro con los jóvenes y seminaristas de la ciudad de Nueva York y les recomendaba la vivencia intensa de la liturgia. Frente al tópico generalizado de que la liturgia es un lenguaje ininteligible para los jóvenes, les invita a adentrarse en ese misterio de unión entre el cielo y la tierra. Es importantísimo educar a los jóvenes en el lenguaje litúrgico, de modo que puedan llegar a percibir que “cada vez que los sacramentos son celebrados, Jesús interviene en nuestra historia”[24]. De este modo, vemos que la liturgia de la Iglesia es un misterio de esperanza para la humanidad: “… ésta es la verdadera esperanza humana que ofrecemos a cada uno”[25]. 
       Hna. Florinda Panizo

BIBLIOGRAFÍA

[1] Cf. A. M. Altermatt, Les principes théologiques de la liturgia restaurée par le deuxième Concile du Vatican. La réforme liturgique comme táche permanente, in: Ñiturgie (Bulletin de la C. F. C.) 84 (1993) 2-40, aquí: 5-6.
[2] Benedicto XVI, visita a los monjes cistercienses de la abadía de Heiligenkreuz, (Austria) 9-IX-2007.
[3] RB Cap. L.
[4] Ibid., XIX.
[5] P. Miquel, Ser monje, Ediciones Monte Casino, Zamora 1992, pp. 31-32.
[6] Ibid.
[7] T. Merton, El camino monástico, Editorial Verbo Divino, Estella (Navarra) 1986, p. 83.
[8] Carta a su madre desde San Isidro de Dueñas, 29-1-1934.
[9] SC 10.
[10] Título y referencia original: R. Guardini, Geist der Liturgia, Freiburg 1918.
[11] R. Guardini, El espíritu de la liturgia, c. quinto: La liturgia como juego. Ediciones Cristiandad, Madrid 2007.
[12] Ibid.
[13] Juan Pablo II, “Carta Apostólica Vicesimus quintus annus (4-12-1988)”: AAS 70 (1988).
[14] Declaración del Capítulo General de la Orden Cisterciense del año 2000. Segunda parte, art. 60.
[15] Ibid.
[16] Cf. Perfectae Caritatis, 6.
[17] Ibid., 7.
[18] 2 Cor 3,18.
[19] RB 58,7.
[20] RB Pról. 45.    
[21] Cf. Benedicto XI, Exhortación Apostólica Postsinodal, Sacramentum caritatis (22-2-2007)”: AAS 99 (2007), pp.140-141
[22] Perfectae Caritatis, 7.
[23] Declaración del Capítulo General de la Orden Cisterciense (año 2000), segunda parte, art. 64.
[24] Encuentro de Su Santidad Benedicto XVI con los jóvenes y seminaristas en su viaje a USA, 19 de abril de 2008.

[25] Benedicto XI, Carta Encíclica Spe salvi (30-11-2007)”: AAS 99 (2007), pp.1003-1004.

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